Citado en
bibliografías pero apenas comentado, Zequeira publicó Paralelo militar entre España y Francia bajo el seudónimo -este más bien lezamiano- de Enrique Aluzema, el mismo año que escribió "La Ronda".
Se
reprodujo de inmediato en México, el propio 1808, y en Cádiz, al año
siguiente.
He tomado el texto de la edición gaditana.
Sobresale, sin dudas,
como un gran discurso de época. No me refiero, desde
luego, al fervor patriótico, ni al certero vaticinio que realiza, sino a su
claridad expositiva, con estupendas alusiones a Voltaire y la revolución
francesa.
Es excelente la
descripción de las tácticas prusianas, y no menos, los ejemplos de
“heroísmo popular” que trae a cuenta, tomados de la guerra de independencia de
Norteamérica:
“Brunker, que siendo
un vendedor de modas en Filadelfia, se arrojó sobre una bomba encendida,
arrancó su espoleta, y salvó la vida a muchos de sus conciudadanos”, Wuaren, “que siendo médico en Charleston,
rechazó con un puñado de hombres más de cuatro mil realistas”, o el librero Knox,
de Boston (en realidad el famoso general Henry Knox), quien rechazara a los ingleses
en el sitio de York.
Mención aparte para la España heroica, comenzando por "nuestros padres los Godos" y siguiendo con Cortés y Pizarro.
El
deseo de la libertad es un interés universal de nuestra especie, y hasta los
irracionales se esfuerzan por conseguirla. La Francia creyó alcanzarla en el
año de 1789; pero el genio de la revolución que la inflamaba, no le inspiró
sino un furor frenético, hasta inducirla a cometer el exceso de decapitar a
Luis XVI, y acabar con el trono de su real familia, para que al fin viniera a
postrarse a los pies de Napoleón, y hacer la víctima del hombre más pérfido de
la tierra. No obstante, el espíritu de patriotismo, y el entusiasmo que
acaloraba sus cerebros por conseguir una felicidad soñada, los hizo formidables
y temibles para el resto de la Europa. Toda la Nación se regeneró con una
rapidez inconcebible; las costumbres tomaron otro giro enteramente opuesto al
que tenían: los Reyes no fueron conocidos sino con el epíteto de tiranos: la
Religión desapareció de los altares: los Santos quedaron en los almanaques, y
las plazas y calles públicas de S. Honorio, de S. Antonio y de Santiago tomaron
los títulos de calle de la constitución, calle de la justicia, calle de los
grandes hombres &c. Voltaire, a quien ellos adoraron como al Apóstol de la
libertad y el destructor del fanatismo, mereció que sus cenizas se trasladasen
en triunfo desde Sellieres hasta París, con una pompa de que no hay exemplo en
la memoria de los siglos. No hubo delirio en que no incurrieran por inmortalizar
al grande hombre que les había inspirado los primeros sentimientos contra la
tiranía: el carro en que fueron trasladadas sus cenizas contaba de quarenta
pies de elevación, iba tirado por doce caballos blancos y acompañado de cien
mil personas: la imagen de Voltaire que descansaba en un lecho de flores, se veía
coronada por el simulacro de la Inmortalidad, quien cubría su cabeza con una
diadema de estrellas: en el frontispicio del carro se leía esta inscripción:
A los manes de Voltaire.
Sobre
una de las planchas colaterales estaba escrito este verso de sus obras:
Si l'homme est créé libre, il doit se
gouverner.
En
el lado opuesto había otro verso del tenor siguiente:
Si l'homme a des tirans, il doit les détroner.
Los inciensos y los perfumes ardían en
abundancia alrededor de su estatua, y formaban en los ayres una atmósfera divina:
los conciertos cívicos y los himnos patrióticos resonaban por todas partes, y
aumentaban en sus corazones el deseo de la paz, de la fraternidad, y de la libertad
ilusoria que se prometían. Tal es, poco más o menos, aunque no con tantos
excesos de locura, el fuego que anima a los demás pueblos quando llegan a
electrizarse por el amor de la patria, y por los intereses de la Religión.
