Páginas

jueves, 3 de mayo de 2018

Barba Jacob en la cueva roja


  Fernando Vallejo

 Miguel Aparicio, un viejo periodista que trabajara en El Mundo y uno de los fundadores de la Escuela de Periodismo cubana (la primera que hubo en América), me da la noticia al llegar yo a Cuba de que Tallet aún vive: que lo vio pocos días antes en la filmación de un documental sobre él y la vieja Habana, en los alrededores del edificio donde funcionaba el periódico, en el lugar donde estuvo el famoso café del mismo nombre, el Café El Mundo, centro de reunión de intelectuales y bohemios, cuando aquí había intelectuales y bohemios. Y periodismo. Y Cuba tenía el periódico más antiguo de la América Española, el Diario de la Marina, y diez o más periódicos, y revistas literarias como El Fígaro que duró cuarentipico de años, y no estábamos circunscritos los cubanos, como hoy, como ahora, al pasquín del Granma: cuatro hojas de panfleto que no llegan ni a periodiquillo de secundaria. En fin…
 El apartamento de José Zacarías Tallet es ruinoso y triste como toda la isla. ¡Qué! ¿No tiene esta revolución miseranda ni para pintarle la casa a un precursor? ¿Y nonagenario? ¿De dos o tres que se inventaron el único que queda? ¿Y ya para morir? ¿Se llevaron los gusanos y los marielitos hasta los tarros de pintura? ¡O qué! ¿No les dan suficiente limosna los rusos? ¡Con que esto es la revolución, nivelar por la miseria! Apuntalar los edificios que les dejó el capitalismo con estacas hasta que se caigan de viejos porque la revolución es incapaz de construir nada nuevo. Y a seguirse limpiando el hocico revolucionario con las servilletas raídas de los restaurantes y hoteles de Batista, mezcladas las de unos con las de los otros, todas patrimonio nacional. Es que la revolución apenas lleva quince años, veinte años, treinta años, y treinta años no son nada compañeros porque como dice una valla inmensa a la salida del aeropuerto habanero: «La Revolución es eterna».
 Pero en mi encuentro con Tallet no hablamos de estas cosas, evitamos el tema. Por obvio, por sabido, por padecido. La revolución dio el zarpazo y basta. El enfermito se murió. Además, ¿qué puede decir Tallet el precursor, sobre quien filman documentales? ¿Tallet que anduvo con Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena? ¿Que se casó incluso con la hermana de éste, Judith? Ese par de fanáticos lunáticos, por si usted no lo sabe (laguna inmensa), fundaron el partido comunista cubano a mediados de los veinte, en tiempos de Machado, cuando Barba Jacob andaba con ellos y con Tallet, y Machado, con mano firme y garrote duro, les daba palo. Inveterado huésped de hoteles y hoteluchos y pensiones y hospitales sin pagar, Barba Jacob se había instalado con su hijo Rafael en la «cueva roja», la vetusta casona de la ciudad colonial, en Empedrado y Tejadillo, donde en asocio de un contingente de obreros y verborreros e ilusos, y los venezolanos exiliados de Juan Vicente Gómez, Mella y Martínez Villena fraguaban la revolución: en un recinto en forma de zaguán, largo, estrecho, oscuro, en el abandono, iluminado a medias por candiles de petróleo de que ha hablado Barba Jacob, cubiertos sus altos muros por cuadros obscenos de hombres y mujeres y yeguas copulando de que me han hablado otros. Tallet no recuerda los cuadros, pero sí que solían pintar dos de los del grupo: José Manuel Acosta y Luis López Méndez, exiliado venezolano. Pues ellos, amigo Tallet, los pintaron. ¿Quién más? Y el retrato que usted tiene en la pared lo pintó Carlos Enríquez: me recuerda uno de Barba Jacob de ese pintor, que ilustró las Canciones y elegías. Pero si reconozco al pintor no sé a quién representa su retrato. «A mí –me contesta Tallet–. Carlos Enríquez me pintó, y al día siguiente a Barba Jacob, en casa de Alberto Riera». Así que el viejo que tengo ante mí es el hombre esbelto, de facciones nobles, de cabellos negros y vívidos ojos azules del retrato. La nobleza de las facciones queda pero la estatura se ha reducido, el cabello se ha tornado blanco y el azul de los ojos se ha apagado. Hoy Tallet tiene noventa años, y al compararlo con el que fue, por un fugaz instante siento que cuando yo salga la muerte va a entrar por la misma puerta. Mientras llega, mientras tanto, hablemos de Barba Jacob.
 Que se lo presentó Eduardo Avilés Ramírez, nicaragüense, en un café de la Plaza del Polvorín. ¿Avilés? ¿Otro Avilés? Le pregunto entonces por el Avilés que yo conozco, el mexicano, y no lo recuerda. Y me lo explicó: veinticinco años son muchos para el recuerdo cuando uno es viejo y ya va a morir. Pero no cincuenta: mientras más lejanos brillan mejor los recuerdos. Además, ¿cómo olvidar a Barba Jacob?
