Volvían las duras jornadas. Por los
campamentos volaba una palabra sonora, simpática, vibrante como el lema de una
aventura antigua: la Invasión. Ya la habían escuchado veinticinco años antes,
aquellas mismas maniguas cuando a la Cámara de la guerra grande la propusiera Máximo Gómez en 1875. Ahora había
saltado a las primeras palabras en aquel abrazo histórico de Gómez y Maceo, en
pleno monte, cerca de la orilla de desembarco. Y todos la repetían confiados,
presumiéndola un supremo recurso de pelea.
El general Antonio Maceo había hecho beber a
su caballo en las aguas del río Cauto, prometiendo llevarlo a abrevar semanas
después a las del Almendares. Había pasado el ciclo de explosión que
relampagueó en Peralejo, Sao del Indio y el Jobito; ahora se absorbía el
general en la tarea de organizar zonas militares, establecer reservas y
verificar una buena remonta de caballos para dispensar de la enérgica prueba a
los remendados jamelgos de la primera campaña. Después se supo que estaba la gente en Baraguá, de cuyos altos mangos
que oyeron la célebre Protesta había
de arrancar hacia Occidente la extraña correría. Más tarde le vieron orillando
el gran río, con unos mil quinientos hombres aparte de la larga impedimenta.
Una mañana de cristal en que oscilaban las
palmas en el vaho de la tierra, se oyó un confuso trompeteo hacia los montes
del Sur. Esta vez no se temió la llegada del soldado; las armas pestañearon y
media hora más tarde se colmaba el batey de una muchedumbre de jinetes que
hacían sonar los guijarros buscando estacas para amarrar las bridas. El
prefecto dio un viva a Cuba Libre que le hizo temblar la flotante barba blanca,
y que la turba polícroma contestó desanimada, con aire de cansancio. Entre el
tropel casi sin distintivos, iba el general sobre su caballo claro, rodeado de
hombres solícitos en quienes pude reconocer algunos retratos vistos en la
prensa yankee: Miró, Castillo Duany, Pérez Carbó, Feria, los Ducasse, Quintín
Banderas, gordo y risueño con su negrura lustrosa. Maceo se mantenía alto,
membrudo, sobre la montura nueva. Su faz atezada, ahora sombreada por una barba
crespa, era afable, y se humanizaba singularmente con dos arrugas profundas
sobre las alas de la nariz. Los oficiales le miraban de continuo, como a mujer
hermosa… No he podido olvidar la impresión…
Fue en aquellos días cuando quedó decidida mi
situación sentimental. ¡Pobre idilio mío! ¡Cuán poco tiempo resbaló en el aura
de aventura novelesca y casi heroica, en que yo lo había visto nacer!... Algo debió haberse tramado entre los oscuros
ranchos, algo en que jugó papel muy importante la envidia. El viejo Fundora,
modorro y goloso, se transformó por un súbito avatar en iracundo Rigoletto que
gritaba la deshonra de su hija; Juanilla lloró y Fundora quiso beber sangre. El
rumor escandaloso llegó hasta el Estado Mayor. Conocía yo de sobra los puntos
de vista de Maceo en estas cuestiones y sospechaba vagamente lo que serían
aquellas famosas salinas de Puerto Padre, a donde se enviaba a los donjuanes de
chamarreta, no resignados al matrimonio… Por precaución dejé de ver a Juanilla;
pero entonces llegaron los recados suplicantes, ensanchando el escándalo… El
enredo fue tan perfecto que poco más allá nos casábamos frente a la barba
mosaica del Prefecto, que anotaba el acta en un libro solemne. Cheo Molina mostraba una cara de gran
ceremonia, siniestra y satisfecha. Esperanza pasaba de un lado a otro, ágil,
caliente la sangre, doblando su cintura ancha, hecha para la fecundidad. Mi
corazón lamentó la ausencia de Luján, desaparecido con las fuerzas invasoras;
mi vanidad deploró la del general que días antes me hablaba de mi padre, y que
al despedirse me bromeaba con subversivos pellizquitos: "¡Estos
habaneros!"… Aquella noche, al apretar contra mi pecho la dulce cabecita castaña,
besé sus ojos levantados que me pedían protección! ¡Protección! … ¿A quién?
Porque… Debo decirlo… Aquel matrimonio y el
paso de las huestes de la invasión, fueron en mí dos ideas asociadas, una de
las cuales podía resolver la otra. De que estaba ya casado, obligado a
responsabilidades ya marcadas por un Código, no me quedaba duda. “iOh,
pensaréis, una organización provisional, en andamios!"… Y bien, ¿creéis
por eso menos comprometido y santo
—frase muy jurídica— el pacto que habían sancionado sobre mi firma una barba
hebrea, un murmullo satisfecho de hombres armados? No sé qué haya más
efectividad bajo la cúpula ahumada de un templo. Siempre serán una barba o una
coronilla y unas enhorabuenas babosas las que verdaderamente nos han
encadenado. Lo demás es letra de pluma. Letra muerta.
