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lunes, 5 de febrero de 2018

Barbey D'Aurevilly




 Jesús Castellanos

 Modestamente, disimulado entre el cascabeleo de las modas insensatas o improvisadas del París moderno, ha pasado el centenario de Barbey D'Aurevilly. Tal vez hubo cabaret literario que le dedicase versos cojos, diluidos en un vaho de humo y cerveza; quizás dio detalles de su vida extraña, de sus chalecos imponentes, alguna reliquia viva de la vieja guardia romántica. En buenas cuentas, nada ha recordado que hace un siglo vino al mundo uno de los escritores que hicieron escuela y fueron pabellón audaz de unos cuantos jóvenes, ansiosos de novedad aún en la reaparición de lo viejo.
 Algo puede explicar este desvío de la posteridad, aquella sombra de desgracia que acompañó siempre los pasos del artista, tal vez desde que un hada negra se sentó junto a su cuna provinciana. Pero en serio análisis del hecho, solemne por cuanto se trata de un fallo de la historia, precisa comprobar de nuevo el peso de aquella figura a quien se puso en un tiempo junto a Balzac y Víctor Hugo, en el mismo frontón glorioso que encuadra el templo ideal de la Francia literaria.
 Barbey D'Aurevilly, en efecto, con llevar en su caja de mundano frívolo una gran alma de artista, no tuvo ohra, entendiendo por tal lo que puede conmover a los humanos de todos los tiempos y más allá de los gustos actuales. No obedeció sin embargo esa esterilidad a pereza para hacer, como acaso ocurrió al Príncipe de los simbolistas Stéphane Mallarmé, pues que de éste queda un libro suficiente a dar pedestal para una figura que se vea en la lontananza de algunas generaciones. Barbey escribió seis o siete volúmenes. Fue simple y brutalmente, que su obra toda, desde la Vieille Muitresse y el Prophéte du Passé, presuntuosas de humanismo, hasta la Ensorcelée y las Diaboliques, rodeadas de un prestigio de misterio, es débil e indecisa, insuficiente para contentar a los devotos de lo real y palpitante, demasiado pobre para impresionar a los imaginativos. Todos sus libros pueden dar idea de un sensitivo refinado por un caudal de aristocracias acumuladas, de sangre, de educación, de ideas políticas. Pero no hay una página entre ellos ante la cual nos rindamos candorosamente confesando, como en nuestras lecturas de los quince .años, que hay algo de humedad en nuestros ojos. Y ese es el milagro que a veces realiza el genio.
 La primera falta que el lector equilibrado y exento de influencias de escuela, un "lector extranjero," pongamos por ejemplo, encuentra en Barbey D'Aurevilly es la monotonía y miseria del asunto. Temas que apenas dan tela para un breve cuento aparecen estirados implacablemente a lo largo de páginas de plomo, entre digresiones amables que son siempre el mismo anatema contra las nuevas tendencias cívicas y religiosas. La trama, perdida a trechos como una malla desgarrada, no llega jamás, por otra parte, a un desenlace, el desenlace lógico o inesperado que muy humanamente aguarda el lector ingenuo como que lo tienen tarde o temprano todas las novelas de la vida real. Lo que pasa, verbigracia, en Le Bideau Cramoisi, la más conocida de sus Diaboliques, es inaudito; todos recuerdan aquel problema sin solución que en su más intrincado rodaje deja trunco el autor, quitando redondez al trabajo y faltando positivamente a la verdad por todos experimentada.
 La cosa puede quedar como una originalidad que perdurará de modo seguro en la memoria del que lee; pero acusa una debilidad de imaginación que nada podría disimular.
 No sé que se haya presentado a Barbey D'Aurevilly como un psicólogo, y es inútil por tanto hablar de esta fase de su personalidad. Su gloria está en lo raro; mal puede tratársele como buzo de almas: dejaba sangrar la suya algunas veces, y por la brecha se veían tesoros de ternura infantil con aromas de la ciudad campesina. Eso es todo. Para analizar los corazones ajenos, era nulo, y la noble figura humana surgía de su pluma como un pobre monigote con aires de don Juan o temblores de histérica atormentada.
 Veámoslo como raro, como mistificador literario. Quien ansioso de lo fantástico haya leído Mr. Waldemar, de Poe, o The üpper Berth, de Marión Crawford, no encontrará ocasión de estremecerse con Barbey D'Aurevilly, en el cual lo raro acendra siempre un concepto de herejía religiosa, de embrujamiento que hay que exorcisar con agua bendita, de falta a lo sancionado por la Santa Madre Iglesia. ¡Y es además de una originalidad tan relativa! Diríase que tales narraciones han sido tomadas de la charla mundana, donde unos ojos femeninos se asombran por cualquier toque audaz del cuento improvisado. Sin salir de Francia, y sin hacer la cita de Guy de Maupassant, que está en todos los labios, bien pueden recordarse docenas de nombres, entre ellos el de aquel desdichado Vizconde Yilliers de l'Isle Adam, que con menos nombre que Barbey cultivaron asombrosamente el género de lo raro.
 ¿Qué es, pues, lo que quedará de Barbey D' Aurevilly, aun para aquellos fieles "treinta lectores" con que soñó por modo activo? Quedará la impresión de una prosa elegante, quebrada, más pintoresca que amena, prosa graneada de incidentales escapes a la discusión política, prosa francesa si las hay, hecha como en una conversación fácil y límpida. Y quedará, cosa terrible para un artista, como el representante de un ideal social, que bien de retroceso —como en él— o de avance como en otros muchos mercaderes de letras, lo llevará al arroyo mezclado de la historia en calidad de mediocre representante de una tendencia grosera de economía política, o de caprichos de casta. Y no es así como hubiera soñado ser luz de puerto el escritor y el hombre.
 En suma, y tal vez tuviera razón cuando de sí mismo y de su nacimiento en el siglo diez y nueve, murmuró amargamente: Trop tard.

 Noviembre 1908.

 Crítica de arte. Ensayos, Colección póstuma publicada por la academia de arte y letras, La Habana, Improvisador Comercial, 1914. 

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