Pedro Marqués de Armas
El segundo de los Mestre, Narciso,
es sin duda el más importante de los fotógrafos cubanos de las décadas de 1860
y 1870. El joven Mestre, como solía identificársele, aparece en escena hacia
1862 cuando pasa a sus manos el estudio pionero de O’Reilly 19, antes al
cuidado de su hermano, quien se desplaza al número 63 de la misma calle. El
estudio, que entonces llevaba una década operando, se mantuvo abierto en la
esquina de O’Reilly y Habana, por los menos hasta 1890.
Como ocurriera con la papelería de Puentes
Grandes, también un incendio se interpuso y estuvo a punto de destruir por
completo la galería en marzo de 1868. El siniestro, que amenazaba con devorar
la manzana entera, fue sofocado en menos de dos horas gracias a la rapidez de
los bomberos y la diligencia del Capitán General. El “laborioso fotógrafo”
sufrió pérdidas considerables, asegura la prensa de la época.
Sin
embargo, el comienzo de la Guerra, con la llegada de cientos de oficiales y de
miles de soldados y voluntarios, consolidó como nunca la marcha del negocio. Antes
de la contienda civil Mestre había estado adscrito al movimiento reformista e
incluso firmó el informe para la reforma política que, en 1865, un importante
número de cubanos envió al Duque de la Torre. Pero los cambios operados en los años
posteriores, cuando La Habana y el occidente de la isla se españolizan, lo
mantuvieron en la posición que requerían tanto el momento como su empresa. Va a explotar ahora, en amplitud, los exaltados sentimientos patrióticos de
integristas y conservadores.
A comienzos de la década en cuestión, su
prestigio creció al recibir dos encomiendas significativas: la de trabajar como
fotógrafo oficial para la poderosa tabaquería de Susini, y para el Teatro
Tacón. Para competir contra otras fábricas de tabaco, el dueño de la Honradez,
quien ya había dado un paso agigantado con las célebres “marquillas” que
ilustraban sus productos, decidió que las cajetillas de cigarros fueran
acompañadas de retratos “de personas no célebres”.
La democratización del mercado, con mejores
precios, fue un magnífico gancho que atrajo a cualquiera que pudiera pagar y
quisiera verse representado. Fue ocasión, también, para halagar a familiares y
amistades. En tono de humor, un cronista expresaba: “Juan tiene un amigo a quien
desea regalar una onza de cigarros, y para dar más valía al regalo, va donde
Susini y presentándole una fotografía de aquel a quien ha de obsequiarse, le
dice: ‘Quiero una onza de cajetillas de cigarros que tengan el retrato de este
hombre’, y al poco tiempo de hacer esto, puede ir con un carretón a la Fábrica
en busca de los cigarros encajetillados y con fotografías”.
La competitividad del mercado le lleva a traer
a La Habana a un fotógrafo norteamericano de nombre muy parecido al del ya
consolidado Charles Deforest Fredricks, quien amenazaba con desplazarlo. Con
esta estrategia, pretendía confundir al público y recanalizar parte de la
clientela que había perdido. Cobden Fredricks, así se hizo llamar el invitado,
ocupó una galería contigua a la de O’ Reilly 19. Al poco tiempo anuncian una
colección de “personalidades cubanas de las ciencias, las artes y las letras”,
realizada por este fotógrafo, aunque otras veces atribuida a Mestre. Enseguida
el periódico satírico El Moro Muza metió
la nariz y comenzó a burlarse del Fredricks “apócrifo”, al tiempo que atacaba a Mestre,
quien habría aprovechado la ausencia del Fredricks “verdadero” para dar aquella
estocada.
Pero hagamos un recorrido por su producción,
una de las más extensas y conservada hoy en catálogos y colecciones diversas, como
en dispersas páginas de Internet. Se trata, fundamentalmente, de una producción
retratística, con clientelas tan amplias como capitanes generales, altos oficiales,
soldados y voluntarios españoles, a los que se suman figuras públicas cubanas, artistas
de teatro y cantantes (muchos de ellos extranjeros), familias, niños, cuantiosa
gente anónima, y una importante serie de esclavos africanos y criollos que,
entre 1865 y 1866, retrataría tanto en su lujosa galería, como en diferentes ingenios
azucareros y obras públicas de la colonia.
La inesperada petición del médico y
antropólogo francés Henri Dumont, radicado en la isla desde 1864 y ávido de
apuntalar sus teorías médicas y antropológicas con fotografías “elocuentes”, lo
llevó a enfrascarse en esta empresa, sin duda costeada por Dumont. Mientras en
su galería retrata, individualmente, a esclavos bien ataviados y al gusto
romántico, en las afueras de La Habana (en el ingenio Toledo y los manantiales
de Vento, aunque probablemente se haya desplazado más lejos y también sean
suyos los retratos realizados en plantaciones matanceras), su lente registra,
casi exclusivamente, grupos: familias, matrimonios y conjuntos de uno u otro sexo,
miembros de ciertas “razas” examinadas por el antropólogo.