 Jefe de Redacción de la revista Chic y colaborador de El Heraldo «negro», como llamaban a su periódico, Eduardo Avilés había conocido a Barba Jacob en Centro América. Llamó por teléfono a Tallet y le dio la noticia: «Está aquí Arenales». ¡Claro, Arenales! Porque si Eduardo Avilés conoció al poeta en Centro América, y antes de 1922, al que conoció fue a Ricardo Arenales, no a Porfirio Barba Jacob, quien suplantó al otro en ese año. Ahora, en 1925, y después de años sin verse, Eduardo Avilés no podía saber de la substitución. Por eso la frase del recuerdo de Tallet, el «Está aquí Arenales», es la frase exacta, la que pronunció Avilés por el teléfono. En «Arenales» palpita la exactitud del recuerdo.
 Y es que al contrario de Eduardo Avilés, Tallet no conoció a Ricardo Arenales, que estuvo en Cuba en 1908 y 1915, sino a Porfirio Barba Jacob, su sucesor, el que volvió en 1925 con el nombre cambiado: exactamente el lunes veinte de julio en el Atlántida, un barco proveniente de Nueva Orleans que esperaban en La Habana desde el seis pero que llegó retrasado, según puede constatarse en las «Noticias del Puerto» de El País de esas fechas que anunciaron su arribo «con trece pasajeros y carga general». Entre esos pasajeros anónimos venían Barba Jacob y su hijo.
 Enfermo, y desde el hotel en que se alojó, un hotel «en la desembocadura de la calle que subía de la ciudad vieja hacia el nuevo palacio presidencial y la antigua Plaza del Ángel», el poeta mandó llamar a Alfonso Sánchez de Huelva, amigo de su anterior estadía en La Habana, quien en un artículo de periódico ha rememorado el reencuentro. Que subió a su cuarto y se abrazaron. Sin los descomunales bigotes de antes, escuálido, amarillento, los ojos desorbitados, Ricardo Arenales andaba descalzo sobre el azulejo. «Quiero que sepas –le dijo– que tengo un hijo, que vengo de lejanas tierras y que me llamo Porfirio Barba Jacob». Acto seguido le presentó a un mancebo de ojos humildes, al que empezó a reñir con voz autoritaria para demostrar que era su padre.
 Lo mismo ha debido de explicarle a Eduardo Avilés Ramírez, quien, me dice Tallet, no se acostumbraba al nuevo nombre, y seguía llamándolo Arenales por la fuerza de la costumbre. Tallet no sabe del hotel que menciona Sánchez de Huelva: recuerda que en el momento en que Avilés se lo presentó, en el café de la Plaza del Polvorín, Barba Jacob fumaba dos cigarros a la vez: uno blanco y otro negro.
 Si por Eduardo Avilés Barba Jacob conoció a Tallet, por Tallet conoció a Martínez Villena, y por Martínez Villena a Mella: Julio Antonio, un mocetón mulato, fornido, atlético. Donde dice en el diccionario «fanático» está su foto. Primero en tren, después en bote, después a nado, burlando la prohibición de Machado llegó subrepticiamente al Vorovsky, el primer barco ruso que anclaba en las costas cubanas, en la bahía de Cárdenas, a estrecharles la mano a los camaradas. Cuando en un cafetín cercano a la catedral Martínez Villena le presentó a Barba Jacob, Mella inopinadamente le preguntó a éste: «¿Es usted comunista?» «Pertenezco a la senectud de izquierda», le contestó Barba Jacob que no era de izquierda, ni de derecha, ni de arriba, ni de abajo, ni del centro, ni tan viejo: tenía cuarenta y dos años. La intempestiva pregunta de Mella lo retrata de un plumazo: fanático. Lo cual, en mi opinión, en la oposición está bien: pero no en el poder. Mella no llegó al poder (el sueño máximo de los de su especie) porque después de la huelga de hambre que le hizo a Machado, el tirano lo sacó de Cuba y lo mandó matar. El que sí llegó fue otro, décadas después, verborreico como Mella y déspota y asesino como Machado: un granuja de barba y voz chillona, con el fenotipo, tras la barba, del castrado. Entonces la pobre historia de Cuba, la isla bella, se partió en dos: antes de la revolución, después de la revolución. Así miden el tiempo allá, en la cárcel de esa isla. Treinta años han pasado con su lenta calma, y apagado el huracán la revolución sigue ahí, incólume, como mojón de término. Hoy a las costas cubanas llegan los barcos rusos y se van, con el capricho de la brisa. Allá ellos. Aquí el tiempo se mide muy distinto porque aquí las cosas son distintas, valen distinto. Se mide así: antes de Barba Jacob, después de Barba Jacob.
