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miércoles, 9 de agosto de 2017

Nuestros humoristas: Rafael Blanco




 Bernardo G. Barros

 Hace varios años se murmuró en los corrillos del Ateneo y junto a las mesas de los cafés, el nombre de un caricaturista joven que alardeaba de un estilo independiente, acaso no muy comprensible para los aficionados a las heroínas de Willette. Nuestra pobre actualidad artística le rindió agasajo. Los periódicos se poblaron de dibujos firmados por aquél. Y el público se detuvo frente a la rudeza de los contrastes que simplificaban la concepción fisonómica de los personajes caricaturados. 
 Días después, le conocí en la redacción de El Fígaro
 Al saludarnos me dedicó una sonrisa petulante que intentó disimular con un cordial apretón de manos. Hablamos poco. Sus miradas lo escudriñaban todo. Y en sus ademanes vivía el desparpajo natural del hombre que se siente convencido de su triunfo. Cuando nos despedimos apenas si exclamó: 
 –Rafael Blanco... un amigo para el porvenir... 
 Y su figura enjuta, algo despreocupada, me hizo pensar en un temperamento excepcional, capaz de todas las rebeldías y de todos los esfuerzos. 
 Desde entonces ¿cuál ha sido su labor? ¿Qué orientación señaló, entre nosotros, el arte de Forain y Caran d´Ache?... 
 He ahí, el propósito de este artículo. 

                                           
 Cuando en 1797 don Francisco de Goya y Lucientes, dio a la publicidad –bajo el título de “Los Caprichos”– su primera colección de aguafuertes, toda una sociedad que parecía dignificar la más pequeña amoralidad, sintió el calor de las impugnaciones condensadas en aquellos trabajos tan admirados por la factura –en donde predominaba la maestría del claro-obscuro– y por la original concepción de la sátira. El pintor que (como dice el inglés Muther) desdeñó “las reglas formuladas por el arte antiguo para el decorado de los templos”, se hacía más temible que cuando retrataba el espíritu de Carlos IV o la escandalosa coquetería de la reina María Luisa. Porque, removiendo la idiosincrasia de su época, iniciaba una labor de flagelo que habría de renovar después, en un sentido antimilitarista, con “Los desastres de la guerra”... 
 Esto dio lugar, mucho más tarde, a la creación de una escuela (tendencia más bien) que trataba de imponer, dentro del humorismo, la técnica de los Duendecitos, Linda maestra, y cuantos trabajos de igual clase realizó el autor de La Maja Vestida
 En España muchos caricaturistas y muchos fantaisistes se afiliaron a la tendencia reciente. Pero... tal vez porque el público no gustase de ella, o bien porque los discípulos fuesen poco aventajados, lo cierto es que se dejaron influenciar por otras facturas más sencillas y de mejores resultados prácticos. Actualmente, Sancha es una buena prueba de que la historia ha venido repitiéndose. Y también de que Francia ha encauzado dentro de su falsedad humorística de hoy, el gusto acomodaticio de todos los que anhelan conquistar, sin esfuerzos, sin luchas, el poderoso talismán de la vida contemporánea. Y ya sabes, lector, que el business... es el business
 Ahora bien: si te digo que Blanco es un sectario de la manera goyesca, comprenderás cómo no estuvo errada la opinión de los críticos que ensalzaron sus dotes de humorista revolucionario. 



