José María Junoy
En
los Poemas en Prosa, de Charles Baudelaire, hay una composición que es, tal
vez, la mejor composición del libro, titulada «La bella Dorotea». En poquísimas
páginas, su autor ha recogido lo más esencial y característico, poéticamente
hablando, del arte y de la literatura exóticos que unos años más tarde habían
de alcanzar una extensión y una boga tan extraordinarias.
En un ambiente tropical, probablemente en una
de aquellas islas ardientes y perfumadas del mar de las Antillas, vemos
aparecer, un momento, con una realidad y una estilización perfectas, la hermosa
mulata que avanza bajo el cielo azul, fuerte y orgullosa como el sol, por la
calle desierta, bella y fría como el bronce, vestida con un traje color de rosa,
con una sombrilla roja en la mano, que refleja y tamiza sobre su rostro oscuro el
«maquillaje sangriento» de sus resplandores de púrpura. Rítmica e indolente,
pasa como un ídolo solitario. Llega hasta ella el olor sabrosísimo y excitante
de un «ragoút de crabes au riz et au safran» de una casucha cercana, de la que
salen, acaso, también los ecos de una lánguida canción del país, de una de
aquellas monótonas y dulces melopeas que hacen más pesada y más enervante aun
el alma y el ambiente de los Trópicos.
Al leer, hoy, esta colección, bellísima y original,
de cuentos de Lydia Cabrera: «Contes négres de Cuba», que acaba de traducir, admirablemente,
por primera vez, a través de su texto original aun inédito, Francis de Miomandre,
nos ha venido, de momento, el recuerdo de aquella estatua viviente de bronce de
la mulata baudeleriana. Hemos pensado, asimismo, en aquella inolvidable «Anthologie
Negre» publicada años atrás por Blaise Cendrars, y en un buen número de
cuentos, de fábulas y de apólogos mágicos o amatorios que leíamos, ávidamente,
en las revistas especializadas de antropología, y de folklore de tema polinesio
o africano.
Estos cuentos negros de Lydia Cabrera, de una
novedad, de una originalidad de concepción y de estilo evidentes, están
inspirados dentro de su lirismo y de su fantasía desbordantes, en lo que
podríamos llamar el fondo o el misterio centrales de la raza, con un conocimiento,
con una intuición que sólo un temperamento genial movido por una gran curiosidad
y por un gran amor podían llegar a descubrir y a representar con una agudeza y con
una poesía tan humana y tan maravillosa a un tiempo.
Lydia Cabrera, aunque nacida en La Habana, procede
de una antigua familia vasca y aragonesa. Desde muy niña ha venido viviendo, y
conviviendo, con los negros de la isla, particularmente con aquellos hombres de
color que habitan en la capital en un barrio aparte, gente humilde que trabajan
de día como servidores o empleados, que son aún, a su manera, como los
sobrevivientes de los antiguos esclavos, agrupados de noche en sus hogares,
donde rinden en secreto el culto a sus costumbres y a sus ritos, impregnados aun
de toda la magia y de toda la idolatría de su África ancestral.
Como nos dice muy bien su traductor, ha sido
realmente una maravilla que Lydia Cabrera haya podido descubrir a fondo y sacar
un alto provecho literario de esta mina de poesía y de superstición. Ha sido
necesario que ella alternara íntimamente con sus principales personajes, y que
fuera considerada por ellos, desde el primer momento, como una amiga
comprensiva y simpática, como una camarada de confianza, como una hija adoptiva
casi, a la que no han ocultado sus sentimientos más secretos, sus fórmulas
sentimentales más genuinas, sus leyendas mismas, sus mismos conjuros, sus
mismos hechizos, en una palabra, toda aquella «atmósfera embrujada», toda
aquella «mágica incautación» en la que tanto se complace, en la que tan bien
florece la imaginación y el alma de la raza.
El libro de Lydia Cabrera se compone de una
serie de fábulas y narraciones, de leyendas y de apólogos, que nos hacen
pensar, a veces, en las más coloridas y pintorescas escenas árabes e
indopérsicas de las «Mil y Una Noches», y, otras veces, por su línea y su
concisión, precisas y cortantes, en las mejores frases o definiciones de las
Historias Naturales, de Jules Renard.
En la composición «Papa Hicotea et Papá Tigre»
hallamos unos matices poéticos sobrerealistas como los que a continuación,
apuntamos:
«Ca manquait un peu d'ordre: les poissons buvaient
dans les fleurs, les oiseara acerochaient leurs nids sur la eréte des vagues...
Les mers débordaient des coquillages; les revières, du coin de l'oeil du
premier crocodile qui ent du chagrín...» — «Un homme monta au ciel par une
corde de lumiére» — «La pluie habite l'oeil de la lune.»
En otra composición más larga, «Une trajedie entre
compéres», el autor nos presenta los celos, la pereza, los cantos y las danzas
de aquellos hombres y de aquellas mujeres de color, todo mezclado con los
maleficios y las brujerías y los conjuros y las jaculatorias de magia de las
sectas «lucumis», de los sacerdotes «aylochas» y de los «babalaos» o
hechiceros.
En «La bonne vie», nos habla Lydia Cabrera de
los pájaros antillanos de los «totíes» y de los «mayitos» —diminutivo de
«Mayo», pequeño pájaro de un color amarillo rutilante— con la emoción poética y
el onamatopeísmo popular del Jacinto Verdaguer de
«Qué diuen els ocells?
».
Una de las más vigorosas y emocionantes piezas
maestras del libro es la llamada «Apopoito Miama», en la que vemos las figuras de
Juana Pedroso y de José María, realzadas de todas las fuerzas naturales y de
todas las gracias fatales de la tragedia antigua, sobre un fondo bordado de
palmeras y de cafetales, de campos de sésamo, de tabaco, de arroz y de manioc.
En
«Areré Marcken» nos encontramos con la hija del rey, Areré, que poseía una voz deliciosa.
Su padre guardaba una piedra que recogía la voz de Areré cuando cantaba, a lo
lejos. Entonces el rey tenía la piedra junto a él y recogía así la canción de
su hija favorita en el hueco de su mano...
Citaríamos y daríamos asimismo el extracto de
la mayoría de las piezas o composiciones que integran estos preciosos y
sugestivos «Cuentos negros de la Isla de Cuba», de Lydia Cabrera, entre los
cuales mencionamos tan sólo unos cuantos al azar, antes de poner punto a este
breve e incompleto artículo periodístico: la pequeña novela de «Suadende», la
fábula del buey y del gorrión, «La Pintada Milagrosa» y, finalmente, «Le Crapand
gardien», una fábula de gran trascendencia literaria y hasta me atrevería a decir
metafísica, de una evidente grandeza humorística, de una innegable resonancia
misteriosa.
"Los cuentos negros de Lydia Cabrera”, Correo Literario, La Vanguardia, 5 abril de 1936.
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