 Mella y Martínez Villena no alcanzaron a ver su sueño realizado, hecho desastre: murieron antes. Otros que andaban con ellos, y con Barba Jacob, sí alcanzaron: lo vieron y lo hicieron: Raúl Roa, canciller sempiterno de las barbas del tirano; Alejo Carpentier, su embajador en Francia; y Juan Marinello, su ministro de no sé qué, redactor de la constitución de la Cuba socialista (también tienen), y miembro hasta su muerte del Comité Central del Partido Comunista cubano, que presidía cuando ascendió al poder el tirano.
 Del hotel de la calle en pendiente y nombre olvidado Barba Jacob se mudó con su hijo Rafael a la «cueva roja». Él mismo, en unos artículos de periódico, la ha recordado, y las acaloradas discusiones que entre botellas de ginebra y ron Bacardí se suscitaban con los camaradas. Una en especial, una noche, a las dos de la madrugada, cuando se discutía si la Universidad Popular (la tercera de su vida, humo como las anteriores y de marihuana) debía expedir títulos o no. «Es que usted –le decía un camarada iracundo, blandiendo un alón de gallina en la mano convulsa– usted procede como un burócrata, igual que si estuviera organizando la enseñanza para ganar sueldo, y no para llevar al pueblo a la revolución». «Pero, ¿qué es lo que hacemos aquí, señores? –argüía Barba Jacob y hacía vacilar las botellas vacías con sus ademanes–. ¿Pretendemos inculcar cultura revolucionaria en las masas a fin de hacerlas aptas para un movimiento futuro, o estamos organizando una barricada para combatir en las calles dentro de unas horas? Si de esto último se trata…» Julio Antonio intervenía entonces, se levantaba de la mesa cubierta de botellas y exponía su teoría sobre lo que debía ser la táctica revolucionaria en América y particularmente en Cuba. Lo de siempre, lo que ya sabemos, la verborrea del marxismo-leninismo en que años después el granuja barbudo enredó a su patria. Que el capitalismo, que el imperialismo, que la burguesía, que la plusvalía… Que el matrimonio entre estudiantes y obreros… ¿Qué hacía Barba Jacob ahí, el antiguo soldado conservador, el ex maestro de escuela, el poeta, el invertido, el corrompido, el marihuano, entre estos neologismos humanos de América, hablando en jerga? Se había instalado a vivir, simplemente, con Rafael, en un cuartito al lado del zaguán oscuro mientras afuera, en las noches mecidas por palmeras, ardía en fiesta el país del choteo. Y en un viejo fogón apagado desde hacía años y ahora rehabilitado (como jerarca ruso caído en desgracia y vuelto a desempolvar), encendía los cigarros de marihuana. Este hombre de quien el doctor Aldereguía (otro de la «cueva roja») diagnosticaba que «tenía enfermos casi todos los órganos del cuerpo», se tomaba, según Tallet, un litro de coñac y se fumaba dieciséis cigarros de marihuana «como si nada». Vívidamente recuerda Tallet el trayecto alucinado desde la calle de Empedrado y por la calle del Obispo hasta la casa de su novia el día en que Barba Jacob le dio a probar uno de sus endemoniados cigarros. A los apasionados camaradas se les debía de confundir la dialéctica marxista en la cabeza con el humo anárquico de la marihuana del poeta…
 Heredero de aquellas discusiones idealistas de la «cueva roja» fue el movimiento que el primer día de 1959 llevó al poder al bribón de barba. La inmensa cárcel de desesperanza y tiranía que hoy es Cuba se gestaba treinta y tres años antes en ese recinto largo, estrecho, en forma de zaguán oscuro, donde unos muchachos ilusos jugaban, con un poeta cínico, a la revolución.
 De la «cueva roja» los nuevos apóstoles se fueron a los sindicatos, de los sindicatos a los barrios, de los barrios a los pueblos a predicar el nuevo evangelio. ¡Que el proletariado! ¡Que la revolución! ¡Que la reacción! ¡La concientización! ¡Los medios de producción! Los nombres mágicos, sagrados del marxismo-leninismo, nunca antes oídos en la pobre isla despreocupada y castiza, caían como pedradas de Marte sobre el anonadado auditorio.