 Blanco, por necesidad, por deliberación inconsciente, rechazó los trillados caminos que a la juventud señalaban los dibujantes del boulevard. No vio lo bello sino lo humano. No buscó lo pequeño, lo que otros detallan con esmero. Su imaginación abarcó la síntesis. De haber sido pintor, figuraría en la clasificación de los impresionistas. 
 Con estas condiciones que el tiempo ha fortalecido, se formó una personalidad inconfundible. Sus trabajos, llevados a cualquier revista europea, resaltarían inevitablemente. Sería un independiente. Porque su estilo es una concepción particular a través de las enseñanzas de Goya. 
 De ahí que no sea un caricaturista popular. 
 La popularidad supone compenetración del artista con el público. Y Blanco, mordaz, agresivo, no puede ser el enfant gáté de las muchedumbres. 
 Analizando sus trabajos, observando su comprensión fisonómica de los caricaturados, hallaremos el espíritu que ha sabido retratar con dos manchas y cinco trazos fundamentales. (Verdadero efecto que consigue desdeñando la geometría rebuscada). Y siempre tenaz, implacable, ha presentado al individuo tal como es, sin embellecerlo, sin evitar el gesto risible. 
 En esta disección ha realizado una nariz personalísima, o unos labios que sonríen con marcada benevolencia. Y hay algo primitivo –y a la vez complejo– en esos rostros que delatan una emoción, o en esos cuerpos afectados por la vida que se revuelve ante los ojos inquisitivos del artista. 
 Gran observador y gran comprensivo, acecha el momento culminante en que lo ridículo vence nuestra estética de máscaras cotidianas. Es un pesimista. Pero no un pesimista que elogia la revuelta melena de Schopenhaüer. No. Es un pesimista que, sonriendo cruelmente, nos dice: 
 –Hombres de letras, pensadores profundos, amanerados de salón... he buceado en vuestras almas y he estudiado vuestras caras... Y aquí os doy lo que he visto; lo que vosotros mismos reconoceréis con un examen de conciencia realizado frente a un espejo...

                                             
 He dicho que Blanco es el revolucionario de nuestro humorismo. 
 En efecto, él (y nadie más que él) rompió con lo convencional. La uniformidad rutinaria; el procedimiento sistemático de aceptar la línea con un valor prefijado; la observación temerosa que robaba personalidad; lo estable de esa observación hermana de un solo gesto cien veces repetido; todo lo que hablaba de talentos y condiciones supeditadas al mal gusto de unas cuantas personalidades confusas, pereció bajo el lápiz rudo –lleno de acometividad– que manejaba un artista verdadero. Blanco ajustó la vida a su técnica y a su manera de ver. 
 Únicamente las manos –eterno escollo de dibujantes y pintores– habrían de resistirse a su dominio. De ahí que sus tipos no posean unas manos correctas, que –sin llegar a la precisión característica de Luis Malteste– (dibujante perfecto y de escuela bien distinta) presenten un aspecto natural de conjunto. 
 En todo lo demás... es el mismo discípulo de Goya, que busca la impresión momentánea. 
 Unas veces la hallará en el compañero o en el amigo. Otras, a pleno sol, en una avenida sembrada de árboles sucesivos cuya fronda, retocada y espesa, simula el verdor de una franja constante... 
 Y así, de ese modo, ha sorprendido las escenas en que el realismo se cubre con el hondo bostezo de todo lo vulgar. 



 Una criandera rolliza que acompaña a dos tripudos muchachos, le sugiere un estudio original de contraste. La diurna procesión de las burras custodiadas por el cálculo de un hombre harto de luz y de ruido, le ofrecen –mientras se alejan calmosamente– un aspecto especial, propicio a ser tratado con la sencillez de un enfantillistè dominador del dibujo. Y Blanco lo hace. Mas, no como Rabier o Dépaquit, sino siguiendo el propio impulso que lo llevó a buscar lo que puede llamarse –paradójicamente hablando– el impresionismo de la línea... 
 Para estos alardes que merecen el encomio, no sólo ha elegido –naturalmente– el campo de la caricatura; sus cualidades entran de lleno en la fantasía, en la parodia, y en la sátira. Es un humorista que abarca todos los géneros, si bien es verdad que la mayor parte de sus trabajos delatan cierta propensión a mostrar el cansancio, y el oculto dolor de las vidas que se arrastran. 
 Ellos hacen reír y pensar. Porque encierran esa filosofía, nada convencional, que limitan las aceras de una calle o el tabique de un cuarto mugriento. 
 Lo cual no quiere decir que Blanco desdeñe otros asuntos. 
 Yo recuerdo un dibujo en que retrató de manera maestra, el profundo meditar de dos ajedrecistas calvos, abstraídos, y con un aire de personas trascendentales... 


 Pero su atención se detiene con más frecuencia en los mismos episodios naturales, imprevistos, que hicieron exclamar a Maupassant por boca de su Mr. Mongilet: 
 –¡Ah! Las cosas que se ven desde un ómnibus. Es un teatro; el verdadero, el genuino teatro de la naturaleza visto al trote de dos caballos.

 Julio, 1911

 El Fígaro, núm. 30, Año XXVII, La Habana, julio 23 de 1911, pp. 455-456. 


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