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viernes, 15 de septiembre de 2017

La manigua sentimental I



  Jesús Castellanos 

I

 ¿Por qué estaba yo en la guerra?
 Antes de pasar adelante y para que tengáis una idea de mi persona, os diré mis apellidos: Agüero y Estrada. En cuanto a mi nombre no hay que ir tan lejos: me llamo simplemente Juan. Mis padrinos, desdeñosos acaso ante mi lámina esmirriada y lamentosa, no me creyeron digno de ser Bernabé o Serapio, como los héroes de aquel entonces de hace treinta años.
  Pero ¡ay de mí! que mis apellidos habían de decidir toda mi vida. Por ellos me encontraba, cinco meses después del grito de Baire en aquel pequeño campamento oriental, bajo una luna plácida, ambarina, que poetizaba los ranchos y hacía soñar a los centinelas. Habría yo desmerecido de mis antepasados si, dejando los estudios habaneros, no hubiese volado a la manigua incendiada al primer asomo de un desembarco filibustero.
 En mis abuelos fue una costumbre el guerrear contra la España colonial. El más remoto de ellos, cuyo retrato en medallón nos lo mostraba rígidamente enfundado en la casaca verde, estuvo a punto de perder la cabeza —una cabeza heroica, palabra— cuando la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, tiempos del general Vives, año 23. Otro, cuya miniatura en colores se perdió con la confiscación de sus bienes, tuvo sus dares y tomares con Narciso López y destapó sin ruido una negra botella el día de la muerte de Castañeda. Mi padre, pobre viejo maniático de hoy, fue aquel Agüero y Castillo que con su bello gesto de libertar en la mañana de la sublevación en su batey, a sus trescientos negros de dotación, asombró a los oficiales que semanas antes le saludaban en un besalamanos de Palacio, y hasta inspiró una oda —conservada en la familia— a cierta poetisa que era la preocupación celosa y ¡cuán poco artística! de mi madre. Y a ambos lados de la línea recta se esfumaban tíos emigrados, primos con el grillete al pie, buenas señoras que portaban toda una documentación revolucionaria en las varillas del malakoff…
 Pensad en esta mole de tradiciones sobre un mísero estudiante de Derecho, boquirrubio y almidonado, que de la mesada que del Camagüey llegara puntualmente a la patrona "para entregar a J. A." tenía que descontar una buena parte con destino al aceite de bacalao y al ioduro en veinte formas. No esperé a que me lo recordaran las muchachas de mi calle, ya bien insinuantes con sus lazos azules y rojos. Corrí a la guerra. ¿A qué decir con qué disfraces ni mediante qué curiosos sistemas de transporte?
 …Pero no era cosa de hurgar ahora en los orígenes de lo que ya no tenía remedio... No malgastaba así el raro tesoro que es el sueño en la guerra, mi compañero Ricardo Lujan —alumno de tercer año, reprobado perpetuo en Penal— que había venido a la guerra por significar algo en el curso, por escribir a la novia desde la prefectura tal, por una de esas menudas razones que en todas partes llevan a los hombres a destrozarse. Mi compañero de aventuras roncaba sabrosamente entre los hilos de su hamaca, dominando la turba de cuerpos, monturas y serones flojos. Sobre ellos se espantaba los mosquitos con los ojos cerrados. Timotea, la tenienta, una de esas amazonas negras, que aterraban a los soldados bisoños, extraña bestia andrógina que ninguna lujuria hubiera profanado. Un bulto cercano y sosegado denunciaba al gigante Joaquín, el temible machetero dominicano, ahora flácido e inofensivo, exhaustas las manazas colgantes, extinta su risa estruendosa de buen muchacho. A su lado un perro enorme velaba alzando la testa gorda a cada rumor de los insectos en el techo pajizo. Y fuera del tinglado primitivo, entre los árboles y junto a las trincheras, anegado en la hierba húmeda, iba prolongándose aquel pueblo de sombras quietas. El silencio saturaba las cosas. Sólo algún relincho agrio de bestia en celo, rasgaba la paz del campamento de Cheo Molina, anexo a la brigada de José Maceo y ahora en línea, frente al caserío fortificado de Almiquí.
