Tomas Romay
No pretendo esparcir con mano trémula hermosas
y fragantes flores sobre la tumba del Sr. D. Manuel Zequeira y Arango. El dolor
y amargura de que está penetrado mi corazón por una muerte aunque muy prevista,
pero siempre lamentable, no me ofrece sino adelfas y lúgubres cipreses. Mas
esta no sería la libación que merecen sus cenizas, ni la que debe consagrarle
la más sincera y constante amistad.
Éramos todavía jóvenes cuando el ilustre
Casas, semejante al astro del día, se presentó en nuestro horizonte disipando
con sus luces los errores y preocupaciones, reuniendo en una Sociedad de amigos
los hombres que existían dispersos por sus
Intereses y opiniones, y estrechando
íntimamente sus relaciones y afectos; donde entonces Zequeira y yo
identificados en ideas y sentimientos, nos dirigimos con frecuencia a un mismo
objeto, aunque por medios diferentes: el observando con exactitud y el éxito
más plausible los preceptos de Aristóteles y Horacio, y yo venerando y
siguiendo de lejos con paso lento las huellas sagradas de Quintiliano y de
Tulio.
Confiada la dirección del Papel Periódico a la Sociedad Económica por su ilustrado Fundador,
Zequeira y yo fuimos elegidos entre sus primeros redactores. Poco después
propuse a ese Cuerpo, a consecuencia del programa que publicó, que se erigiera
una estatua en el paseo extramuros al Sr. D. Carlos III, como el más justo y
digno homenaje de nuestra fidelidad y gratitud, por habernos redimido del yugo
británico. Zequeira aplaudió su inauguración con el mismo júbilo y ardiente
entusiasmo que los Atenienses las de Armodio y Aristoginton.
Juzgué también merecedor de otro monumento tan
glorioso y perdurable al almirante Cristóbal Colon; Zequeira ya con la lira, ya
con la trompa cantó las eminentes acciones de aquel Héroe, cuando se
trasladaron sus respetables cenizas de la isla de Sto. Domingo a la Catedral de
esta ciudad.
Preparé la opinión de sus vecinos en favor del
Cementerio que se construía lejos de la población, y describí después su parte
arquitectónica y funeraria; una y otra mereció que Zequeira las recomendara en un
Poema, persuadiendo con las razones más eficaces que la Religión y la salud
pública exigían imperiosamente aquel establecimiento.
El 2 de Mayo de 1808 que aun excita el corazón
de los españoles los sentimientos más nobles y sublimes, ese día de gloria y de
luto, de estupor y venganza, me inspiró la “Conjuración de Bonaparte y Godoy
contra la España,” y cinco años sucesivos celebré su aniversario, inflamando el
odio a la perfidia, la fidelidad al legítimo Soberano, y los mayores
sacrificios por la independencia nacional; Zequeira enajenado por un estro
divino comparó en un Poema el valor y decisión de Daoiz y Velarde al heroísmo
de Leonidas, cuando resignándose a morir con sus trescientos compatriotas,
sellaron ese voto con propia y enemiga sangre, hasta obstruir con los cadáveres
el paso por los Termópilas, y continuando aquel paralelo en varias
circunstancias, concluye con este exactísimo epílogo:
El valor de sus huestes distinguidas
Por su gloriosa memorable hazaña;
Que si a la Grecia eternizó Leonidas
Daoiz y Velarde ilustrarán a España.
Entre
los dos sitios que sufrió Zaragoza en la guerra de la independencia, y en la de
Numancia descrita por Lucio Flora, no encuentro otra diferencia sino en el
tiempo que duraron: esta se prolongó muchos años, y aquellos pocos meses. Pero
siendo incomparablemente superior la potencia destructiva de los fusiles,
cañones, minas, bombas otros proyectiles, a la de los dardos, flechas, arietes
y demás armas que usaban los romanos; resultaron en un período mucho más corto,
las mismas calamidades, desolaciones, muertes y general exterminio. Los
habitantes de esos dos ínclitos pueblos soportaron todas aquellas adversidades
con igual fortaleza, constancia, valor y patriotismo; y si Escipión no encontró
un solo Numantino para uncirle a su carro, Lannes halló únicamente cadáveres y
moribundos, escombros y cenizas. Ni el uno ni el otro pudieron gozarse de su
triunfo, porque en ambos fue un nombre insignificante. Tan heroicas virtudes y
hechos tan eminentes los referí en un Discurso; Zequeira los ensalzó como
justamente merecían en un Poema, por si solo bastante para ser conocido y
apreciado de los críticos menos indulgentes.
Al fin, la Sociedad Económica por una elección
muy honrosa me confió el elogio del Escmo. Sr. D. Luis de las Casas, su
fundador, primer Presidente y Socio honorario; Zequeira aplaudió en diferentes
metros y de mérito distinguido sus virtudes marciales y civiles, y los importantes
beneficios que dispensó a esta Isla su ilustración y munificencia, el día
memorable que la misma Corporación y la Junta de Comercio y Agricultura de esta
ciudad le tributaron el más solemne y religioso testimonio de dolor y gratitud
cuando ya nada podían esperar de su benevolencia, ni temer de su autoridad. Tan
repetida coincidencia por un impulso espontáneo, sin previo acuerdo ni alguna indicación,
supone la simpatía más íntima entre las funciones del cerebro y del corazón.
Mas esas poesías, ni las contenidas en la
colección de las publicadas en New-York, son las únicas que produjo su fecunda
y ardiente imaginación, ni tampoco se dedicó exclusivamente a gozar de los
placeres que inspira ese arte encantador. Sócrates y Descartes manifestaron que
la filosofía no era incompatible con la milicia: a las Musas de Cervantes y
Ercilla no infundieron pavor el estruendo de las armas ni el horrísono
estampido del cañón; Zequeira ciñó sus sienes con los laureles que cortaba
alternativamente en el monte Parnaso y en el campo de Marte. Otro genio más favorecido
del Dios de las batallas le seguirá por esta difícil carrera demasiado extraña
a un tímido prosista aterido ya y enervado por la edad. Pero siempre le
admiraré como al primero que enseñó en Cuba con su ejemplo los tropos y
preceptos, la cadencia y armonía, las gracias y bellezas del arte de Apolo a
los precoces ingenios que con grata sorpresa se desarrollan, ofreciendo las más
lisonjeras esperanzas; descollando entre ellos por los rasgos con que ha imitado
a Virgilio en la Epopeya, a Horacio en las Odas y Epístolas, a Juvenal en la
Sátira, en los Epigramas a Marcial, aunque menos picante y profuso, y en las
Anacreónticas al venerable autor de esas rimas. Por ellas y otras vive todavía,
y nunca se olvidará su nombre. T. R.
Memorias de la Real Sociedad Económica de La Habana, T-I, 1846, pp. 335-38.
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