Destacan, en el primer caso, las fotografías
de estudio de su joven cocinera Teresa; la de un melancólico lucumí de 50 años,
cochero de volanta (desde 1830) del geógrafo José María de la Torre; la del
negro mina Eugenio, esclavo personal del Dr. Moreno (antiguo tratante asentado
en Guanabacoa, con quién Dumont traba amistad convirtiéndolo en una de sus
principales fuentes); y otras dos mujeres africanas que posan como señoras de
bien: la conga real Antonia, con el pelo recogido y cubierta por una mantilla,
y la elegante Rosario Angulo, de 26 años, con largo vestido y un libro en la
mano.
En el segundo caso, se trata de fotografías en
exteriores. Si en las realizadas en el estudio coinciden de algún modo las
pautas del fotógrafo y las intenciones del antropólogo por tratarse, más que
nada, de individuos que ejemplifican, siguiendo la tesis de Dumont, el efecto
de la “civilización” sobre las razas; en las tomas a la intemperie y en un
medio rural, el trabajo de conjunto resulta no solo más ardoroso, sino incluso,
menos creíble. Se trata aquí de denotar lo tribal, es decir, lo propiamente
africano por medio de la desnudez y a fin de dar cuenta, en la mayoría de las
instantáneas, de tipos puros, “no modificados”.
Una imagen resulta particularmente significativa
en este sentido. Es la de un grupo de congos
descamisados que han sido plantados delante de un barracón. Pertenecen, en
efecto, a un misma denominación étnica, y se trata –no hay que ponerlo en duda- de
trabajadores recién llegados, de esos que buscaba afanoso Dumont. Tienen los
ceños fruncidos y entrelazan los brazos al nivel de los codos, reforzando su
existencia como grupo. Se ha querido ver en esa postura una reacción de
“solidaridad étnica” ante lo desconocido de la cámara, casi una refutación anti-colonial
del hecho de ser retratado.
Sin embargo resulta no solo plausible, sino
tanto más pertinente, entender la imagen desde la lógica del propio estudio. Quien
ahora dicta es el antropólogo y el fotógrafo cumple su designio,
evidentemente, en terreno menos propicio para él. No se trata, en modo alguno,
de una “pose convencional” pero sí justamente inducida, elaborada para la
circunstancia. El resultado, en fin, de una coreografía donde lo étnico, lejos
de apuntar a una respuesta espontánea, obedece a una puesta en escena.
La imagen misma, si se observa en detalles, desmiente
la espontaneidad de un presunto desafío étnico. Hay laxitud en la pose de
algunos de los sujetos; el sol da de frente en sus caras, por lo que fruncen los ceños defensivamente, y los brazos no siempre están entrelazados con
firmeza. Que además, el grupo de mujeres congas captado en otra imagen, haya
sido dispuesto como otra cadeneta (aunque aquí se dan las manos, siguiendo un
resorte de género), indica el carácter necesariamente compositivo de toda la
retratística de la época.
Y es que, aún a la intemperie, donde se
descorre intencional y momentáneamente el velo de lo burgués, son evidentes las
marcas de un estilo que, como no podía ser de otro modo, se pone al servicio de
aquello que, al mismo tiempo, es desmentido: la pretensión de objetivad. Comoquiera,
una construcción visual donde ciencia, mercado, exotismo y estereotipos, sin
restar mérito al valor documental, se abrazan de manera estupenda.
Otro
notable aporte de Narciso Mestre es el que hace a la fotografía noticiosa,
reflejando acontecimientos de importancia en su época. En 1861 retrató un significativo
desfile militar, con motivo de un cambio de gobierno, y dos años más tarde, el
8 de enero de 1863, la ceremonia que daría inicio al derribo de las Murallas de
La Habana. Suyo es también el retrato, después de ejecutados en la Punta, de
los conspiradores Francisco León y Agustín Medina, cuyos cuerpos, sobre
el tablón del garrote, yacen rodeados por apretadas filas de soldados. Se trata,
en cierto sentido, de los primeros reportajes realizados en Cuba, los cuales,
aunque todavía no eran reproducibles en la prensa, sí eran enviados como
tarjetas postales, es decir, montados en cartulina, a los periódicos, además de
puestos en venta en tiendas y quioscos.