 La jomada había sido dura… Ocho horas de fuego incesante. Ya podéis suponer lo que encontró el crepúsculo: un par de fuertes desmoronados allá, a lo lejos; un grupo lamentoso aquí, en la impedimenta. El mezquino pueblecito, agazapado tras sus fosos alambrados, se había defendido bravamente. Con el refuerzo peninsular que pidiera acaso el tendero asturiano, algún clásico don Cleto o don Bartolo de rudos bigotes y acento avinagrado para recibir con decoro a los mambises, hubo para todo un día de brega, entre un vendaval de balas Mauser que saludaba a otro turbión de parque amarillo, mal fabricado en las rancherías de la Sierra Maestra. El sol cantó alegre e indiferente sobre aquella escena monótona, de implacable simpleza, página de una guerra de maniguas difusas contra fuertes blindados, económica de proyectiles, confiada siempre en el factor de tiempo y de lugar.
 ¡Enigmas de la guerra!… Mis juicios de pacífico metódico se desconcertaban al pensar qué iba a ganar nuestro coronel con la conquista de aquella plaza miserable en que por seguro, no habría ni con qué remojar la garganta. Ni tampoco justificaba yo el empeño de aquel hipotético don Bartolo o don Cleto en defender un oscuro rincón, cuya insignificancia le aseguraba la paz bajo cualquier gobierno. Pero la casualidad había querido enfrentar a dos testarudos de la misma marca. Y por esta simple tangencia de dos vidas gemelas —he aquí todo— enseñaban ahora las panzas verdosas algunos infelices, mientras unas cuantas siluetas temblonas abrían a la luz de la hoguera una zanja honda, muy honda…
 …Sobre mis meditaciones sosegadas fue tendiéndose un velo de nieblas. Fue uno de esos gruesos letargos de esta vida perra. La diana criolla, traviesa y martilleante como un repique de domingo, me echó de la hamaca entre el barullo difuso de todo el campamento desperezado, bajo el lívido claror de una madrugada tibia, algodonosa. Un muchacho de tostado torso desnudo, pasó despertando a los modorros con un largo bejuco: una travesura obscena le valió una lluvia de insultos de la Tenienta.
 El dominicano se desperezó mirando a lo lejos por el abierto tinglado.
 —Ya nos saludan de allá abajo —dijo.
 En el montón blanquecino del pueblo posado en medio de la árida sabana de palmas canas, se dibujaban las manchas leves de los primeros disparos. A poco llegaron las detonaciones, apagadas, secas.
 Ricardo Luján, que afuera apretaba la cincha a su caballo, compareció alegre; con un gran gesto bizarro desenvainó el yaguaramas y con él describió un círculo fulgurante en el aire:
 —¡Hoy tiembla la valla! —exclamó— con brillo africano en los ojos.
 De repente un silbido agrio, semejante a un maullido, cortó las hojas altas. La corneta rebelde sonó más cerca. Recogiendo objetos desperdigados pasó un negro cojo con su saco pendiente del hombro. Los caballos se encabritaron entre los grupos inquietos haciendo chasquear las piedras rodadas.
 —¡Al avío! —gritó alguien entre el pelotón. Dice el coronel que el que quiera desayuno tiene que tomarlo en el pueblo.
 Diez minutos más tarde estaba formalizado el combate. Cheo Molina vigilaba el ataque en medio de un tropel de jinetes, allá a lo lejos; débil figurilla encajada en un grueso caballo campesino.
 Mi papel en estos casos era bien poco interesante. Pese a mis heroicos pañales es lo cierto que todo aquel extraño aparato me molestaba…  Necesito explicar el caso en dos palabras.
 No, no soy ni he sido nunca un cobarde. De mis hazañas de colegial hay monumentos vivos en las cabezas rotas de algunos queridos compañeros. Después he tenido un par de duelos y tres cuestiones solucionadas con actas, que son también una muestra indirecta de valor… Soy simplemente un ¿cómo diré? un cómodo. Dilettante de los chocolates en la cama, espectador de los estrenos, ducho en las juergas a la moda, ¿cómo podían conciliarse estos urbanos gustos míos con aquella vida a salto de mata, limpio el estómago y andrajosa la indumentaria?... ¡Pero ya estaban hechas las cosas, por honor del nombre!... Ahora soñaba con llegar a uno de esos campamentos ilustres donde un general de las dos guerras reunía cada noche en su rancho a todo su estado mayor en arduas disquisiciones sobre el porvenir de la patria y las relaciones de la música con la poesía…
 ¡Pim, pam!... El plomo cantaba cerca, cortando el curso tranquilo de estas divagaciones. Cerca de nosotros un soldado se dobló con una maldición, atravesado el vientre.
 —Vámonos de aquí, me dijo Ricardo —y en aquel momento un botón de su cuello saltó arrancado por otro proyectil. —¡Mal rayo!… Aquí no hacemos nada y estamos en peligro.
