Jesús Castellanos
I
¿Por
qué estaba yo en la guerra?
Antes
de pasar adelante y para que tengáis una idea de mi persona, os diré mis
apellidos: Agüero y Estrada. En cuanto a mi nombre no hay que ir tan lejos: me
llamo simplemente Juan. Mis padrinos, desdeñosos acaso ante mi lámina
esmirriada y lamentosa, no me creyeron digno de ser Bernabé o Serapio, como los
héroes de aquel entonces de hace treinta años.
Pero ¡ay de mí! que mis apellidos habían de
decidir toda mi vida. Por ellos me encontraba, cinco meses después del grito de
Baire en aquel pequeño campamento oriental, bajo una luna plácida, ambarina, que
poetizaba los ranchos y hacía soñar a los centinelas. Habría yo desmerecido de
mis antepasados si, dejando los estudios habaneros, no hubiese volado a la
manigua incendiada al primer asomo de un desembarco filibustero.
En mis abuelos fue una costumbre el guerrear
contra la España colonial. El más remoto de ellos, cuyo retrato en medallón nos
lo mostraba rígidamente enfundado en la casaca verde, estuvo a punto de perder la
cabeza —una cabeza heroica, palabra— cuando la conspiración de los Soles y
Rayos de Bolívar, tiempos del general Vives, año 23. Otro, cuya miniatura en
colores se perdió con la confiscación de sus bienes, tuvo sus dares y tomares
con Narciso López y destapó sin ruido una negra botella el día de la muerte de
Castañeda. Mi padre, pobre viejo maniático de hoy, fue aquel Agüero y Castillo
que con su bello gesto de libertar en la mañana de la sublevación en su batey,
a sus trescientos negros de dotación, asombró a los oficiales que semanas antes
le saludaban en un besalamanos de Palacio, y hasta inspiró una oda —conservada
en la familia— a cierta poetisa que era la preocupación celosa y ¡cuán poco
artística! de mi madre. Y a ambos lados de la línea recta se esfumaban tíos
emigrados, primos con el grillete al pie, buenas señoras que portaban toda una
documentación revolucionaria en las varillas del malakoff…
Pensad en esta mole de tradiciones sobre un
mísero estudiante de Derecho, boquirrubio y almidonado, que de la mesada que del
Camagüey llegara puntualmente a la patrona "para entregar a J. A." tenía
que descontar una buena parte con destino al aceite de bacalao y al ioduro en
veinte formas. No esperé a que me lo recordaran las muchachas de mi calle, ya bien
insinuantes con sus lazos azules y rojos. Corrí a la guerra. ¿A qué decir con
qué disfraces ni mediante qué curiosos sistemas de transporte?
…Pero no era cosa de hurgar ahora en los
orígenes de lo que ya no tenía remedio... No malgastaba así el raro tesoro que
es el sueño en la guerra, mi compañero Ricardo Lujan —alumno de tercer año, reprobado
perpetuo en Penal— que había venido a la guerra por significar algo en el
curso, por escribir a la novia desde la prefectura tal, por una de esas menudas
razones que en todas partes llevan a los hombres a destrozarse. Mi compañero de
aventuras roncaba sabrosamente entre los hilos de su hamaca, dominando la turba
de cuerpos, monturas y serones flojos. Sobre ellos se espantaba los mosquitos
con los ojos cerrados. Timotea, la tenienta, una de esas amazonas negras, que
aterraban a los soldados bisoños, extraña bestia andrógina que ninguna lujuria hubiera
profanado. Un bulto cercano y sosegado denunciaba al gigante Joaquín, el
temible machetero dominicano, ahora flácido e inofensivo, exhaustas las manazas
colgantes, extinta su risa estruendosa de buen muchacho. A su lado un perro
enorme velaba alzando la testa gorda a cada rumor de los insectos en el techo
pajizo. Y fuera del tinglado primitivo, entre los árboles y junto a las
trincheras, anegado en la hierba húmeda, iba prolongándose aquel pueblo de sombras
quietas. El silencio saturaba las cosas. Sólo algún relincho agrio de bestia en
celo, rasgaba la paz del campamento de Cheo
Molina, anexo a la brigada de José Maceo y ahora en línea, frente al caserío fortificado
de Almiquí.
