Jorge Cuesta
Después que mis ojos comprobaron que ya no la
veía, después que mis oídos penetraban en vano el silencio que sus ruidos
abandonaron, sus paseos, sus palabras, y que la muerte me dio una impresión
certera y durable de su vacío, la lluvia invadió súbitamente con su presencia
nueva mis sentidos desolados, y se apoyó mi vida en sentirla.
Y cuando alguien vino a hablarme de la
civilización europea, en vez de la lluvia, vi los trenes de Europa y su
paisajes a los lados, los castillos que no hay en América y recordé el castillo de Windsor y cuando me
estiré para verlo hasta que se perdía.
Pero se trataba de la fatiga de la vida, de la
pérdida de su frescura religiosa, de la revolución social y de los hombres que no tienen ninguna fe y se asoman a los
ruidos confusos para discernir una voz, y ven las nubes informes para
sorprender una figura.
¿Y yo qué fe tenía? Yo hablaba de la fe y eso
me hacía vivir durante ese momento como tenerla hace vivir más largamente, y en los huecos de mi
pensamiento y de mis palabras renacía la lluvia y la puerta que enmarcaba sus
hilos y el tejado enfrente de donde escurrían los chorros más gruesos.
Pero hay todavía huecos que no se abren ya
sobre otra cosa distinta, que no ven a otra lluvia, ni a más imágenes ni a más
recuerdos: hay huecos que se abren sólo a un vacío silencio de donde ella
partió y donde no crece nada.
1929
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