En la fotografía de la ceremonia de derribo de
las murallas puede apreciarse la Plaza de Montserrate. Se ha dispuesto una
escalinata entre las dos puertas que dan a extramuros. Como señala una nota de La Prensa, del 11 de agosto: “El
golpe de vista es exacto, bello e imponente, siendo de sentirse que los
retratos no hayan salido más claros, al menos en la tarjeta que tenemos a la
vista. Al saberse que iba a sacarse esta vista fotográfica, la brillante
concurrencia invitada a la ceremonia pudo colocarse de otro modo en la
escalinata, para mayor ostentación”.
Pasando ahora a las fotografías de figuras cubanas,
habría que señalar la que realizara en 1860 a un jovencísimo Ignacio Agramonte;
la que ese mismo año hizo a Gertrudis Gómez de Avellaneda; la que en 1861 [1862]
ejecuta sobre José de la Luz y Caballero (también retratado por Esteban
Mestre); la de Fermín Valdés Domínguez (dedicada a Martí); y el retrato
realizado en 1877 al naturalista Felipe Poey, ya anciano y que éste dedicó a su
hijo Andrés.
Entre las figuras españolas destacan varios
retratos de capitanes generales. A José Chinchilla lo inmortalizada sobre una
poltrona, la mano adelantada mostrando insolentemente un anillo, y el pecho
constelado de medallas. Posan para él, también, Joaquín Jovellar, el Duque de
la Torre, y Arsenio Martínez Campos.
Sus retratos de oficiales y, sobre todo, de
soldados y voluntarios se multiplican a partir de 1868. Decenas de ellos pueden
apreciarse en la red. Muchas son fotos “coloreadas” y algunos fueron recogidos
en álbumes que tuvieron notable circulación. A menudo, se trata de imágenes afectadas,
ya no por los falsos decorados, sino por las poses mismas, como la de un
voluntario español que exhibe ufano un Chassepot modelo 1866 casi de su tamaño,
el brazo derecho incómodamente apoyado en la boca del enorme rifle.
También
retrató en plena guerra una serie de “pinturas históricas” que se vendieron con
amplitud en este contexto, con propósito abiertamente propagandístico: Juan
Prim en la batalla de Castillejos; los altos mandos de la escuadra del
Pacífico; un grabado que representa el combate de Chiloe, con dos fragatas de
fondo; otro grabado del bombardeo de Valparaíso; un dibujo del ataque al El
Callo, así como otras muchas de honorables oficiales de la marina militar.
En cuanto a sus labores para el Teatro Colón, contamos
con un estudio de Francisco Rey Alfonso, quien asegura que Narciso Mestre fue
el más activo y requerido fotógrafo de aquel escenario. Retrató a las sopranos
Mélanie Réboux y Zina Dalti, y al famoso tenor Enrique Tamberlick. “Con sus
retratos –apunta Rey- Mestre contribuyó asimismo a la promoción de diversas
temporadas líricas –también reproducía negativos enviados por los empresarios–,
y las enriqueció vendiendo imágenes originales de aquellos artistas realizadas
en su estudio en el transcurso de las mismas”.
Su carrera como fotógrafo de artistas y de la
sociedad habanera, en general, fue frecuentemente parodiada desde las páginas
de Don Junípero. “El Sr. D. Narciso
Mestre nos ha remitido una colección de retratos fotográficos del célebre actor
D. José Valero, de las Señoras Cairon y Fernández, y de los Sres. Capo y
Benetti”. Pero según el incisivo caricaturista, se parecían a los sujetos
fotografiados, lo mismo que sus caricaturas.
Una de las más graciosas (aunque
racista) parodias que apareció en esta revista, es la de una serie de caricaturas
de mujeres negras que simulaban retratos de Mestre. Esclavas domésticas, o bien
libres de color, nombradas como Juana la lucumí, o Doña Mandinga, aparecen
vestidas a la usanza de las blancas, con sus peinados y abanicos, es decir, dispuestas
según el canon de belleza del fotógrafo.
Narciso
contó en su trabajo con la colaboración del pintor Aurelio Melero, quien fuera
durante años su acuarelista. En este sentido, retocó, sombreó y coloreó
retratos siguiendo las técnicas empleadas y las exigencias de la época. La
decoración de su estudio, por su parte, es sugerente de la fuerza que cobraría la
“fotografía artística” en esas décadas. Florilegios, escalones, muretes,
paisajes de fondo, algunos en extremo alambicados, cornucopias, etc., expresan
un recargamiento que ya estaba presente en el estudio de Esteban Mestre, y que
no difiere demasiado del que ostentan otras galerías. Igualmente sofisticadas
son algunas imágenes, como aquella donde se aprecia un cráneo cuyas órbitas no
son sino dos niñas desnudas, encorvadas sobre sí. Durante el auge que, para la
fotografía, significó la guerra, con su enorme trasiego de militares, llegó
a tener una filial en Madrid: la “Fotografía Sucursal de O’Reilly”, situada en
Príncipe Alfonso no. 119.
