Jorge Mañach
Advenida
ya la República, la pintura, como toda otra actividad desinteresada de lo
inmediato, ha de seguir, por dos lustros todavía, atenida a sus viejos hábitos.
Una revolución política es más fácil de lograr que una revolución en la
cultura, si se admite que la cultura sea susceptible de progresar por
revoluciones. La misma plétora de entusiasmos que caracterizó los primeros
tiempos de nuestra nacionalidad, sofocó no pocas de las platónicas intenciones
primerizas. Y así, la práctica del arte seguirá aún revistiendo los mismos
caracteres de escasez, de aislamiento, de domesticidad o de academicismo
oficial que tuvo en los flacos tiempos de don Miguel Melero. Bien es verdad que
ya prosperan mercaderes de cuadros y pigmentos en la Villa; pero el gusto profano
no supera sino lentamente la afición elemental al cromo, a la pintura bonita y
lamida, al pensil lleno de lazos y al valle lleno de palmeras. Las señoritas
bien educadas comenzarán a "dar clases" y a pintar cintas y gatitos
para la saleta; pero en las revistas locales, la ilustración festiva no se
redimirá todavía de la bufonada de Liborio y de las orlas de diploma.
Dos excepcionales valores señalarán entonces
las pautas del avance pictórico. Son Armando Menocal y Leopoldo Romañach. Antiguos
discípulos ambos de la imprescindible Academia, quedan como embajadores ante
los nuevos tiempos de aquella constelación de promesas en que figuraron Melero
y José Arburu. Ambos habían completado su aprendizaje en Europa, de donde
regresaran a tiempo para rendir sus servicios a la renovación cultural que los
nuevos tiempos y los nuevos gobernantes propiciaban, y que tuvo su aspecto positivo
en la reorganización pedagógica iniciada por la primera ocupación norteamericana.
Menocal y Romañach son llamados entonces a
desempeñar sendas cátedras en la Academia de San Alejandro. Tanto el uno como el otro venían cumplidamente
autorizados por el espaldarazo del éxito. Armando Menocal había cursado laboriosos entusiamos en España y
conquistado ya nombradía entre nosotros con sus veracísimos retratos, de una
técnica espontáneamente ponderada y trabajosa, pero a la cual, además, el gusto
profano le imponía comedimientos reñidos con las preferencias íntimas del artista.
Es incalculable, y debe siempre llevarse en cuenta, la influencia retardataria
que ha tenido sobre nuestra pintura esta falta de preparación de los llamados a
darle estímulo y sustento.
Particularmente en el arte del retrato, no
siempre es justo pedirle a un artista que desoiga las exigencias de sus modelos
—sobre todo las exigencias puramente formales—, cuando de complacerlos dependen
todas las demás posibilidades artísticas y profesionales. Así, muchas de las
deficiencias de los retratos de Romañach -el lamido, la factura pacata y algo
sobada, el efecto bonito- son imposiciones extrañas de las cuales suele
reivindicarse el artista en sus lienzos de pura creación o de propia
iniciativa. A éstos sólo pudiera reprochárseles, en común con aquéllos, una tendencia
a la coloración violácea que les resta brillantez y encubre los méritos de la
factura profunda, delicada y certera.
Menocal compartió con Romañach, no solamente la
honra de algunas de las primeras jornadas de lauro y loa que tuvo nuestro arte
en el extranjero, sino también la
agradecida estima de cuantos han visto en los dos coetáneos pintores y colegas
unos como Rómulo y Remo de nuestra profesionalización pictórica. La influencia
inicial de Menocal en la orientación de los primeros artistas nuevos de la
República —Valderrama, Manuel Vega y Pastor Argudín, por ejemplo—me parece
inequívoca. Acaso él equilibró un tanto la lección de "soltura"
inculcada por Romañach, cuyo temperamento no se aviene a la contenida
observación y rigurosa fidelidad que el retrato exige. Educado precisamente en esta
disciplina, Menocal pudo hacer valer mejor la necesidad de ponderación y
cautela, la conveniencia de castigar el impulso improvisador para evitar el
riesgo del "más o menos" que Rosales prevenía. Sus mismos cuadros de
género, como La muerte de Maceo,
visión a la vez dramática y épica de nuestra manigua libertadora —o como el
difícil e interesantísimo lienzo que muestra, en nuestro Museo, al Dr. Domínguez Roldan experimentando en su laboratorio—, estas mismas grandes
concepciones, repito, se contagian en
Menocal de la modalidad cautelosa y violácea de sus retratos. Son obras excelentemente concebidas y compuestas, pero de una meticulosidad que opaca el color
y el estilo. Pintor más bien de
cortas distancias y de íntimos efectos, no era él a buen seguro el más indicado para obras como la decoración del hoy Palacio Presidencial, donde dejó cosas
que le hacen muy pobre justicia.
Mas todas estas reservas del juicio honrado no
bastarán a hacernos olvidar la fecunda ejemplaridad de este viejo pintor, que
ha sido con Romañach el educador de las dos generaciones de artistas llamadas
hoy a hoyuelar las mejillas de la patria. Como Menocal, Romañach había ya
conquistado el aplauso difícil de la crítica española cuando se le solicitó
para que desempeñara la cátedra de colorido en San Alejandro. Su primer triunfo
fue el de aquella dulce y sugestiva tela La
Convaleciente, cuyo sentimental prestigio había de crecer entre nosotros
con su pérdida irreparable, ocurrida en un naufragio en el Mississippi cuando venía
de ser premiada con un nuevo lauro en una exposición americana. La manera
pictórica de aquel cuadro, representativo del Romañach fundamental, era algo
muy novedoso entre nosotros. Había más ambiente allí, más sugestiva veracidad,
un tino más literal —por decirlo así— en la línea, y un colorido que nos
liberaba completamente, sin resabios, de los rojos y negros académicos a que
nos tenían acostumbrados los pintores del siglo pasado.
He dicho que ese cuadro era representativo del
Romañach fundamental, porque en la evolución del artista, obsedido por
constantes ansias de novedad y mejoramiento, algunos estudios y viajes
posteriores habían de determinar ciertas efímeras modalidades, tan criticables
como reñidas con su verdadero temperamento. Así, más tarde, Romañach ha querido
inclinarse hacia el impresionismo, inducido sin duda por Sorolla, y los
maestros franceses de esa escuela; y luego de su último viaje a Italia, ha
parecido advertirse en él algunas insinceras consideraciones al gusto
decorativo actual. Estas desviaciones ocasionales nunca resultaron sino en tanteos
ambiguos, donde el artista, voluntariosamente apartado de sí mismo, no logra
convencernos de una manera plena. Preferimos el Romañach genuino, el Romañach
expresivo de su verdadero tipo de sensibilidad delicada y romántica, el
naturalista de La Convaleciente,
educado en la sabia escuela del italiano Manzini; el pintor de La Promesa, de La última prenda, y,
sobre todo, de ese bellísimo cuadro Orando, que se conserva en nuestro Museo
como una de las indiscutibles obras maestras de nuestra pintura.
Pero, también aquí, lo que constituye el
mérito principal de Romañach, en noble rivalidad con su compañero Menocal, son
sus treinta años de generoso y prolífico magisterio. Después de Vermay, y acaso
también de aquel fecundo prohijador que fue don Miguel Melero, Romañach ha sido
el propulsor más eficaz de muestra evolución artística. Si se me preguntase
cuál ha sido, en lo técnico y concreto, la principal influencia ejercida por él
sobre nuestra pintura reciente, yo me referiría a la que algunas vez he llamado
su doctrina del gris, y que más teóricamente pudiera llamarse su “doctrina de
los valores”.
A Romañach débesele, como sustancial aporte,
más que la admisión de la luz en nuestra pintura, la enseñanza inteligente,
tenaz y metódica del principio de valoración; es decir, que él ha cultivado la
fundamental aptitud para discernir la cantidad de luz y sombra que debe llevar
cada pincelada. Es pues, como la clave del modelado y del dibujo interior en la
pintura, y de su perfecto dominio dependen capitalmente la corrección, la
veracidad y la belleza de la obra pintada.
Y como esa cantidad de luz y de sombra está
condicionada en gran parte por la intervención atmosférica entre la retina del
artista y las cosas, síguese que Romañach ha enseñado sobre todo a pintar el
aire, el ambiente que envuelve la realidad visible. Para ello le ha sido
menester inculcar con particular énfasis la eficacia de los tonos grises, que
son los reguladores por excelencia de la valoración pictórica. Y es precisamente
en la exageración de este recurso donde se echa de ver esa huella distintiva de
Romañach que se delata en muchos jóvenes pintores de hoy.
"La pintura en Cuba desde 1900 hasta el presente" (fragmento), Cuba contemporánea, octubre de 1924.
Primeros dibujos
La Esquella de la torraxta, 22 de julio de 1892
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