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sábado, 14 de julio de 2018

Gibraltar



 Oliverio Girondo


 El peñón enarca
su espinazo de tigre
que espera
dar un zarpazo
en el canal.

 Agarradas a la única calle,
como a una amarra,
las casas hacen equilibrio
para no caerse al mar,
donde los malecones
arrullan entre sus brazos
a los buques de guerra
que tienen epidermis y letargos de cocodrilos.

 Las caras idénticas
a esas esculturas
que los presidiarios tallan
en un corazón de aceituna,
los indios venden
marfiles de tibias de mamut,
sedas auténticas de Munich,
juegos de té,
que las señoras ocultan bajo sus faldas
con objeto de abanicar su azoramiento
al cruzar la frontera.

 Hartos de tierra firme,
los marineros
se embarcan en los cafés
hasta que el mareo los zambulle
bajo las mesas
o tocan a rebato
con las campanas de sus pantalones,
para que las niñeras
acudan a agravar
sus nostalgias, de paisajes lejanos,
con que las pipas inciensan
las veredas de la ciudad.


 Orto, Año XVI, no. 7, abril de 1927.

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