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lunes, 6 de febrero de 2017

¿Y Ricardo?



   
 Juan Clemente Zenea 

 
 «Era uno de esos tipos encantadores que no se repiten mucho en una época, figura graciosa de la poesía improvisada, reproducción agradable de uno de aquellos jóvenes hermosos de los buenos tiempos de Pericles; su estatura, su cabeza helénica, sus ojos color verde mar y sus finos modales le hacían objeto de general simpatía.
 Algunos habrá todavía que no lo hayan olvidado del todo: la ruidosa conclusión del drama de su juventud es un eco de doloroso que vibra siempre en el corazón de sus amigos y compañeros, y el espacio de tiempo transcurrido desde su último día no es bastante a borrar su dulce memoria.
 ¡Ah, ya vamos envejeciendo! Once años hará que se ausentó de nuestras playas para no volver y por desgracia de todos no volvió; once años hará que le acompañamos una mañana a bordo de un buque que se hada a la vela para lejanas tierras y durante ese tiempo hemos visto bastante: hemos visto volver varias veces al buque, a los marineros, a otros que entonces salieron a viajar, pero ¿y Ricardo? Una sombra cayó sobre su juventud, un pesar misterioso se apoderó de su alma y no tardaron los periódicos en comunicarnos la nueva fatal de que ya no existía.
 ¡Y bien! Recogiendo nuestras ideas, examinando las cosas en su verdadero terreno, tratando de reunir en la memoria los perdidos fragmentos de la corta novela de su vida, parece que le vemos y le oímos y nos sentimos con valor para acometer el trabajo de fijar en este cuadro unas facciones que hace vacilar a la vista la cantidad de los años interpuestos, nos sentimos en la posesión de la verdad que resulta de un examen detenido. Bórrase en la mente lo que en ella se imprimió de paso, vanse los recuerdos cuando el alma no cuid6 de conservarlos; pero queda eternamente en nosotros todo lo que nos impresionó, todo lo que notablemente se puso en relación con las peripecias de nuestra juventud.
 Si no hubiera muerto y hubiera seguido por la pendiente natural de los acontecimientos y de la naturaleza ¡cuántos se complacerían en su amistad! ¡cuántos le solicitarían con empeño! Su talento poco común hubiera ensanchado su esfera, el método en los estudios le habría colocado en alto puesto y Dios sabe a qué fines hubiera alcanzado en la literatura.
 Sentado con nosotros en noches apacibles en un lugar cerca de la plaza de Armas de la Habana, le oíamos con frecuencia discurrir con estimable caudal de luces y nos interesábamos en su conversación mezclada de pensamientos tristes y risueñas ilusiones; le oíamos allí aprovechando la inspiración melancólica que provenía de los acordes de la música militar de las retretas y el canto lejano de los marineros en la bahía: entonces le rogábamos que dijera alguna cosa y hablaba en afluentes versos: dejaba caer la primera gota de aquel manantial abundantísimo de la palabra metrificada y luego el desbordamiento seguía derramándose en el alma de sus amigos que le aplaudíamos. Pero Dios no quiso que su trabajo se perfeccionara, y cuando menos esperábamos, una conclusión repentina, un sangriento suicidio, nos hicieron derramar una lágrima: esta hermosa crisálida de la poesía se dejó caer en la tierra a la hora en que debía volar: este botón lozano se marchitó antes de hacerse flor: esta hermosura varonil se encerró en la tumba: este talento se evaporó por exceso de vitalidad, y tal desgracia nos ha privado de tener entre nosotros un escritor que tal vez hubiera podido rivalizar con los que hoy son gloria y encanto de su país.
 He leído en los periódicos peninsulares que se proyectaba en Santiago de Galicia erigir un monumento a los vates de aquella provincia y que entre sus restos se colocarían los de los cubanos Fresneda y Curbía. Esta distinción, concedida a la memoria de unos aficionados a las letras, es motivo para que estimemos doblemente a los que se han hecho querer en tierras apartadas. Curbía, joven intrépido, valiente, ilusionado amante de la poesía, no había conocido a Fresneda en su propio país, pero para que se cumpliese mejor la ley de la fraternidad, para que Fresneda no estuviera solo, la piedad de los que sobreviven va a unir el polvo de uno al polvo del otro. Dure este monumento largos años para que se conserven los nombres de aquellos a quienes cupieron en suerte tantas amarguras, para que se vea de lo que son dignos todos los que emprenden la fatigosa jornada por una senda espinosa, para que el mérito intelectual y moral obtenga una recompensa en este mundo.»


 "Revista Habanera" (1862), tomado de Iniciadores y primeros mártires..., 1901


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