La jomada había sido dura… Ocho horas de fuego
incesante. Ya podéis suponer lo que encontró el crepúsculo: un par de fuertes
desmoronados allá, a lo lejos; un grupo lamentoso aquí, en la impedimenta. El
mezquino pueblecito, agazapado tras sus fosos alambrados, se había defendido
bravamente. Con el refuerzo peninsular que pidiera acaso el tendero asturiano, algún
clásico don Cleto o don Bartolo de rudos bigotes y acento avinagrado para
recibir con decoro a los mambises, hubo para todo un día de brega, entre un
vendaval de balas Mauser que saludaba a otro turbión de parque amarillo, mal
fabricado en las rancherías de la Sierra Maestra. El sol cantó alegre e
indiferente sobre aquella escena monótona, de implacable simpleza, página de
una guerra de maniguas difusas contra fuertes blindados, económica de
proyectiles, confiada siempre en el factor de tiempo y de lugar.
¡Enigmas de la guerra!… Mis juicios de pacífico metódico se desconcertaban
al pensar qué iba a ganar nuestro coronel con la conquista de aquella plaza miserable
en que por seguro, no habría ni con qué remojar la garganta. Ni tampoco
justificaba yo el empeño de aquel hipotético don Bartolo o don Cleto en defender
un oscuro rincón, cuya insignificancia le aseguraba la paz bajo cualquier
gobierno. Pero la casualidad había querido enfrentar a dos testarudos de la
misma marca. Y por esta simple tangencia de dos vidas gemelas —he aquí
todo— enseñaban ahora las panzas verdosas algunos infelices, mientras unas cuantas
siluetas temblonas abrían a la luz de la hoguera una zanja honda, muy honda…
…Sobre mis meditaciones sosegadas fue
tendiéndose un velo de nieblas. Fue uno de esos gruesos letargos de esta vida
perra. La diana criolla, traviesa y martilleante como un repique de domingo, me
echó de la hamaca entre el barullo difuso de todo el campamento desperezado,
bajo el lívido claror de una madrugada tibia, algodonosa. Un muchacho de tostado
torso desnudo, pasó despertando a los modorros con un largo bejuco: una
travesura obscena le valió una lluvia de insultos de la Tenienta.
El dominicano se desperezó mirando a lo lejos
por el abierto tinglado.
—Ya nos saludan de allá abajo —dijo.
En el montón blanquecino del pueblo posado
en medio de la árida sabana de palmas canas, se dibujaban las manchas leves de
los primeros disparos. A poco llegaron las detonaciones, apagadas, secas.
Ricardo Luján, que afuera apretaba la cincha
a su caballo, compareció alegre; con un gran gesto bizarro desenvainó el yaguaramas y con él describió un círculo
fulgurante en el aire:
—¡Hoy tiembla la valla! —exclamó— con brillo
africano en los ojos.
De repente un silbido agrio, semejante a un
maullido, cortó las hojas altas. La corneta rebelde sonó más cerca. Recogiendo
objetos desperdigados pasó un negro cojo con su saco pendiente del hombro. Los caballos
se encabritaron entre los grupos inquietos haciendo chasquear las piedras
rodadas.
—¡Al avío! —gritó alguien entre el pelotón.
Dice el coronel que el que quiera desayuno tiene que tomarlo en el pueblo.
Diez minutos más tarde estaba formalizado el
combate. Cheo Molina vigilaba el
ataque en medio de un tropel de jinetes, allá a lo lejos; débil figurilla encajada
en un grueso caballo campesino.
Mi papel en estos casos era bien poco
interesante. Pese a mis heroicos pañales es lo cierto que todo aquel extraño
aparato me molestaba… Necesito explicar el
caso en dos palabras.
No, no soy ni he sido nunca un cobarde. De
mis hazañas de colegial hay monumentos vivos en las cabezas rotas de algunos
queridos compañeros. Después he tenido un par de duelos y tres cuestiones
solucionadas con actas, que son también una muestra indirecta de valor… Soy
simplemente un ¿cómo diré? un cómodo. Dilettante
de los chocolates en la cama, espectador de los estrenos, ducho en las juergas a
la moda, ¿cómo podían conciliarse estos urbanos gustos míos con aquella vida a
salto de mata, limpio el estómago y andrajosa la indumentaria?... ¡Pero ya
estaban hechas las cosas, por honor del nombre!... Ahora soñaba con llegar a
uno de esos campamentos ilustres donde un general de las dos guerras reunía cada
noche en su rancho a todo su estado mayor en arduas disquisiciones sobre el
porvenir de la patria y las relaciones de la música con la poesía…
¡Pim, pam!... El plomo cantaba cerca, cortando
el curso tranquilo de estas divagaciones. Cerca de nosotros un soldado se dobló
con una maldición, atravesado el vientre.
—Vámonos de aquí, me dijo Ricardo —y en aquel momento
un botón de su cuello saltó arrancado por otro proyectil. —¡Mal rayo!… Aquí no
hacemos nada y estamos en peligro.