Pues que sabemos los sucesos recientes de nuestra
revolución en la Península, pongamos ahora en la balanza de la imparcialidad los
unos y los otros motivos, y veamos qual de las dos Naciones ha tenido más
justicia para proceder a su defensa. Si la Francia no tuvo otro interés que la extinción
de los Monarcas, y la persecución de los tiranos, la España por el contrario,
quiere sacrificarse por la causa de los primeros, y por la exterminación de los
segundos: si aquellos se esforzaron por destruir los fundamentos de la Religión,
nosotros derramamos nuestra sangre por sostenerla con el debido culto: si
aquellos lidiaron por innovar el código de las leyes, nosotros vamos a
arrostrar los mayores peligros por conservar las que nos regían: si los
franceses destruyen la nobleza con el fin de que reyne la canalla, los españoles
mantienen las prerrogativas de sus clases para que se perpetúe el orden, y se
propaguen los sentimientos que se heredan de los ilustres antepasados; sin que
la plebe quede excluida de gozar los más altos privilegios, siempre que se haga
digna de ellos por sus virtudes: si aquellos colocaron a Voltaire en el Panteón
de los grandes hombres (porque los ha conducido a ser esclavos de Bonaparte),
los españoles quieren beber la sangre del traidor Godoy, y sepultarlo en el
abismo, porque también quería llevarlos a ser esclavos del mismo Napoleón. ¡Qué
diferencia de pretextos entre los unos y los otros revolucionarios! En los
franceses ¡quantas torpezas, quantos delirios! En los españoles ¡quanta
dignidad, quanta justicia!
Sin
embargo, a pesar del bizarro carácter de los castellanos, y de los gloriosos triunfos
que han obtenido sobre la que hoy es enemiga universal de las naciones, no
faltan políticos incrédulos que nieguen el éxito feliz de nuestra empresa en las
actuales circunstancias. Bien podrá suceder lo que ellos pronostican, ni niego
absolutamente que la España dexe de estar expuesta a entrar en el número de las
naciones tributarias del tirano, por la vicisitud de la fortuna; pero yo no
encuentro una sola reflexión que sea capaz de hacerme concebir esta desgracia.
Si nosotros entrásemos en lid con Bonaparte levantando otros exércitos iguales
a los suyos para presentarle batallas generales, entonces yo no haría el mejor
vaticino de nuestras conseqüencias, así por las ventajas de lo teórico, como por
la experiencia militar del enemigo. Pero no estamos en este caso: el punto de la
dificultad consiste en que la España quiere ser libre, y que es preciso que lo
sea, a menos que el combate no se trabe de Nación a Nación, porque ella ha
envidiado, como suele decirse vulgarmente, el resto de su poder, y Bonaparte
jamás podrá conseguir este prodigio: él sacrificará una porción de su tesoro, y
España invertirá todo el suyo, que es el más poderoso de la tierra por la
opulencia de sus Américas, y por las fuerzas marítimas de la Gran Bretaña. Napoleón
podrá atacarnos con exércitos repetidos, pero sus ímpetus serán tan
infructuosos como el de las pequeñas olas, que después de embestir contra una
formidable roca, tienen que retroceder burladas a ocultarse en su propio
centro. Sí, yo me atrevo a vaticinarlo: Napoleón se verá en la necesidad de
abandonar su proyecto, o tendrá que sufrir la revolución de sus provincias, que
infaliblemente se cansarán de tantos sacrificios que no han tenido otro objeto
que el de su felicidad y la de su familia. Y aun no estamos lejos de ver realizado
el documento del célebre Mariana, en su historia de España donde dice: que ordinariamente pierde los estados
propios el que pretende hacer suyos los agenos.