 La reacción de Machado no se hizo esperar: una persecución implacable se desató contra los revoltosos introductores de cizaña y neologismos y la «cueva roja» se dispersó. Y Barba Jacob y Rafael se fueron al diablo volviendo a lo de antes, al recorrido sempiterno de hoteles y hoteluchos y pensiones sin pagar. Caminando por las inmediaciones de la Plaza del Polvorín vieron uno, de muchos pisos, elegantísimos, el Hotel Mi Chalet (antiguo Hotel Mac Alpin), y les gustó. Les estaban enseñando un apartamentito de los pisos altos con espléndida vista al mar cuando se presentó el propietario, un viejo coronel negro de la guerra de independencia que había luchado al lado de Maceo. Advirtiendo el acento extranjero de Barba Jacob entabló conversación con él, y al enterarse de que era colombiano le preguntó por el nombre de un poeta de Colombia que había compuesto unos versos que decían: «Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves briznas al viento y al azar…» Una sobrina suya, que era declamadora y vivía en París, los había traducido al francés. «Ese poeta es Porfirio Barba Jacob y soy yo», respondió Barba Jacob presentándose. El coronel le manifestó que para él era un honor hospedarlo en su hotel, y como Barba Jacob le contestara que carecía de todo dinero para pagarle, replicó: «¡Pero si nadie está hablando de dinero!». Y no sólo les hospedó gratuitamente sino que les asignó una pensión a cambio de que Barba Jacob fuera a su cuarto los sábados a recitarle poemas. Con whisky y marihuana lo esperaba el primer sábado el bondadoso coronel negro a quien Barba Jacob llamó «el mirlo blanco». Su nombre debió haber sido José Galves o José Morales.
 Entonces Barba Jacob y Rafael vivieron uno de los períodos más felices de su miserable existencia. De pantalón blanco y saco negro se veía al poeta en los cafetines portuarios, en especial el Café El Mundo donde tenía cuenta Tallet. «Joven –entraba diciéndoles a los mozos, pregúntenos qué vamos a tomar». Joven, con ese vocativo tan usual en México para llamar con delicado trato a jóvenes y viejos por igual… A Rafael le hablaba de «usted», para extrañeza de los amigos cubanos y mexicanos, y a Martínez Villena lo llamaba «príncipe», tratamiento afectuoso que aún hace unos años subsistía en Colombia. Y al marcharse del café, invariablemente sin pagar, gritaba al aire: «¡Apúntenselo a Tallet!» Allí, en ese café que ya no existe más que en el recuerdo de unos viejos, círculos de asombrados oyentes le oyeron referir sus historias, truculentas, fantasiosas, desvergonzadas historias de un pasado que engrandecía su memoria. Remontándose «por los cauces del tiempo», iba del marinero de ojos verdes que había raptado en un buque del Pacífico, a ese remoto viaje de su niñez a Sopetrán, a cuyo regreso florecieron en la casa de la abuela las astromelias. Le oían Tallet, Marinello, Serpa, Mañach, José Manuel Acosta, Eduardo Avilés Ramírez, Alfonso Camín, Andrés Eloy Blanco… Por las fechas en que Barba Jacob se marchó al Perú Eduardo Avilés se fue a Francia y nunca más se volvieron a ver. A Tallet, me dice éste, Avilés le siguió escribiendo por años, hasta que dejó de hacerlo «pensando que tal vez me hubiera muerto». Se hizo en Francia un hombre muy rico. En junio de 1976, cincuenta años exactos después de que se fue de Cuba, envió desde París a El Nacional, un periódico de Caracas, su crónica «Las plumas del pavo real», rememorando a Barba Jacob y su palabra encantada. Fue el primer periódico venezolano que leí: lo abrí por la página del artículo. Creo que fui a Venezuela sólo al encuentro de ese periódico. Anotaba en su crónica Avilés que en ciertos salones ya no se recibía al poeta porque, aun sentado modestamente en un rincón, terminaba por convertirse en centro de un grupo de atentos e intrigados oyentes, que crecía y crecía para desesperación del dueño de la casa quien veía, celoso pero impotente, cómo aquel señor desconocido, llevado sin duda por un amigo sin haberle pedido permiso, se robaba la fiesta. Se diría «un imán» que se cubría con veinte o treinta personas como si fueran moneditas de plata, incapaces de despegársele. Pero la improvisación verbal, reflexionaba Avilés, no puede separarse del gesto, de la actitud física, del timbre de la voz, del brillo de los ojos, del ademán. Menos iluso que Manuel José Jaramillo, ese amigo colombiano de Barba Jacob que intentó recuperar en un libro sus palabras, Avilés sabía que cuanto dijo el poeta se había apagado definitivamente en el olvido como los fuegos de artificio en la noche de la fiesta. Que llevaba el cielo y el infierno en la lengua le decía Avilés, y Barba Jacob se reía.
 No conocí a Eduardo Avilés, ni conocí a Marinello, ni a José Manuel Acosta, ni a Mañach, ni a Serpa, ni a Andrés Eloy Blanco. A Alfonso Camín sí, en España, en el teatro de Oviedo: de pie, en el palco contiguo al mío en el momento en que el público ovacionaba a los reyes. Escueto, casi incorpóreo, de unos cien años y una palidez espectral, como un fantasma lejano ni oía ni veía. Una cancerbera gorda, de medio siglo menos y cien kilos más le acompañaba: su mujer: la cuarta o quinta o sexta mujer. Hablándole a gritos por sobre los aplausos le dije a través de la susodicha que venía de México, que escribía un libro sobre Barba Jacob, que conocía a algunos de sus amigos de Excélsior, que quería entrevistarlo. La cancerbera gorda le repetía al oído mis palabras que resonaban en su cerebro vacío. Cuando oyó «Excélsior» la perra dijo tajantemente «No». Fue un «no» rotundo, como el golpe seco de la reja de una cárcel al cerrarse, y lo aisló de mí. Fui al día siguiente a su casa del pueblito de Porceyo a buscarlo y abrió la condenada y acompañó el nuevo «¡No!» inmenso con un portazo.