Otro
elemento que favoreció su éxito fue la publicidad, a la que apeló a menudo con
sentido del humor y ofertando las más caprichosas posibilidades. “Nuevo
procedimiento y aparato de Londres para los retratos de niños, casi
instantáneo”, “Especialidad en las tarjetas Glacé Porcelana de Relieve”, “Adelantos
en la fotografía presentados en la Exposición Universal”, son algunos de sus
últimos anuncios. Mestre se mantuvo particularmente activo hasta 1880, cuando comienzan a escasear las referencias a su trabajo que, sin embargo, tendrá todavía un pequeño capítulo a comienzos de la República.
Tal como
refería en su Directorio Criticón de La
Habana (1883) el perspicaz cronista que se ocultaba bajo el seudónimo de Juan
Franqueza, Narciso Mestre fue el más popular de aquella pléyade de fotógrafos
de la calle O’Reilly. A juicio de este comentarista, estos fotógrafos habrían
realizado –entre todos- un conspicuo y minucioso inventario de la sociedad
habanera, “trasladada en millares de reproducciones” ante la vista de cualquier
curioso. Alcanzaban así, los consumidores, el ideal de una “transitoria
encarnación” del paso por este mundo, al alcance ya tanto de ricos como de
pobres. Pero “tanta fuerza reproductiva”, advertía Franqueza, no era sino el
sucedáneo de un mundo obsesionado con el olvido.
En principio, se produce un cierto declive de su labor en el periodo que va desde la Exposición Internacional de París (1878) -en la que participó a título personal- hasta la introducción del fotograbado en la isla, a cuyo impacto, con su consecuencia sobre el fotoperiodismo y una nueva dinámica de la imagen, no pudieron acomodarse los fotógrafos de estudio. En 1890 Mestre se vio obligado a trasladarse a Villegas 65, en 1898 a Monte 99, en 1900 al número 119 de la misma calle, y, por último, aparece en Belascoaín 51. No obstante este descaecimiento como galerista, el "decano de los fotógrafos cubanos", como lo califica la prensa en estos años, será todavía convocado en diversas empresas... Por ejemplo, la de "inmortalizar" la estatua de José Martí, al ser desvelada ésta en el Parque Central, el 24 de febrero de 1905. Ese mismo año colabora, además, con el pintor y escultor Miguel Melero, "en la reproducción de una buena copia en tamaño imperial" de un retrato de Cervantes, y, poco después, en el marco del Congreso Médico Nacional, realiza una serie de fotografías de las principales casas de salud de La Habana.
...
El último de este clan que
abordaremos, es Estaban Mestre Petit. Ocupó durante décadas el estudio situado
en O’Reilly 45, entre Compostela y Aguacate, frente al Convento de Santa
Catalina. Sus retratos privados no difieren de los del resto de fotógrafos de
la época: recias señoras, estirados caballeros, niños disfrazados de Pierrot.
Tampoco, la decoración de su estudio, donde abundan las balaustradas y fondos agrestes.
Al parecer, fue el menos afamado de los
Mestre, aunque no faltan entre los suyos, retratos de celebridades. En el
contexto de la guerra realizó una serie de fotografías en exteriores de los
batallones de voluntarios catalanes. En el Museo del Ejército de Madrid se
conservan otras numerosas imágenes de dignatarios, oficiales, ingenieros,
zapadores y soldados.
A petición de oftalmólogo Eduardo Finlay
–padre de Carlos J. Finlay- retrató al popular presbítero Pedro Arburu, recién
operado de catarata, y quien pudo volver a la enseñanza y la predicación.
“Demos gracias al Todopoderoso porque ha oído las súplicas que se le hacían por
la salud de su ministro y se la ha devuelto dirigiendo la mano del facultativo
y alumbrándole con su luz para obtener el éxito deseado”, comentaba La verdad
católica (1861), y añadía: “Tenemos una prueba de dicho éxito en un retrato del
Pbro. Arburu ejecutado por el Sr. Mestre Petit, y en el cual se hace visible la
gran diferencia que existe entre el ojo operado y el que no lo ha sido.”
De Mestre Petit, hemos visto también una serie
de edificios habaneros: la Catedral, la Fuente de la India, La Punta, el Paseo
del Prado, la residencia de los Condes de Casa Moré, el camino de una finca con
una volanta a lo lejos, etc. Su estudio se anunciaba todavía en 1894. Sin embargo, la labor de los Mestre alcanza al siglo XX, como puede apreciarse en esta fotografía nocturna -sin duda, una de las primeras- del Hotel Inglaterra con motivo del nacimiento de la República.