La compañía entera, puesta en reserva, le
siguió a paso lento, por un tortuoso sendero de grava. Junto a mi caballo, la
amazona negra, los blancos dientes al aire, hostigaba a su pobre mulo, comido
de sarna; y un corto machetín le azotaba el muslo nervioso y masculino. Vagando
a la sombra de los jagüeyes, veíamos a trechos el pueblo, cuyas descargas cerradas
propagaban un eco rumoroso en los farallones azulados. Por las cuestas suaves
brillaban aisladas las armas de algunos grupos.
De pronto una noticia circuló: el enemigo
hacía una salida, tal vez una retirada.
—¡A cargarlos! ¡A cargarlos!
Un chorro humano descendió hacia el valle en hormigueante confusión de jinetes e infantes, mientras la corneta, ágil,
incisiva, llamaba diabólica a degüello. No puedo decir lo que pasó allí: el
huracán me envolvió; mi caballo corrió con los otros; mi machete silbó como los
demás machetes. Y vi al dominicano volar hacia las casas que se agrandaban y se
definían. Y vi al coronel tendido sobre las crines, mezclado con sus hombres. Y
vi bajo mi caballo veloz un cuerpo convulso. Y vi en los claros del humo, el
cuadro azul de los españoles que se escalonaban en retirada. Y vi, al fin,
entre el macheteo feroz, a la terrible Tenienta
abrazada a un sargento español sin sombrero, cuyos ojos se espantaban bajo las
cejas hirsutas al verse tan cerca del monstruo...
Pronto saltábamos las trincheras rotas. Un
pelotón siguió picando la retaguardia a los fugitivos, mientras nuestros
caballos atravesaban resoplando la calle central entre la doble fila de casas
cerradas. A lo lejos se debilitaba el tiroteo, en tanto el jefe recorría el
pueblo. Frente a una tienda abierta se detuvo al fin. Un hombre gordo, trémulo,
se quitó el sombrero para acercarse a su caballo.
Fue allí donde nos reunimos.
—Capitán— me dijo el coronel suavizando sus
duras facciones de campesino—. Ya puede su gente matar el hambre. Desparrámela
por ahí.
Y añadió con un acento de rencor:
—Anden aprisa, que voy a darle candela al
pueblo… Eso menos tendrán los otros si vuelven.
Y he aquí que un nuevo personaje sobrevino de repente;
era un viejo alto y nudoso, de simpática lámina guajira, que levantaba las
manos al cielo, implorando por su casa. Desde una puerta entornada, dos mujeres
le hacían señas desesperadas, llamándole.
—Amigo— exclamó con cantante dejo —¿qué es lo
que quieren hacer ustedes? Primero los soldados, después los insurrectos… Ya no
quedamos en el pueblo más de media docena…
¿Pero es que no pue uno trabajar
en paz?
El coronel lo escuchó un momento en silencio
con mirada de pena. Pero la guerra es cruel. Esquivando la respuesta tartamudeó
espoleando a su caballo:
—Dígale eso al jefe... Allá abajo...
Las dos mujeres surgieron entonces. Viéndome echar
pie a tierra, sus semblantes reflejaron una súbita expresión de espanto. Creí
oportuna una caballeresca explicación:
—Ciudadanas, todos somos cubanos.
Ni ustedes ni su padre tienen que temer nada…
Mi cortesanía las convenció y todavía
angustiadas tornaron al portalito con el viejo, que se dejaba conducir. Por el
otro extremo del pueblo nacía negra y pausada, una columna de humo. El hambre
no obstante me apuraba a aprovechar los minutos. Pronto pasaba por mis fauces a
grandes trozos un enorme pan de maíz.
—Ya verán ustedes —aseguraba con la boca
llena— como no les pasará nada.
Pero una de las muchachas al acercarse temblorosa
a la puerta, volvió con el rostro lívido. El viejo comprendió.
—¿Ya?—dijo lanzándose a la puerta.
Y al ver la línea de llamas en el viento me
dijo con las dos manos posadas sobre mis hombros:
—Dos hijos le había dado a la guerra. Ahora le
doy la casa… todo…. En fin —suspiró— con tal que sirva de algo…
Momentos después salían con nosotros,
incorporados a nuestro campamento nómada. Detrás del grupo fingía el pueblo una
cinta de aurora boreal, y las palmas crepitaban enviando pavesas a lo alto.
Una de las muchachas lloraba sobre su lío de
ropa. La otra parecía extrañamente animada. Esta era morena y fuerte, con algo
varonil en el andar. Aquélla era pequeña, tímida, casi bonita, medio rubia, un poco
sentimental en sus trapos de guajira…
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