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miércoles, 15 de marzo de 2017

Paralelo militar entre España y Francia



 Citado en bibliografías pero apenas comentado, Zequeira publicó Paralelo militar entre España y Francia bajo el seudónimo -este más bien lezamiano- de Enrique Aluzema, el mismo año que escribió "La Ronda". 

 Se reprodujo de inmediato en México, el propio 1808, y en Cádiz, al año siguiente.


 He tomado el texto de la edición gaditana.


 Sobresale, sin dudas, como un gran discurso de época. No me refiero, desde luego, al fervor patriótico, ni al certero vaticinio que realiza, sino a su claridad expositiva, con estupendas alusiones a Voltaire y la revolución francesa. 


 Es excelente la descripción de las tácticas prusianas, y no menos, los ejemplos de “heroísmo popular” que trae a cuenta, tomados de la guerra de independencia de Norteamérica: 


 “Brunker, que siendo un vendedor de modas en Filadelfia, se arrojó sobre una bomba encendida, arrancó su espoleta, y salvó la vida a muchos de sus conciudadanos”, Wuaren, “que siendo médico en Charleston, rechazó con un puñado de hombres más de cuatro mil realistas”, o el librero Knox, de Boston (en realidad el famoso general Henry Knox), quien rechazara a los ingleses en el sitio de York.  

 Mención aparte para la España heroica, comenzando por "nuestros padres los Godos" y siguiendo con Cortés y Pizarro. 



 El deseo de la libertad es un interés universal de nuestra especie, y hasta los irracionales se esfuerzan por conseguirla. La Francia creyó alcanzarla en el año de 1789; pero el genio de la revolución que la inflamaba, no le inspiró sino un furor frenético, hasta inducirla a cometer el exceso de decapitar a Luis XVI, y acabar con el trono de su real familia, para que al fin viniera a postrarse a los pies de Napoleón, y hacer la víctima del hombre más pérfido de la tierra. No obstante, el espíritu de patriotismo, y el entusiasmo que acaloraba sus cerebros por conseguir una felicidad soñada, los hizo formidables y temibles para el resto de la Europa. Toda la Nación se regeneró con una rapidez inconcebible; las costumbres tomaron otro giro enteramente opuesto al que tenían: los Reyes no fueron conocidos sino con el epíteto de tiranos: la Religión desapareció de los altares: los Santos quedaron en los almanaques, y las plazas y calles públicas de S. Honorio, de S. Antonio y de Santiago tomaron los títulos de calle de la constitución, calle de la justicia, calle de los grandes hombres &c. Voltaire, a quien ellos adoraron como al Apóstol de la libertad y el destructor del fanatismo, mereció que sus cenizas se trasladasen en triunfo desde Sellieres hasta París, con una pompa de que no hay exemplo en la memoria de los siglos. No hubo delirio en que no incurrieran por inmortalizar al grande hombre que les había inspirado los primeros sentimientos contra la tiranía: el carro en que fueron trasladadas sus cenizas contaba de quarenta pies de elevación, iba tirado por doce caballos blancos y acompañado de cien mil personas: la imagen de Voltaire que descansaba en un lecho de flores, se veía coronada por el simulacro de la Inmortalidad, quien cubría su cabeza con una diadema de estrellas: en el frontispicio del carro se leía esta inscripción:

 A los manes de Voltaire.

 Sobre una de las planchas colaterales estaba escrito este verso de sus obras:

 Si l'homme est créé libre, il doit se gouverner. 

 En el lado opuesto había otro verso del tenor siguiente:

 Si l'homme a des tirans, il doit les détroner.

 Los inciensos y los perfumes ardían en abundancia alrededor de su estatua, y formaban en los ayres una atmósfera divina: los conciertos cívicos y los himnos patrióticos resonaban por todas partes, y aumentaban en sus corazones el deseo de la paz, de la fraternidad, y de la libertad ilusoria que se prometían. Tal es, poco más o menos, aunque no con tantos excesos de locura, el fuego que anima a los demás pueblos quando llegan a electrizarse por el amor de la patria, y por los intereses de la Religión.

