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sábado, 29 de abril de 2017

El bar en casa




  Miguel de Marcos

 Hace largos años conocí a un hombre respetable. Era un espíritu honesto, tranquilo, con ciertas lentitudes en la palabra y que lobanilleaba su occipucio con un mimo regalado. Tenía una vieja costumbre: por la noche, después de comer, se anegaba en un pijama, retiraba de los pies adoloridos sus botines chirriantes y los introducía en unas pantuflas suntuosas y capitonadas. Luego, se extendía en un canapé e instalaba junto a él una mesita brillante, pulida, ornamental. Sobre este mueble, un criado respetuoso depositaba una botella de whiskey y un sifón, con gestos que casi eran litúrgicos. El hombre, entonces, mollarizado, en este ambiente de reposo y de beatitud, leía mansamente los periódicos, anotaba su correspondencia y seguía, en revistas especializadas, todo lo referente a la fabricación de los abonos químicos. De vez en vez, sin apresurarse, con regodeo, introducía en el vaso un poco de whiskey, lo asperjaba con un chorro efervescente del sifón y tragaba aquella mixtura, entornando los ojos y chasqueando la lengua. Inmediatamente, tras estas absorciones reiteradas, encallaba en un editorial o se hundía en un abono químico.
 Creo que este hombre bienaventurado, que aun circula,-un poco marchito y remolcando bajo su camisa una radiosa cirrosis hepática- fue el magnífico precursor del bar doméstico.
     ***
 Porque el bar doméstico es hoy una realidad vencedora en muchas residencias. Es una cosa elegante. Es de buen tono. Algunos de estos pequeños bars caseros son exquisitos y valen como un espectáculo de arte, con sus maderas pulidas, con sus nickels brillantes, con sus vitrolites que tienen reflejos de clínica, con sus copas de cocktail, con las filas de frascos que guardan en su ánimo un poco de olvido y un poco de locura.
 En las grandes fiestas, el bar “chez soi”, pierde su intimidad. Funciona a todo vapor, a toda presión. Pero en esas ocasiones, lo manipulan "barmen" estilados, impersonales, que levantan los brazos corno las asas de un ánfora y sacuden con estruendo la cocktelera. Eso bajo su aparente elegancia, oculta un poco de plebeyismo. Toda la gracia interior del bar doméstico se pierde entre el estruendo de la concurrencia, entre el berrido del hombre titubeante, que, con una gardenia en su frac, reclama imperiosamente, un Alexandre bien cargado de ginebra. Y la característica del bar doméstico es todo lo contrario, esto es, su secreto armonioso, su fervor de intimidad.
 Hay en él un ambiente de capilla, de cartuja festiva, de amistad estrecha, de catacumba rigoleta. Un poco más y el bar en la casa es corno una Tebaida tranquila, ouateada, donde la absorción de cocktails asume el prestigio de un rito invulnerable.
 Es lo que me decía un amigo letrado, de espíritu eclesiástico, tendiéndome entre los nickels relucientes de su bar casero, un "gobelet" cargado de benedictino: -No olvides que este brebaje procede de la Escritura. Lo destilan los monjes blancos de Selesmes y de Ligugé. Esos sacerdotes venerables se alimentan con raíces. Cavan su propia tumba en los jardines de su Trapa adusta. Pero aun tienen tiempo de fabricar este elíxir dulzón que no conoció en sus mejores sueños aquel Júpiter mitológico, tan inclinado a absorber unos néctares falsificados entre las nubes de su Olimpo.
                        ***
 Yo he llegado a una casa amiga. El criado me guió hasta la biblioteca. Pasé la mano con emoción sobre el lomo sombrío de un Shakespeare. Me cohibí, repelido, ante un infecto Código Civil. Pero el dueño ya acudía, alerta, sonriente, ingerido en un pijama de estilo ruso, que le daba la vaga apariencia de un antiguo oficial del Zar. Estaba un poco anacrónico, porque al través de una ventana abierta yo contemplaba las palmas de la calle G.
 Hablamos vagamente de negocios. De mutuo acuerdo, por considerarla una cosa incluida en el renglón putrefacto, eludimos la política. El dueño de la casa, sonriente, me tendió, abierta, una caja de tabacos. Atrapé un cheruto repolludo. Y aquél, con su sonrisa divertida en V, como la del clown Grock, agregó más afable:-Voy a prepararte un cocktail. Me esperas cinco minutos. He atrapado una fórmula sublime. 
  Desapareció. Instantes después regresaba con la cocktelera envuelta en una servilleta. Un criado aportó dos copas sobre una bandeja. Y mi amigo escanció el brebaje en las copas finas, delgadas, enjutas, que tenían la apariencia de una pirámide de cristal. Inmediatamente, con una destreza admirable, cubrió la mixtura con un polvillo de canela.
 Yo, en mi ignorancia de aquella fórmula sagrada, indagué curioso.
 -¿Qué es?
 -Prueba, constata y emite tu juicio desapasionado sobre mis cualidades de "bar tender".
 Tragué un sorbo y dije: -Tengo la seguridad de que no es un Mary Pickford.
-Hombre, no. El Mary Pickford es un cocktail...  
 -¿Cinemático?...
 -No, virginal. Eres hediondamente indocto. El Mary Pickford es bebida para colegialas. Piensa en su fórmula: jugo de piña, ron, granadina, ni lo menudo. El jugo de piña tiene un sentido frutal, de frescura, de doncellez. Y la granadina es una cosa sin misterio. Esto que te brindo, para regodeo de tu paladar incogénere, es un Josephine Baker.


 -Ah, comprendo, bananos salitrosos en torno de una cintura desnuda que se recroquevilla lúbricamente.
 -Oh, no, hombre de excesiva imaginación. La fórmula del Josephine Baker no es desnuda. Está completamente vestida.
 Y alzando en la mano felpuda su copa alargada, cuyos bordes se decoraban con canela, añadió:
 -Es una fórmula "habillée", frondosa. Oye: Domecq Soberano; ½ vino de Oporto; un tercio de Apricot Brandy. Una cucharadita de azúcar, la cáscara de un limón, la yema de un huevo, hielo menudito. Todo esto se bate bien y se cuela. Luego se le tiende una débil capa de canela por encima. Et voila. Como ves, cosas sustanciales. El Domecq pone en esta combinación su fuego sordo, su llama que no se extingue y que sospecho era la que alimentaba altar de las vestales. El vino de Oporto ingiere en este aliño su gracia de vides oscuras, sus racimos tostados, su chispa meridional. El Apricot Brandy está entre esta fiebre como un paso de fiesta. La cáscara del limón es una prudencia intercalada. Se mete en este pequeño lago de dulzura para picarla con su acidez. En tu lengua habrá una vibración: es la cáscara. La yema del huevo oficia con serenidad en esta liturgia y esa canela espolvoreada es un artificio de imaginación: ella te traerá al recuerdo la imagen bruñida y anillada de Josephine Baker.
 -¡Pero faltan los platanitos, viejo!
 -Oh, esos puedes utilizarlos como un ejercicio metafísico... y diez minutos después, ambos, por unanimidad y como una forma de homenaje espiritual, reincidimos sobre el Josephine Baker.

***
 Hace muchos años leí un cuento delicioso de Francois Coppée, que recuerdo en este momento, a propósito del bar doméstico. Una señora realiza un verdadero hallazgo para evitar que su esposo se vaya todas las noches al café a jugar unas carambolas con los amigos y a tomar unos vasos de cerveza. Al efecto, instala un café en su propia casa. Erige en la casa un mostrador reluciente, un billar, uno velador, un aparato para expeler la cerveza rubia tocada por su espuma blanca y rizada. El marido se siente encantado. Varios amigos se instalan en las mesitas y materializan los mismos gestos que en el café: forman pilas con los platos, discuten de política, apostillan con denuestos las carambolas dudosas. El esposo se inclina sobre el tapete, la pierna en alto y cuando gana un partido demanda una cerveza que le sirve su propia mujer vestida de camarera. Pero al cabo de los días en el ánimo del esposo se prende el fastidio. No es lo mismo aquel cafetín en la sala de su casa, que el de la esquina, con sus camelots, sus jugadores de manila y las moscas adhesivas que ronflan en torno de los vasos. La mujer se desespera, inquiere del marido lo que le desazona. Y éste, en mangas de camisa, el chaleco abierto, el taco marchito, después de fallar una carambola, replica con tristeza:
 -Es que al aparato de la cerveza le falta presión, querida... Yo he pensado en este cuento, al recordar los bars domésticos que ahora funcionan en muchas casas de la Habana. Hasta ahora, son un éxito: de elegancia, de exquisitez. de buen tono. Pero, el demonio son las cosas: acaso, algún día, un esposo, buen catador, advierta que el daiquirí de su bar no está bien "frappée"...

 Social, noviembre de 1935. 

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