Pero supongamos que la fortuna, su antigua
protectora, le proporcione la entrada de sus exércitos en lo interior del
Reyno; y supongamos también que son superiores a nosotros en la práctica del
arte militar. Mas pregunto, ¿tendremos entonces necesidad de saber las
maniobras prusianas para cortarles los víveres, quemar sus equipajes,
fatigarlos, dividirlos y hacerlos perecer con mil géneros de persecuciones? Entonces
será quando no echaremos menos ni los preceptos de Guibert, ni las maximas de
Folard; y entonces será quando en lugar de aquellos conocimientos sublimes, sabremos
substituir la fuerza, la bravura, la intrepidez, la perseverancia, y los demás
recursos que en tal caso se estimarán superiores a las reglas escritas por los
maestros de la profesión.
La guerra a los tiranos y a los usurpadores
viene a ser la causa común de todo ciudadano virtuoso, qualquiera que sea su
país y religión. Este era el lenguaje de la gran República el año de 1789.
¡Máxima admirable! que predicada por los mismos usurpadores, quizá llegará a
ponerse en execución por todas las potencias del continente, conociendo la
humanidad de sus principios; y de este modo tal vez harán que la Francia,
reducida a su primer estado, renuncie todo espíritu de conquista, y no quiera
jamás armarse sino por su defensa, según decían ellos al principio de la misma revolución.
¡Miserables! tan débiles entonces como frenéticos ahora; no han podido
manifestar otro carácter que el de la volubilidad, a pesar de sus valerosos
ardimientos. No quisieron Reyes, destronaron al que tenían, lo arrastraron
bárbaramente hasta el suplicio, acabaron con su Real Familia; y ahora obedecen
al mayor de los tiranos, le dan el título de Emperador, y derraman la sangre de
la Europa por entronizar a los ridículos personajes de su estirpe. Renunciaron
todo género de conquistas, y ahora se entregan a los robos, a las violencias, a
los asesinatos, y a quantos géneros de abominaciones ha podido concebir la
iniquidad. Este es el desenlace que ha tenido la gran tragedia de su
revolución, esta es la paz, la igualdad tan decantada, la fraternidad, y el
odio a los tiranos que procuraron inspirar a las demás naciones.
Con todo, a pesar del carácter voluble que los
distingue, es indisputable que mientras permanecieron unidos, conservaron en
cierto modo su independencia, porque defendían un derecho privado a cada
ciudadano, que vino a ser la causa común de sus empeños: sus esfuerzos sin duda
fueron grandes, pero no mayores ni tan llenos de energía como los que ha
desplegado el carácter español por resistir al tirano, y sostener sus prerrogativas.
La España cuenta con todos los hijos de su suelo que se alistan voluntariamente
baxo los estandartes del patriotismo; la España cuenta con sus recursos, con
los auxilios de las Américas, y con el poder de la Gran Bretaña. La Francia no
puede contar sino con los conscriptos involuntarios, que son arrancados con
violencia del seno de sus familias para llevarlos al sacrificio: la Francia al
principio de sus movimientos tumultuarios tuvo que levantar tropas a expensas
de la República, tuvo divisiones intestinas, tuvo hostilidad es que sufrir de
los exércitos realistas; y con todo la Nación permaneció independiente por el orden
con que se unieron y se organizaron. En España no hay bandos ni partidos que
impidan las operaciones, todos cooperan a un propio fin; luego ¿por qué no ha
de prometerse la misma felicidad que tuvieron sus enemigos? ¿Por ventura no
hemos dado pruebas de valor e intrepidez en los combates? Nuestros padres los
Godos, casi desnudos de conocimientos, sin método, sin disciplina, con hondas y
con sables ¿no hicieron titubear al Capitolio? ¿La restauración de los Asturias,
y la espada de Pelayo, dexarán de brillar en las historias? ¿Las demás naciones
que han disputado su independencia tuvieron más táctica que la que tienen hoy
los gloriosos españoles? La Grecia, la Suiza, la Olanda y la América
