Berlín está de luto. Las nuevas banderas de la
República, a media asta, apenas tremolando, caídas cual sauces llorones, ondean
tristemente en el aire movidas por los débiles soplos de una fría brisa otoñal,
y de los balcones penden negros tapices, símbolos de dolor. Es un miércoles,
día de trabajo, sin embargo todo respira calma, el sosiego de las grandes
penas. El corazón de la capital prusiana late acongojado. El bullicio de los
días de la revolución ha desaparecido de las calles, hasta en los rostros
juveniles no se dibuja la sonrisa, todas las caras llevan el sello de la
gravedad o el de la tristeza.
Van a enterrar las víctimas de la revolución,
los que murieron por la libertad, palabra poco antes extraña al sentir alemán y
hoy en todos los labios y en todos los oídos.
Desde hora temprana el Unter den Linden está
lleno de personas, los balcones de las
residencias repletos, y hasta en las
ramas de los tilos pelados por el invierno, jóvenes ágiles esperan en silencio el fúnebre cortejo.
Nosotros, de regreso en el hotel Adlon, también queremos presenciar el acto.
En lontananza repercute solemne música
fúnebre. Por la puerta de Brandeburgo empiezan a pasar las delegaciones. A su
cabeza el gobierno provisional, los comisarios del pueblo enfundados en largas
levitas negras, las testas socialistas cubiertas de descomunales sombreros de
copa. Le siguen bandas de música; soldados sin escarapelas, oficiales sin
insignias, y comisiones obreras.
Cientos de fuertes voces, el coro de la
Sociedad de Cantores obreros, rompen el silencio. La melodía "Yo tuve un
compañero” llena el espacio. De mil gargantas sale espontáneo, con sentimiento y tristeza, la estrofa
"nunca uno mejor encontrarás”, mientras que de los ojos de más de una
mujer, herida en el fondo de su alma, brotan las lágrimas al pensar que el bien
amado muerto en la guerra yace bajo un montón de tierra extraña, marcado por una
tosca cruz.
Lento y grave el cortejo sigue. Fornidos
obreros llevando en las callosas manos los estandartes de la revolución, o los cartelones
de las federaciones de fábricas, marchan con las obreras enflaquecidas por las privaciones
de la guerra y las rudas labores en los talleres de municiones o explosivo.
Luego pasan soldados y marinos.
Las cabezas se descubren respetuosas...
Tirados por caballos de labor, por robustos percherones, aparecen tres rudos carros
de carga, sobre los cuales están los negros sarcófagos adornados con paños
rojos y cubiertos de flores. Una doble fila de soldados y trabajadores a cada lado
forman la escolta de honor.
Son las víctimas de la revolución. Ocho seres
que murieron en las luchas callejeras. Cinco trabajadores, un soldado, un marinero
y una obrerita, que sucumbieron por la libertad. ¿Fueron luchadores por la causa, mártires del
movimiento triunfal? ¿Fue la infeliz Charlotte Nagel digna émula de su heroica
tocaya, la brava Corday? ¿Quién lo sabe? A la pobre alemancita la recogieron del
pavimento con el níveo pecho destrozado, veteado por la sangre. Con el fusil en
las manos crispadas por la muerte encontraron al soldado y al marino junto al
Palacio, y al igual que los obreros exhalaron su último aliento llevándose a
ultratumba el secreto de su holocausto. Muertos de balas errantes o por la
segura puntería de oficiales monárquicos, eran las víctimas de la revolución.
Esos ocho desventurados seres sacrificados por la bandera negra, roja y gualda
de 1848, más que los ideales del socialismo encarnaban los sufrimientos del
pueblo alemán, víctima de la criminal soberbia y de la voluntad despótica de un
soberano indigno de una nación abnegada y patriota.
Por mi mente cruza contrastando con este acto
de sinceridad y sencillez imponente, la fastuosa y multicolor escena de
hipocresía estudiada, odios disimulados por sonrisas huecas y palabras banales,
de las fiestas del vigésimo-quinto aniversario de la coronación del Kaiser, a las
que se unieron la boda de su hija con el príncipe de Brunswick. Veo cómo
entonces los orgullosos coraceros de la guardia, bajo sus albos uniformes de
impecable nitidez, los mejores regimientos de Potsdam con guerrera azul y
pantalón negro, el blanco penacho de gala sobre el casco, marchando con precisión
asombrosa, como si un enorme tiralíneas fantástico trazara las líneas humanas de
soldados convertidos en máquinas. En carrozas lujosas pasan el Kaiser, el zar
de Rusia y otros potentados y nobles, mientras zepelines y aeroplanos surcan el
aire.