 Algo después murió Alfonso Camín sin que pudiera volver a verlo, sin que le preguntara por Barba Jacob. Pero de lo que hubiera podido contarme de Barba Jacob no me privó su mujer ni me privó su muerte: me privó su olvido. Me dicen que ya don Alfonso se había liberado del fardo de la memoria. En cuanto al horror de la palabra «Excélsior» se debía a que en ese periódico mexicano trabajaba su hijo, «al que no quería volver a ver. Nunca más». Puedo jurar aquí que de ese rencor don Alfonso también se había liberado, porque si los fantasmas ya no tienen recuerdos, ¿de dónde van a sacar rencores? El rencor no se alimenta del olvido. Con el poeta asturiano Alfonso Camín Barba Jacob coincidió no sólo en Cuba sino en México. Dos veces me los vuelvo a encontrar juntos en México, dos comprobadas: en una fiesta, en las Memorias de Leonardo Shafick Kaím; y en un entierro: el de Barba Jacob. Allí estaba don Alfonso, en el Panteón Español, la tarde luminosa y fría del miércoles catorce de enero, entre el reducido grupo de los que fueron a decirle su adiós y echarle las paletadas de tierra del olvido.
 Pero volvamos a Cuba, a Tallet. Que Mañach, me dice, se fue al exilio «al triunfo de la revolución» y murió en San Juan de Puerto Rico. Que también se fue Enrique Labrador Ruiz, y no hace mucho, a España, a morir en la añoranza: arrastrado por su mujer que no se aguantaba más a los «Comités de Defensa de la Revolución» espiándola. Y no me pregunten de quién defienden a la pobrecita, edificio por edificio y cuadra por cuadra. Del pueblo imbécil será, que los subió.
 Fue Enrique Labrador Ruiz de los amigos de Barba Jacob en su última estadía en la isla, la cuarta, la del año treinta, cuando todo el mundo en Cuba lo daba por muerto y de improviso apareció. Al anochecer del día mismo de su regreso se presentó en casa de Tallet, que se estaba bañando. Tocó el picaporte y Tallet salió a abrir, mirándolo con ojos aterrados: a raíz de su enfermedad en Colombia y un cable de la United Press («No vive por unos días»), la prensa cubana había dado la noticia de su muerte anticipándola en once años… Venía sonriente, contando las últimas historias, las de su regreso a Colombia, hablando de su hermana «Mercedes Karamázov», que para curarse en salud «le prendía una vela a Dios y otra al Diablo», y les rezaba a los santos para que le ayudaran a robarle a su marido. Y el encuentro desgarrador con Teresa, la novia de juventud, al cabo de una ausencia de veinte años. Que la encontró desdentada. Que los dejaron solos en un cuarto y se echaron a llorar. Que encontró a Colombia asolada por una plaga de poetas…
 En esta estadía es cuando coincidió con García Lorca y Carlos Enríquez le pintó el retrato. La revista 1930 (que pensaba cambiar de nombre con el año en curso pero que de ése no pasó) ofreció en el Hotel Bristol una cena de bienvenida y de despedida: de bienvenida para el pintor cubano Carlos Enríquez que volvía de Nueva York; y de despedida para el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, el musicólogo español Adolfo Salazar y el poeta granadino Federico García Lorca, que se marchaban de Cuba. La cena la ofreció Mañach y de ella informó la Revista de Avance en breve nota que registró a los asistentes, una veintena, entre quienes figuran Tallet y Barba Jacob. No figura sin embargo Raúl Roa que años después (muchos) escribió un largo artículo recordándola. Que García Lorca recitó sus más populares poemas «en los postres», y que entonces alguien le pidió a Barba Jacob que dijera sus versos. Deslumbrador, transfigurado, Barba Jacob dijo poema tras poema, tal una «centelleante cascada de piedras preciosas». Sobre la salva de aplausos aún flotaban, como un maleficio, las estrofas de la «Canción de la noche diamantina»… Según Tallet Barba Jacob recitó la «Elegía de Sayula». Concluida la cena y cuando todo el mundo se marchó, Barba Jacob y García Lorca se quedaron solos y se fueron al malecón. Al día siguiente, hablándole de Federico y del final de la noche, Barba Jacob le decía a Tallet: «Hacia el amanecer me entregó su alma». Ésa es la noche del marinero, la de la historia del marinero que Barba Jacob les contó a tantos en México: a René Avilés, a Marco Antonio Millán, a Fedro Guillén, a Alfredo Kawage, quienes a mí me la han repetido. Pero no era un marinero sino dos, según Tallet, y al no atreverse Federico a irse con ninguno, Barba Jacob se había tenido que ir con ambos. De lo cual concluía: «Nadie sabe para quién trabaja». El día de ese amanecer García Lorca se marchó de Cuba: hacia Argentina, hacia España, hacia la muerte.