Comprenderéis ahora que mi cabeza se llenase
aquellos días de planes estratégicos, no muy militares tal vez. Y pensé mucho
en la incorporación a las huestes invasoras, quizás sin llegar hasta Occidente.
Fórmula decorosa, caballeresca si queréis. Ella permanecería en Camagüey, con
los míos. Al finalizar todo, se sabría si la cosa iba en serio...
Pero Juanilla lo resolvía todo fácilmente.
Ante la exposición grave de mi plan:
—¿Qué, te quieres ir con la Invasión? —dijo,
mirándome con sus ojos limpios. Pues, bien, nos vamos.
Y bajando la voz:
—Si me matan contigo, no me importa...
No había ya manera de ceder. Esperanza
palmoteo como al anuncio de una romería, y el viejo pensó que en cualquier
parte le iría mejor. Ya no cabía en un capitán —propuesto para comandante—
anunciar con timidez su desistimiento reflexivo… Y, casi a la fuerza, fui
invasor.
Quiero decir que fui invasor hasta la
provincia de Camagüey. Al encontrar en el campamento de Mala Noche el grueso de
la columna, obsequiada por el pueblo con un gran baile a la guajira, en amplio
tinglado que caldeaban las luces de gasolina, se nos anunció que no se admitía
impedimenta, y que no eran los planes del Cuartel General el hacer la invasión
en familia. Luján y Cheo Molina, reunidos
a los invasores, trataron de interceder, mirando con ojos glotones a Esperanza
que protestaba de quedarse. Pero no hubo modo.
—Bueno —acabó por decir el enviado—, la sabana
es de la República. Ustés puen hacer lo que les dé la gana.
Las cabezas del grupo conferenciaron: y al
cabo decidimos formar nuestro Estado dentro de aquel nuevo Estado. Era día de
difuntos; de una aldea, venía alegre cabalgando en la brisa, un campaneo
martilleante. Seguimos el rastro del general Maceo, marcado por cajetillas de cigarros,
¡aún había cigarros! Delante de nosotros vimos poco después, más allá de un
vadeo simpático, de excursión deportiva, abrirse un panorama chato, tostado, el
panorama de mis queridas llanuras camagüeyanas. Y yo vi en sueños a Juanilla
entrando con Esperanza en un cuartito confortable de la ciudad, instalada por
mi padre, que sonreía ante las aventuras prodigiosas de su hijo...
Éramos, unos cincuenta, contada la media
docena de mujeres; y por mi indicación nos dirigíamos hacia "La
Caoba", el antiguo potrero de mi padre, al Este de Camagüey, en otro
tiempo graneado de toros lucientes alrededor del barracón del arrendatario. Un
día nos siguió una guerrilla a lo largo de un terreno pantanoso, velado de
mosquitos, donde los caballos hundían los cascos con fofo chapoteo. De vez en
cuando silbaba muy cerca una bala y todos bajábamos las cabezas
instintivamente. Esperanza dejaba ver los dientes albos, y mirando hacia atrás
con la voluptuosidad del peligro, iba a pegarse contra el cuerpo sudoroso de un
soldado. Y sus senos bailaban rítmicos en el galope...
Estaban para acabarse las viandas en los
flacos serones, y ya empezaban las disputas, cuando de improviso surgió detrás
de un abra la roja punta de mi viejo palomar. ¡Tierra!… Ya era hora. Las
avanzadas retornando alegres nos informaron que todo estaba vacío, que 'La
Caoba' era Cuba Libre… En un minuto estuvimos en el batey. Un negro de cabeza
algodonada, mi viejo Pánfilo, el boyero, paseaba sobre nosotros su mirada
inquieta, en medio de sus hijos, de sus nietos desnudos...
—Pánfilo, ¿no me conoces?
—¡Ah, niño Juancito!… ¡Alabao sea Dios!...
Luego
me dio nuevas de mi familia: me contó cómo se habían reunido allí recientemente
la caballería camagüeyana con el contingente invasor, refuerzo aquel con que contaba
Máximo Gómez.
—¡Bah! —pensé, puede pasarse muy bien sin
nosotros.—A ver, viejo, ¿qué hay para comer?
Entonces vi desde el portal las manchas
lejanas de muchas reses, cientos, miles, al menos así las multiplicaba mi
imaginación.
Después me llevó misteriosamente a una
despensa disimulada donde blanqueaba un depósito de quesos, de aquellos quesos
prensados que antaño iban en anchas hojas de plátanos a la ciudad, y que ahora
me enviaba el perfume lejano de mi niñez.
—¡Vamos, muchachas, a la carga!…
Luego
salí al portal con Juanilla. Y estrechando contra sus harapos mis harapos de
Robinsón, sentí hincharse mi pecho con una oleada póstuma de orgullo burgués...
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