 La compañía entera, puesta en reserva, le siguió a paso lento, por un tortuoso sendero de grava. Junto a mi caballo, la amazona negra, los blancos dientes al aire, hostigaba a su pobre mulo, comido de sarna; y un corto machetín le azotaba el muslo nervioso y masculino. Vagando a la sombra de los jagüeyes, veíamos a trechos el pueblo, cuyas descargas cerradas propagaban un eco rumoroso en los farallones azulados. Por las cuestas suaves brillaban aisladas las armas de algunos grupos.
 De pronto una noticia circuló: el enemigo hacía una salida, tal vez una retirada.
 —¡A cargarlos! ¡A cargarlos!
 Un chorro humano descendió hacia el valle en hormigueante confusión de jinetes e infantes, mientras la corneta, ágil, incisiva, llamaba diabólica a degüello. No puedo decir lo que pasó allí: el huracán me envolvió; mi caballo corrió con los otros; mi machete silbó como los demás machetes. Y vi al dominicano volar hacia las casas que se agrandaban y se definían. Y vi al coronel tendido sobre las crines, mezclado con sus hombres. Y vi bajo mi caballo veloz un cuerpo convulso. Y vi en los claros del humo, el cuadro azul de los españoles que se escalonaban en retirada. Y vi, al fin, entre el macheteo feroz, a la terrible Tenienta abrazada a un sargento español sin sombrero, cuyos ojos se espantaban bajo las cejas hirsutas al verse tan cerca del monstruo...
 Pronto saltábamos las trincheras rotas. Un pelotón siguió picando la retaguardia a los fugitivos, mientras nuestros caballos atravesaban resoplando la calle central entre la doble fila de casas cerradas. A lo lejos se debilitaba el tiroteo, en tanto el jefe recorría el pueblo. Frente a una tienda abierta se detuvo al fin. Un hombre gordo, trémulo, se quitó el sombrero para acercarse a su caballo.  
 Fue allí donde nos reunimos.
 —Capitán— me dijo el coronel suavizando sus duras facciones de campesino—. Ya puede su gente matar el hambre. Desparrámela por ahí.
 Y añadió con un acento de rencor:
 —Anden aprisa, que voy a darle candela al pueblo… Eso menos tendrán los otros si vuelven.
 Y he aquí que un nuevo personaje sobrevino de repente; era un viejo alto y nudoso, de simpática lámina guajira, que levantaba las manos al cielo, implorando por su casa. Desde una puerta entornada, dos mujeres le hacían señas desesperadas, llamándole.
 —Amigo— exclamó con cantante dejo —¿qué es lo que quieren hacer ustedes? Primero los soldados, después los insurrectos… Ya no quedamos en el pueblo más de media docena…  ¿Pero es que no pue uno trabajar en paz?
 El coronel lo escuchó un momento en silencio con mirada de pena. Pero la guerra es cruel. Esquivando la respuesta tartamudeó espoleando a su caballo:
 —Dígale eso al jefe... Allá abajo...
 Las dos mujeres surgieron entonces. Viéndome echar pie a tierra, sus semblantes reflejaron una súbita expresión de espanto. Creí oportuna una caballeresca explicación:
 —Ciudadanas, todos somos cubanos.  
 Ni ustedes ni su padre tienen que temer nada…
 Mi cortesanía las convenció y todavía angustiadas tornaron al portalito con el viejo, que se dejaba conducir. Por el otro extremo del pueblo nacía negra y pausada, una columna de humo. El hambre no obstante me apuraba a aprovechar los minutos. Pronto pasaba por mis fauces a grandes trozos un enorme pan de maíz.
 —Ya verán ustedes —aseguraba con la boca llena— como no les pasará nada.
 Pero una de las muchachas al acercarse temblorosa a la puerta, volvió con el rostro lívido. El viejo comprendió.
  —¿Ya?—dijo lanzándose a la puerta.
 Y al ver la línea de llamas en el viento me dijo con las dos manos posadas sobre mis hombros:
 —Dos hijos le había dado a la guerra. Ahora le doy la casa… todo…. En fin —suspiró— con tal que sirva de algo…
 Momentos después salían con nosotros, incorporados a nuestro campamento nómada. Detrás del grupo fingía el pueblo una cinta de aurora boreal, y las palmas crepitaban enviando pavesas a lo alto. 
 Una de las muchachas lloraba sobre su lío de ropa. La otra parecía extrañamente animada. Esta era morena y fuerte, con algo varonil en el andar. Aquélla era pequeña, tímida, casi bonita, medio rubia, un poco sentimental en sus trapos de guajira…


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