 Se habían conocido los dos poetas en el despacho de Marinello, que estaba en una vieja calle del centro. Ahí se reunían los redactores de 1930 y sus amigos una vez por semana para preparar el nuevo número. Una mañana Marinello llamó por teléfono a Luis Cardoza y Aragón y le avisó que la reunión de la tarde sería grandemente interesante porque asistirían Federico García Lorca y Porfirio Barba Jacob, quien llevaba unos cuantos días en La Habana. Cuando Cardoza y Aragón llegó a la oficina ya estaban allí Barba Jacob y García Lorca charlando con Mañach, Francisco Ichazo y alguien más. Entonces Cardoza y Aragón conoció al poeta colombiano: «Federico, como siempre, centralizó la conversación. Nos hizo reír y nos encantó con su donaire y su talento. Barba Jacob callaba, seguro de que su silencio tenía más valor en aquella conversación. De vez en cuando, con su voz más lenta y ceremoniosa, después de sorber profundamente su cigarrillo nunca apagado, abandonaba palabras cáusticas, cínicas o amargas». Lo anterior lo ha escrito Luis Cardoza y Aragón en un artículo de 1940 en los Cuadernos Americanos. En otro artículo, de 1979, para el diario mexicano Uno más Uno ha referido la continuación: «Cuando él, García Lorca y Barba Jacob salieron del despacho de Marinello se fueron a una cervecería. El calor era intenso y Cardoza y Aragón llevaba un parche en el ojo porque al despertar se había puesto una gota de yodo en vez de colirio y le lastimaba la luz habanera. De pie, en el mostrador, pidieron tres grandes vasos de cerveza. Un mocetón gallego les atendió: de camisa de manga corta abierta, descubriendo el pecho piloso. Cuando su brazo desnudo se puso al alcance de Barba Jacob al servirle, éste, sin poderse contener, lo mordió. El mocetón apenas si se apoyó en el mostrador y se lanzó hacia ellos. Y en tanto Cardoza y Aragón le decía: “Me los llevo en el acto, me los llevo” y trataba de contenerlo, el mocetón les gritaba enfurecido: “¡Fuera de aquí partida de maricones!”»
 Claro que lo anterior no lo podía escribir Cardoza y Aragón en 1940, vivo Barba Jacob y muerto hacía poco García Lorca. En 1979, casi cuatro décadas después, muerto Barba Jacob también y en un mundo menos hipócrita, ya la cosa era otra cosa. ¿Pero a quién le importaba entonces la historia de la cervecería? A mí. Para mí la escribió Cardoza y Aragón sin saberlo. Es la recompensa de esperar uno cuarenta años en el polvo de las hemerotecas desenterrando periódicos viejos, hasta que por fin, en el del día, los viejos acaban por decir lo que han callado. Salieron los tres de la cervecería y en la puerta se despidieron. Barba Jacob se fue con Federico y Cardoza y Aragón por su lado. «Quién sabe qué incidentes vivieron después», escribe. Los incidentes son los ya dichos, los de la noche del marinero o los marineros.
 Según Cardoza y Aragón los dos poetas no simpatizaron. Pero Enrique Labrador Ruiz, amigo de ambos, sostiene lo contrario: que Federico tuvo en grande estima a Barba Jacob, de quien solía decir que era «el mejor loco del mundo» y «el primer lírico del primer cuarto de siglo americano». La verdad es que «solía» requiere cierto tiempo, mayor acaso que los efímeros días de fines del mes de mayo en que los dos poetas coincidieron, o mejor dicho, las efímeras noches del mes de mayo, noches de ron y de guitarras.
 Debo advertir ahora, llegados a este punto, que el noventa por ciento de los que en este libro se mencionan son poetas: Juan de Alba, Edmundo Báez, Alfonso Camín, Arévalo Martínez, Martínez Villena, Nandino, Riera, Serpa, Tallet, Avilés, Marinello, Andrés Eloy Blanco… Y el noventa por ciento de ese noventa por ciento son borrachos. De vez en cuando, pasajeros, fugaces, cruzan por estas páginas (que con dificultad no salen rimadas), uno que otro jugador de dado, un chulo, un golfo, un albañil. Para evitar confusiones entonces, el alto nombre de poeta lo voy a reservar para Barba Jacob: los demás son verseros.