¡Qué distinto a este otro cortejo, al homenaje
de los hombres forjados por el sufrimiento y el trabajo, al tributo sincero de
dolor del pueblo a las humildes víctimas de la revolución, a ocho seres
anónimos para la conciencia nacional de su país, hasta la alborada redentora
del 9 de Noviembre!
Los carros con los modestos ataúdes, pasan
ante el hotel. Todo el mundo se descubre. Sólo en un balcón del cuarto piso un
hombre, por irreverencia, un aristócrata de pergaminos pero no de corazón, deja
de rendir el tradicional homenaje a los muertos. De la muchedumbre se levanta
una mano larga, huesuda por la miseria, a la par que un dedo roído por el
trabajo apunta trémulo al balcón, una voz nerviosa e indignada grita: "Ahí
hay un canalla, que no honra nuestros muertos”.
Y todos los ojos de aquel pueblo manso, hasta
esos momentos llenos de pesar, brillan de cólera y de odio. El hombre sigue con
el sombrero puesto. Un revólver reluce en la mano de un marino, quien con el
dedo sobre el gatillo exclama con voz ronca por la furia: —"Cochino, si no
respetas los cadáveres de los nuestros, te mato como un perro”. El ruin
aristócrata se descubre; la calma retorna y el cortejo sigue, silente, su
camino.
Un destacamento de marinos, de velludo pecho,
curtido por el sol y los salobres aires del mar, forma la escoba de honor de
las víctimas. De cuatro en fondo, los muchachos de Kiel, los verdaderos héroes
de la revolución, rinden postrer tributo a los que cayeron por la causa que
ellos, por su audacia, hicieron triunfar.
Pasan más delegaciones obreras; los
trabajadores de las fábricas de Borsig, Siemens y mil compañías más, y los representantes
de los gobiernos socialistas de los demás Estados alemanes, libres ya de la
bota de los reyes y los príncipes. Cuatro horas largas dura la magna
manifestación de duelo.
Mientras las campanas de la catedral tañen
gravemente, la guardia roja dispara una salva ante el Palacio, en honor de los
muertos.
En el campo de parada, Tempelhofer, donde en
los aniversarios de la batalla de Sedán el Emperador revistara sus tropas que
marchaban con el forzado paso de ganso, la joven república ha levantado un simbólico
altar, un inmenso bloque escarlata sobre pedestal negro. Colocados los ocho
féretros sobre ese túmulo, varios socialistas en discursos de sincera elocuencia,
juran sostener la república por la cual murieran esas ocho víctimas. Habla el
comisario del pueblo, Haase, y al recordar las luchas de 1848, el calvario del
proletariado bajo la férrea férula del Kaiser, la emoción ahogando su voz no lo
deja terminar.
En Friedrichshain, en el cementerio de los mártires
de la frustrada sublevación de 1848, se entierran los muertos de la revolución
victoriosa. En medio de gran silencio, al lado de los compañeros que setenta años
atrás encendieron la antorcha de la libertad, apagada de un manotazo prusiano,
los ocho ataúdes caen en la fosa recién cavada.
El comisario Barth habla sobre el sepulcro de
las víctimas, y con cólera acusa a los monárquicos de haberlos asesinado
cobardemente.
Liebknecht le sigue, y cuando ha terminado,
las lágrimas corren por los curtidos rostros de los hombres y las suaves mejillas
de las mujeres, mientras los sarcófagos desaparecen para siempre bajo las
paletadas de tierra y las montañas de flores, y los marinos dejan sonar la
última salva de despedida eterna.
En aquella tarde brumosa, la nación alemana
adolorida, más que rendir un último tributo a aquellas infelices víctimas
glorificadas, se despedía para siempre de sus doctrinas del pasado, y de sus
ideas de otros tiempos. Enterraba en la fosa del olvido, en la negra cueva de
las desilusiones, más honda que el hoyo abierto en la tierra para sus muertos
por la libertad, la tristeza infinita de una horrenda decepción. Empuñaron las
armas creyendo defender una bandera atropellada; habían mantenido con
estoicismo espartano durante cuatro largos años la cruenta lucha desigual y
ahora la venda arrancada de los ojos, el estigma de haber sido parías en su
propia patria, esclavos sumisos de unos cuantos señores, aparecía ante ellos
con intensa claridad, con el dolor de ver las coronas de sus dorados ídolos, su
Emperador y sus reyes, caídos en el fango en los momentos de las supremas
decisiones.
Pero aquella tarde gris y fría, el pueblo
alemán, la cabeza en alto, libre de sus cadenas opresoras, marchaba de nuevo, firme
y resueltamente hacia el nimbo de mejores tiempos, hacia la conquista merecida
de una vida más digna.
Del libro Del
casco al gorro frigio; en Social,
nov. 1929, pp. 40 y 60.
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