septentrional, ¿no han hecho retroceder a los tácticos de las naciones más
ilustradas? Ello es así; mas por desgracia no faltan políticos incrédulos que
estiman a los españoles en el rango más humilde de quantos hombres habitan
nuestro globo, sin acordarse de que en los campos de S. Quintín y de Pavía
hemos comprado con el precio de nuestra sangre los títulos gloriosos de la
heroycidad. De todo esto se olvidan, y solo suelen preguntar los desconfiados
políticos, con irónicos semblantes y maliciosas risas: ¿dónde están vuestros
Generales? ¿Dónde está vuestra disciplina? Si me fuera lícito contestar a cada
uno, entonces yo les diría: que nuestros Generales están ocultos en la masa de
la Nación, y que ellos se dexarán conocer con el carácter de guerreros (1), de
la manera que Moreau y otros infinitos en la República de Francia: que nuestra
disciplina estriba en la justicia de nuestra causa, en la ilustración de los
españoles, y en el deseo de procurarse la libertad de un tirano, a costa de los
mayores sacrificios: que en la masa de la Nación están ocultos nuestros héroes,
y que ellos aparecerán como apareció el insigne Brunker, que siendo un vendedor
de modas en Filadelfia, se arrojó sobre una bomba encendida, arrancó su
espoleta, y salvó la vida a muchos de sus conciudadanos: que ellos aparecerán
como Wuaren, que siendo médico en
Charleston, rechazó con un puñado de hombres más de quatro mil realistas: que
ellos aparecerán como apareció el librero Knox en Boston, que habiendo sido
encargado del sitio de Yorck, atacó al enemigo, se apoderó de sus trincheras,
tomó la plaza, y por premio de su intrepidez y valentía, se le remuneró con el
empleo de Mayor General: que ellos en fin, aparecerán como el inmortal Cortés,
como el famoso Pizarro, como nuestros Cides, nuestros Guzmanes, nuestros Saguntinos,
y como una multitud de héroes que han defendido sin principios de táctica, la
libertad de la patria con admiración de los militares aguerridos.
Pue de ser que mis conjeturas sean
ilusorias; o concebidas con demasiado calor,
por los vivos sentimientos que me inspira el patriotismo; pero al mismo tiempo
estoy convencido de que mis reflexiones son tan cimentadas en el orden regular
de los acontecimientos, que casi pueden equivocarse con la evidencia. Además,
veo que la España ha despertado del profundo letargo en que se hallaba
sumergida, y que a manera de un león encadenado, ha roto las prisiones, devora
quanto encuentra, y estremece el orbe con sus furibundos rugidos.
Los políticos incrédulos tendrán un millón de
palabras suspicaces con que derribar por tierra el edificio de mis reflexiones:
poco más o menos, concibo el mérito de los discursos con que pueden atacarme; y
en esta virtud, a todo quanto digan satisfago previamente y para siempre, con
el exemplo del magnánimo Sertorio, quando dixo: Españoles, vosotros seréis invencibles todo el tiempo que os conservéis
unidos: las cerdas de la cola de un caballo cogidas una a una se rompen sin
resistencia; pero juntas no hay fuerzas humanas que las destruyan.
Havana y Junio 26 de 1809.
Enrique Aluzema
(1)
Pudiera citar muchos Generales españoles que se distinguieron en el Rosellon, y
en otros parages de la frontera, en la guerra contra la República, pero como el
público los conoce y tiene depositada su confianza en ello, omito nombres para
evitar distinciones que pudieran producir quejosos.
Paralelo
militar entre España y Francia, con varias reflexiones sobre el éxito feliz de nuestra independencia, contra las
usurpaciones de Bonaparte, escrito por un individuo de esta guarnición
de la Havana (sic), Oficina del Gobierno y Capitanía General, La Habana,
1808.
PARALELO MILITAR ENTRE ESPAÑA Y FRANCIA, con
varias reflexiones sobre el éxito feliz de nuestra independencia, contra las
usurpaciones de Bonaparte, escrito por un individuo de esta guarnición.
Reimpreso en Cádiz, por Don Nicolás Gómez de Requena, Impresor del Gobierno,
Plazuela de las Tablas, Año 1809.
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