 Mañach lo presentó. Era la noche del viernes quince de enero de 1926 y el salón de actos del Conservatorio Falcón estaba colmado. Apareció de frac, y ante el reverente silencio de la sala empezó su recital hablando de los maravillosos fenómenos que le había sido dado presenciar en el palacio episcopal de México, su «Palacio de la Nunciatura», donde había vislumbrado la clave de su poesía, a las puertas del misterio. Después, introduciéndolos por una exégesis preliminar, fue recitando sus poemas: la «Canción de la vida profunda», el más famoso, que había compuesto justamente allí en La Habana: en el kiosko del malecón donde desemboca el Paseo del Prado, frente al mar. Y la «Nueva canción de la vida profunda» que compuso en Texas, el comienzo de «Acuarimántima» que compuso en Monterrey, la «Balada de la loca alegría» que compuso en México, la «Canción de un azul imposible» que compuso en Guadalajara, «La infanta de las maravillas» que compuso en Guatemala, y «El son del viento» en fin, que compuso en ese «Palacio de la Nunciatura», su palacio alucinado. La extensa reseña del acto, a tres columnas, de El País, finaliza diciendo que tras el recital un grupo de amigos le obsequió al poeta una copa de champaña en el bohemio Café Martí, y que la celebración terminó con el alba. Lo de siempre, todos los recitales de Barba Jacob son así: alguien lo presenta y él se presenta borracho o marihuano, con un frac alquilado, y habla de cosas muy distintas de las que decía que iba a hablar y luego, con una breve explicación de dónde y cómo los compuso, entre dichos y declamados va recitando sus poemas, con esa voz profunda suya de resonancias inefables, las manos largas, descarnadas marcándoles rumbo a las palabras. Tras el recital una gran borrachera, y otras en los días sucesivos en las que se gasta lo que le han pagado. Así fue antes, en los recitales que dio años atrás en el Salón Espadero de la misma Habana, en el Teatro Colón de Guatemala o en el Teatro Manuel Bonilla de Tegucigalpa. Y así fue después, en los numerosos recitales que habría de dar luego, andando él y andando el Tiempo y sus desgracias: en Lima, en Guayaquil, en Manizales, en Armenia, en Ibagué, en Medellín, en Yarumal, en Sonsón, en Caldas, en Rionegro, en Barranquilla, en Bucaramanga, en Bogotá, en Panamá y de nuevo en La Habana. Y los últimos, en fin, lamentables, en las ciudades y poblachos de México acercándose por sus terregales a la muerte, cuando el mundo había cambiado y ya no era tiempo de poetas.
 Tres días después del recital del Conservatorio Falcón dio otro: en el Club Universitario presentado por Marinello. Y otro tres días después en el periódico El País, presentado por su director, Manuel Aznar: las escaleras, los corredores y el pequeño salón de actos del edificio atiborrados por la numerosa concurrencia que se agolpaba obstruyendo las entradas. Queda una fotografía del acto publicada en El País del día siguiente, en que aparece Barba Jacob de traje negro impecable, con pañuelo blanco en el bolsillo del saco, y de pie, al centro de una larga mesa de asistentes sentados: los ministros de España y Colombia, el director de El Fígaro don Ramón Catalá, Marinello, Martínez Villena, Mañach, Serpa, Juan Antiga, el violinista Falcón… La reseña, del sábado veintitrés, menciona otros asistentes: la hermana de Martínez Villena, Judith; Tallet, José Antonio Fernández de Castro, Alejo Carpentier, José Manuel Acosta, y los redactores, administradores y reporteros del diario. Uno de esos reporteros tomó la foto, la única de una presentación de Barba Jacob que se conozca: entre quienes le rodean sentados a la mesa hay un personaje no identificado, en el extremo izquierdo, idéntico al poeta. Idéntico a tal grado que no se puede saber si Barba Jacob es quien habla, de pie, en el centro, o quien escucha, en el extremo izquierdo, sentado.
 Andaba entonces con el cuento de irse a España, anunciándolo en cartas, allá y a México. Que se iba en el vapor de la Trasatlántica que partía el tres de enero. Que le escribieran a Madrid, a la Legación mexicana. Que lo encomendaran a los dioses. ¡Qué se iba a ir! Puro cuento, puro sueño. Llegó el tres de enero y el vapor y se fueron y él se quedó. Dio los recitales para pagar el viaje y se gastó el dinero. Y cuando por fin, tras un cable providencial, el primero de abril se fue de Cuba, no se fue a Europa: se fue al Perú, en segunda clase, en el Essequibo. Se marchó debiéndole quinientos pesos al dueño del Hotel Crisol, al que le firmó cien pagarés de a cinco pesos, «para írselos pagando desde el extranjero». A su regreso a Cuba en el año treinta Tallet le preguntó por el dueño del Crisol y los pagarés, si se los había pagado, y Barba Jacob respondió: «No. Debe de haberlos vendido como autógrafos».