 Pues que sabemos los sucesos recientes de nuestra revolución en la Península, pongamos ahora en la balanza de la imparcialidad los unos y los otros motivos, y veamos qual de las dos Naciones ha tenido más justicia para proceder a su defensa. Si la Francia no tuvo otro interés que la extinción de los Monarcas, y la persecución de los tiranos, la España por el contrario, quiere sacrificarse por la causa de los primeros, y por la exterminación de los segundos: si aquellos se esforzaron por destruir los fundamentos de la Religión, nosotros derramamos nuestra sangre por sostenerla con el debido culto: si aquellos lidiaron por innovar el código de las leyes, nosotros vamos a arrostrar los mayores peligros por conservar las que nos regían: si los franceses destruyen la nobleza con el fin de que reyne la canalla, los españoles mantienen las prerrogativas de sus clases para que se perpetúe el orden, y se propaguen los sentimientos que se heredan de los ilustres antepasados; sin que la plebe quede excluida de gozar los más altos privilegios, siempre que se haga digna de ellos por sus virtudes: si aquellos colocaron a Voltaire en el Panteón de los grandes hombres (porque los ha conducido a ser esclavos de Bonaparte), los españoles quieren beber la sangre del traidor Godoy, y sepultarlo en el abismo, porque también quería llevarlos a ser esclavos del mismo Napoleón. ¡Qué diferencia de pretextos entre los unos y los otros revolucionarios! En los franceses ¡quantas torpezas, quantos delirios! En los españoles ¡quanta dignidad, quanta justicia!



 Sin embargo, a pesar del bizarro carácter de los castellanos, y de los gloriosos triunfos que han obtenido sobre la que hoy es enemiga universal de las naciones, no faltan políticos incrédulos que nieguen el éxito feliz de nuestra empresa en las actuales circunstancias. Bien podrá suceder lo que ellos pronostican, ni niego absolutamente que la España dexe de estar expuesta a entrar en el número de las naciones tributarias del tirano, por la vicisitud de la fortuna; pero yo no encuentro una sola reflexión que sea capaz de hacerme concebir esta desgracia. Si nosotros entrásemos en lid con Bonaparte levantando otros exércitos iguales a los suyos para presentarle batallas generales, entonces yo no haría el mejor vaticino de nuestras conseqüencias, así por las ventajas de lo teórico, como por la experiencia militar del enemigo. Pero no estamos en este caso: el punto de la dificultad consiste en que la España quiere ser libre, y que es preciso que lo sea, a menos que el combate no se trabe de Nación a Nación, porque ella ha envidiado, como suele decirse vulgarmente, el resto de su poder, y Bonaparte jamás podrá conseguir este prodigio: él sacrificará una porción de su tesoro, y España invertirá todo el suyo, que es el más poderoso de la tierra por la opulencia de sus Américas, y por las fuerzas marítimas de la Gran Bretaña. Napoleón podrá atacarnos con exércitos repetidos, pero sus ímpetus serán tan infructuosos como el de las pequeñas olas, que después de embestir contra una formidable roca, tienen que retroceder burladas a ocultarse en su propio centro. Sí, yo me atrevo a vaticinarlo: Napoleón se verá en la necesidad de abandonar su proyecto, o tendrá que sufrir la revolución de sus provincias, que infaliblemente se cansarán de tantos sacrificios que no han tenido otro objeto que el de su felicidad y la de su familia. Y aun no estamos lejos de ver realizado el documento del célebre Mariana, en su historia de España donde dice: que ordinariamente pierde los estados propios el que pretende hacer suyos los agenos.

 Pero supongamos que la fortuna, su antigua protectora, le proporcione la entrada de sus exércitos en lo interior del Reyno; y supongamos también que son superiores a nosotros en la práctica del arte militar. Mas pregunto, ¿tendremos entonces necesidad de saber las maniobras prusianas para cortarles los víveres, quemar sus equipajes, fatigarlos, dividirlos y hacerlos perecer con mil géneros de persecuciones? Entonces será quando no echaremos menos ni los preceptos de Guibert, ni las maximas de Folard; y entonces será quando en lugar de aquellos conocimientos sublimes, sabremos substituir la fuerza, la bravura, la intrepidez, la perseverancia, y los demás recursos que en tal caso se estimarán superiores a las reglas escritas por los maestros de la profesión.

 La guerra a los tiranos y a los usurpadores viene a ser la causa común de todo ciudadano virtuoso, qualquiera que sea su país y religión. Este era el lenguaje de la gran República el año de 1789. ¡Máxima admirable! que predicada por los mismos usurpadores, quizá llegará a ponerse en execución por todas las potencias del continente, conociendo la humanidad de sus principios; y de este modo tal vez harán que la Francia, reducida a su primer estado, renuncie todo espíritu de conquista, y no quiera jamás armarse sino por su defensa, según decían ellos al principio de la misma revolución. ¡Miserables! tan débiles entonces como frenéticos ahora; no han podido manifestar otro carácter que el de la volubilidad, a pesar de sus valerosos ardimientos. No quisieron Reyes, destronaron al que tenían, lo arrastraron bárbaramente hasta el suplicio, acabaron con su Real Familia; y ahora obedecen al mayor de los tiranos, le dan el título de Emperador, y derraman la sangre de la Europa por entronizar a los ridículos personajes de su estirpe. Renunciaron todo género de conquistas, y ahora se entregan a los robos, a las violencias, a los asesinatos, y a quantos géneros de abominaciones ha podido concebir la iniquidad. Este es el desenlace que ha tenido la gran tragedia de su revolución, esta es la paz, la igualdad tan decantada, la fraternidad, y el odio a los tiranos que procuraron inspirar a las demás naciones.

 Con todo, a pesar del carácter voluble que los distingue, es indisputable que mientras permanecieron unidos, conservaron en cierto modo su independencia, porque defendían un derecho privado a cada ciudadano, que vino a ser la causa común de sus empeños: sus esfuerzos sin duda fueron grandes, pero no mayores ni tan llenos de energía como los que ha desplegado el carácter español por resistir al tirano, y sostener sus prerrogativas. La España cuenta con todos los hijos de su suelo que se alistan voluntariamente baxo los estandartes del patriotismo; la España cuenta con sus recursos, con los auxilios de las Américas, y con el poder de la Gran Bretaña. La Francia no puede contar sino con los conscriptos involuntarios, que son arrancados con violencia del seno de sus familias para llevarlos al sacrificio: la Francia al principio de sus movimientos tumultuarios tuvo que levantar tropas a expensas de la República, tuvo divisiones intestinas, tuvo hostilidad es que sufrir de los exércitos realistas; y con todo la Nación permaneció independiente por el orden con que se unieron y se organizaron. En España no hay bandos ni partidos que impidan las operaciones, todos cooperan a un propio fin; luego ¿por qué no ha de prometerse la misma felicidad que tuvieron sus enemigos? ¿Por ventura no hemos dado pruebas de valor e intrepidez en los combates? Nuestros padres los Godos, casi desnudos de conocimientos, sin método, sin disciplina, con hondas y con sables ¿no hicieron titubear al Capitolio? ¿La restauración de los Asturias, y la espada de Pelayo, dexarán de brillar en las historias? ¿Las demás naciones que han disputado su independencia tuvieron más táctica que la que tienen hoy los gloriosos españoles? La Grecia, la Suiza, la Olanda y la América septentrional, ¿no han hecho retroceder a los tácticos de las naciones más ilustradas? Ello es así; mas por desgracia no faltan políticos incrédulos que estiman a los españoles en el rango más humilde de quantos hombres habitan nuestro globo, sin acordarse de que en los campos de S. Quintín y de Pavía hemos comprado con el precio de nuestra sangre los títulos gloriosos de la heroycidad. De todo esto se olvidan, y solo suelen preguntar los desconfiados políticos, con irónicos semblantes y maliciosas risas: ¿dónde están vuestros Generales? ¿Dónde está vuestra disciplina? Si me fuera lícito contestar a cada uno, entonces yo les diría: que nuestros Generales están ocultos en la masa de la Nación, y que ellos se dexarán conocer con el carácter de guerreros (1), de la manera que Moreau y otros infinitos en la República de Francia: que nuestra disciplina estriba en la justicia de nuestra causa, en la ilustración de los españoles, y en el deseo de procurarse la libertad de un tirano, a costa de los mayores sacrificios: que en la masa de la Nación están ocultos nuestros héroes, y que ellos aparecerán como apareció el insigne Brunker, que siendo un vendedor de modas en Filadelfia, se arrojó sobre una bomba encendida, arrancó su espoleta, y salvó la vida a muchos de sus conciudadanos: que ellos aparecerán como Wuaren,  que siendo médico en Charleston, rechazó con un puñado de hombres más de quatro mil realistas: que ellos aparecerán como apareció el librero Knox en Boston, que habiendo sido encargado del sitio de Yorck, atacó al enemigo, se apoderó de sus trincheras, tomó la plaza, y por premio de su intrepidez y valentía, se le remuneró con el empleo de Mayor General: que ellos en fin, aparecerán como el inmortal Cortés, como el famoso Pizarro, como nuestros Cides, nuestros Guzmanes, nuestros Saguntinos, y como una multitud de héroes que han defendido sin principios de táctica, la libertad de la patria con admiración de los militares aguerridos.



 Pue de ser que mis conjeturas sean ilusorias;  o concebidas con demasiado calor, por los vivos sentimientos que me inspira el patriotismo; pero al mismo tiempo estoy convencido de que mis reflexiones son tan cimentadas en el orden regular de los acontecimientos, que casi pueden equivocarse con la evidencia. Además, veo que la España ha despertado del profundo letargo en que se hallaba sumergida, y que a manera de un león encadenado, ha roto las prisiones, devora quanto encuentra, y estremece el orbe con sus furibundos rugidos.

 Los políticos incrédulos tendrán un millón de palabras suspicaces con que derribar por tierra el edificio de mis reflexiones: poco más o menos, concibo el mérito de los discursos con que pueden atacarme; y en esta virtud, a todo quanto digan satisfago previamente y para siempre, con el exemplo del magnánimo Sertorio, quando dixo: Españoles, vosotros seréis invencibles todo el tiempo que os conservéis unidos: las cerdas de la cola de un caballo cogidas una a una se rompen sin resistencia; pero juntas no hay fuerzas humanas que las destruyan.

 Havana y Junio 26 de 1809.

 Enrique Aluzema

(1) Pudiera citar muchos Generales españoles que se distinguieron en el Rosellon, y en otros parages de la frontera, en la guerra contra la República, pero como el público los conoce y tiene depositada su confianza en ello, omito nombres para evitar distinciones que pudieran producir quejosos.

 Paralelo militar entre España y Francia, con varias reflexiones sobre el éxito feliz de nuestra independencia, contra las usurpaciones de Bonaparte, escrito por un individuo de esta guarnición de la Havana (sic), Oficina del Gobierno y Capitanía General, La Habana, 1808.


 PARALELO MILITAR ENTRE ESPAÑA Y FRANCIA, con varias reflexiones sobre el éxito feliz de nuestra independencia, contra las usurpaciones de Bonaparte, escrito por un individuo de esta guarnición. Reimpreso en Cádiz, por Don Nicolás Gómez de Requena, Impresor del Gobierno, Plazuela de las Tablas, Año 1809. 


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