A título de mero espectador, como cualquiera del público, voy a
permitirme hablar de Romañach y su obra, y adelanto esa explicación, porque hay
quien dice que los que no pintamos debemos abstenernos de juzgar a los que
pintan, como sea -por supuesto- para proclamarnos genios… aunque es dudoso si,
en concepto de quien así se expresa, este juicio en plural fuera aceptable,
pues tal vez no le parecería exacto sino aplicado sólo a él.
De los estudios que el joven
Romañach presenta al público habanero, obtiénese una impresión animadora. Hay
en ellos esa nota personal sin la cual no hay obra de arte -nota que hemos
echado de menos en casi todos los que la pintura se habían dedicado entre
nosotros en época anterior. Porque no basta dominar el
oficio ni copiar con fría exactitud lo que se ve: es preciso que la
ciencia adquirida no sea sino instrumento dócil de expresión de algo que
llevemos en nosotros y le dé sentido y vida a nuestra obra. Componer,
interpretar, hacer hablar la naturaleza misteriosa, revivir lo pasado, traducir
para la inteligencia lo presente, hacer visible el sueño, crear una palabra,
tal es la misión del verdadero artista. Y tan cierto es el poder del
sentimiento personal, que a veces un simple toque nos revela un genio. ¿Qué le
da, por ejemplo, a la Gioconda su encanto irresistible? El cuadro es un simple
busto de mujer, de una mujer que sonríe. La sonrisa es casi imperceptible, y
hay algo en ella, sin embargo, que la hace aparecer como una sonrisa inefable,
misteriosa. ¿En qué consiste ese algo? No es seguramente en el ligero pliegue
de la boca. La boca de la Gioconda sonríe de manera natural, dando al rostro
esa dulce dilatación sensual, propia de la alegría. No, no está en la boca el
misterio de esa sonrisa indefinible: está en los ojos, que también sonríen, que
también se pliegan, casi imperceptiblemente, expresando un movimiento ligerísimo del alma. No es la materia, es el espíritu quien allí sonríe. Un
simple toque del pincel maravilloso de Da Vinci bastó para que el artista nos
legara, a través de las edades, ese enigma picaresco y delicioso.
Romañach es un pintor de
sentimiento. Cada una de las caras vigorosas que nos presenta como estudios,
sobre estar hechas con mano suelta y firme, expresan el alma que se esconde
detrás de ellas. Sabe pintar y sabe traducir, es artista. No diré nada de la técnica, de si la pincelada franca o atrevida que
emplea vale más o menos que el laminado paciente y meticuloso en que otros se
complacen… Le tengo miedo al buen señor que se irrita si los profanos nos
metemos en pinturas. Sí diré, sin temer al buen señor, que me
gusta la manera de pintar de Romañach, prefiriéndola a la de los
fríos y nimios, como prefiero Delacroix a David. Delaroche a Ingres y Jean Paul
Laurens a Bouguereau. Es la manera de los que se enardecen al pintar.
Sólo una composición, un
cuadro, nos ofrece el joven artista: La Convaleciente.
El pensamiento no es original del todo; pero está tratado con inspiración
propia y de modo personal. La niña que convalece es fruto de una observación
aguda y muy exacta: ésa es la languidez, ésa la indiferencia, ése el rostro
desencajado, ésa la mirada perdida de quien acaba apenas de vencer la
enfermedad, tal vez la muerte. Y la abuela que la contempla, aunque tenga
vuelto el rostro, delata por la postura el interés con que sigue el renacer de
la criatura amada. La composición es bella, sobriamente detallada y ejecutada
con vigor. Romañach es colorista: las carnes palpitan, encendiéndose o
apagándose, según es rica o pobre la sangre que las riega; las ropas de varios
tonos se pliegan sin esfuerzo y muestra su calidad y el prolongado uso; el
metal da sus multiplicados reflejos, y la verdura del campo, en algún rincón de
paisaje italiano que nos ofrece, tiene el cálido matiz de la vegetación meridional.
No ha mucho nos lamentábamos,
en una conferencia, de la escasez e insignificancia de nuestra producción
artística, sobre todo en pintura. Pero he aquí que se reúne una pléyade de
jóvenes cubanos, que me llenan el pecho de esperanza. Menocal, Romañach,
Tejada, Posada, Soler… ¿qué promesas más risueñas? Cuidemos de estimularlos, de
envolverlos en esa atmósfera de cariño que enardece a los artistas, que los
incita a producir, a crear. Y ojalá que en este renacimiento de to que estamos
presenciando, la escuela cubana de pintura surja, y con la poesía y la música,
más tardas ¡ay! en renacer, coronen la obra de civilización que se está
llevando a cabo. ¿Quién dudará de nuestra capacidad cuando tengamos arte, y
arte cubano, flor de nuestra naturaleza y nuestra raza?
Diego Vicente Tejera
El Fígaro, septiembre de 1899.
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