 A ese Hotel Crisol (de las calles de Neptuno y Libertad) fue a dar con Rafael después de una casa de huéspedes y del Hotel Mi Chalet, de donde los corrieron a la muerte del bondadoso coronel negro Galves o Morales, a quien, de inoportuno, le dio por enfermarse y morirse, dando al traste con la efímera bonanza de sus despreocupados huéspedes. Los herederos, los nuevos dueños, pasito a paso en un mes los corrieron: no reponiéndoles las toallas sucias, las sábanas, las fundas de almohada… Entonces se pasaron a la casa de huéspedes (en la calle de Compostela) siguiendo a Tallet que allí se había mudado no hacía mucho: cuando en plena cacería de comunistas lo despidieron de su empleo de cajero auxiliar del Presidio Nacional. A ése, y de huéspedes, por poco van a dar el día en que Tallet, Barba Jacob y Avilés, sin un centavo, fueron a darle un sablazo al doctor Antiga, y en las inmediaciones de su casa un policía se acercó a detenerlos tomándolos por ladrones.
 En el Hotel Crisol había vuelto a coincidir con Julio Antonio Mella: allí trasladaron al muchacho, las ruinas del muchacho, tras su huelga de hambre que doblegó a Machado. Las cosas, sucintamente, ocurrieron así: A fines de noviembre explotaron unos petardos en el Teatro Payret y en los portales del Prado cerca del Diario de la Marina, y la policía de Machado encarceló a Mella y a unos líderes obreros acusándolos de sedición y de violar la ley de explosivos. El cinco de diciembre y desde su celda de la cárcel Mella se declaró en huelga de hambre en protesta por su detención que juzgaba injusta. Dieciocho días después, ante la presión popular, Machado se vio forzado a ponerlo en libertad, cuando el joven ya estaba a un paso de la muerte. Entonces el doctor Aldereguía, que lo atendía, y sus amigos lo llevaron al Hotel Crisol. Queda una «Carta abierta contra el encarcelamiento de Mella» publicada el trece en El Día, y dirigida a Machado por una veintena de periodistas y escritores que encabezaba el eximio Enrique José Varona, y entre los que figuraban Barba Jacob y sus amigos Juan Marinello, Juan Antiga, José Tallet, Enrique Serpa, Eduardo Avilés, José Fernández de Castro, Rubén Martínez Villena, José Manuel Acosta y Gustavo Aldereguía. La carta, que encolerizó al mandatario, terminaba diciendo que en caso de morir el joven los abajo firmantes dejaban al menos el testimonio de su protesta para salvar la dignidad de Cuba. La huelga de hambre de Mella fue el gran momento de su vida y el tema central, dramático, de las páginas que en su memoria escribió Barba Jacob en el Excélsior de México. Convertido décadas después en héroe nacional por la revolución castrista, Mella ha sido motivo de una película, varios libros e infinidad de artículos, ensayos y discursos. Nada tan magistral, sin embargo, como lo que sobre él escribió Barba Jacob, que no se conoce en Cuba.
 Eduardo Avilés era Jefe de Redacción de la revista Chic y escribía en El Heraldo; José Antonio Fernández de Castro en el Diario de la Marina y la Revista de La Habana; Marinello en la Revista de Avance; Miguel Baguer y Mañach en El País; Tallet en El Mundo; don Ramón Catalá dirigía El Fígaro… Los amigos de Barba Jacob… Pero estoy mezclando las estancias del año veinticinco y la del treinta y los periódicos. He tenido acceso a esos periódicos por obra y gracia y trampa del empeño.
 En mi primer viaje a La Habana, cuando fui a la Biblioteca Nacional y solicité una lista de publicaciones del año ocho, del quince, del veinticinco, del veintiséis, del treinta, donde sabía o sospechaba que había cosas de Barba Jacob, me contestaron: «No se puede. Hay que sacar permiso del Ministerio de Cultura. Son de antes de la Revolución». En el planeta de los simios todo es «No». Tienen el «No» en la boca, la palabrita más socorrida. Y todo lo arregla ese «No» con su cerrazón monosilábica. Es el «No» de la muerte que también lo arregla todo. No pedí el permiso del Ministerio de Cultura porque para el permiso necesitaba una foto, y para la foto, diez días de cola, cinco más de los que me concedieron, compañeros, y me fui. Diez años después volví y volví a la Biblioteca, y con esta convicción mía que no me falta afirmé: "Estoy escribiendo la historia de Julio Antonio Mella y de la Revolución eterna. Necesito tales y tales publicaciones, compañera. Y el "No" obstinado, inmenso, insalvable, como globo pinchado por alfiler se desinfló en el aire y se convirtió en un "Sí". Pero no un "Sí" pronunciado: un breve gesto de asentimiento con la cabeza. Al "Sí" seco le tienen terror. 

 Fragmentos de Barba Jacob El mensajero, Bogotá, Planeta, 1991. El título de la entrada no pertenece al libro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario