Federico de Ibarzábal
I
Dulce visión pretérita de
los años primeros
ungida con el óleo de mi
recuerdo fiel:
retozos de la escuela,
héroes de romanceros,
callejas de mi barrio,
tiradas a cordel.
Llovía: y terminados los
recios aguaceros
íbamos hacia el patio a
espaldas del bedel
y echábamos al agua de los
lagos charqueros
escuadras numerosas de
barcos de papel.
Al puerto fuimos poco: un
día señalado,
con un profesor grave,
siempre martirizado
por nuestras travesuras:
era el «señor Quintín».
Y aquel buen hombre sano
que nunca se reía
era nuestro gracioso,
porque nos parecía
el mascarón de proa de un
viejo bergantín.
II
Trajín bajo el derroche de
luz del mediodía;
ir y venir de lanchas;
tremenda confusión
de los estibadores y la
marinería
manchados por el humo y el
polvo del carbón.
Las sosegadas aguas de la
febril bahía
rompe con sus avances
potentes un lanchón;
en el muelle hay un vivo
rumor de algarabía,
incidentes que ocurren
entre obrero y patrón.
Hay en la rada, barcos de
todas las naciones
que despliegan al aire
vistosos pabellones;
matrículas exóticas:
Marsella, Liverpool...
Un hábil marinero en las
gavias maniobra,
y el oficial de un buque
mira desde la obra
muerta, las aguas turbias,
de un sospechoso azul.
III
Esta gris alameda, abandonada
y sola,
tiene la gracia antigua y
el sabor colonial;
una reminiscencia de la
vida española
junto a los edificios de
corte conventual.
¡Alameda de Paula! Blando
rumor de ola;
brisas entre los álamos,
dulzura espiritual;
sordo ruido de carros que,
en la calleja, viola
el solemne silencio de la
tarde glacial.
Junto al muelle desierto,
pacífico y mojado,
la Alameda de Paula duerme
en un sosegado
sueño, su vieja vida de
perpetua inacción.
Como esas viejecitas que
tuvieron amores,
y que hilan sus recuerdos
desde los corredores,
sin un deslumbramiento,
sin una sensación.
IV
Éste es un barco viejo que
zarpó justamente
una turbia mañana
perezosa; y el mar
lo maltrató tan dura y tan
continuamente,
que ningún tripulante
esperó regresar.
Pero ha llegado al puerto
la marinera gente,
y teniendo permiso para
desembarcar,
en las mesas que adornan
la taberna de enfrente
con los viejos amigos se
han puesto a conversar.
Y relatan los riesgos que
corriera el navío
bajo la furia loca del
huracán bravío
que en el Golfo de México
le destrozó el bauprés.
Es un barco muy viejo pero
muy marinero,
y las sólidas planchas de
su casco de acero
son el timbre de orgullo
de un constructor inglés.
V
Amplio puerto habanero y
afanoso que sabes
del infinito anhelo de
viajar que hay en mí...
Viejo puerto sonoro donde
entró con sus naves
Don Sebastián de Ocampo,
procedente de Haití.
Puerto heroico que guarda
los recuerdos de graves
complicaciones hondas con
los piratas, y
sobre el que siempre
vuelan las marineras naves
remontando del cielo el
bruñido turquí.
Tu Castillo del Morro,
colonial y sombrío,
guarda heroicas leyendas
que en las noches de frío
aburridos soldados suelen
rememorar.
¡Pétreo faro de O`Donnell!
Tu lumínico casco
es fulgor de la espada que
a Don Luis de Velasco
las tropas de Albemarle no
quisieron tomar.
De El balcón de Julieta (1916)
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