Y bien: ha de convenir
usted que el paseo es delicioso…
Quien me hablaba era el doctor
José A. Malberti, el ilustre alienista cubano. Acompañábanlo el doctor
Arístides Mestre, profesor universitario y el doctor García. Habíamos llegado,
en el coche particular de aquel a la entrada de su Clínica, a inmediaciones de
La Habana. Eran las nueve de la noche. Mientras la puerta de la verja se abría,
el espléndido tronco piafaba impaciente, cual si sintiera tristeza de no seguir
con su airoso trotar por la interminable avenida, bajo la calma de esa noche.
La hora invitaba a las
excursiones largas: clara, serena, pura, toda luminosamente blanca, para la
gran caricia de la luna. La ciudad, cálida, quedaba lejos, con su abejeo de
muchedumbre, tan afanosa para los efímeros paseos nocturnos, como para los
trabajos del día, no menos efímeros en la insaciable ambición de los humanos.
Del latir de las multitudes sólo nos llegaba el zumbido de los tranvías
eléctricos, raudos y fugaces, como grandes insectos de luz.
Entramos en el patio,
bañado de una semi-claridad crepuscular, por entre un doble rango de macetas de
plantas, donde se advertían labores de floricultura.
-Estamos lejos de los
tiempos de Le Nótre, dijo el doctor Malberti, con su eterno buen humor. No
resultará este, pues, un parque como los que surgían de la dirección del
incomparable artista, cómplice voluntario de los más adorables idilios en las
fiestas versallescas… Pero no obstante, de este patio, y del que le sigue -¿lo
ve usted?: a la derecha- creo que se pueden hacer lindos sitios de recreo para
mis enfermos…. Para mi valen ellos más que los gentiles caballeros y
encantadores damitas pobladores de los “Trianones” y “Versalles”… Recuerde que
estamos en una pertenencia de la “Quinta del Rey”: son naturales estas mis
reminiscencias monarquistas… Y luego, esta bella noche despierta imperiosamente
al poeta dormido en mi espíritu.
-Bien se ve que usted es un
veterano conferencista, le dije. Está hoy en uno de sus mejores momentos para
dirigirse a un público auditor.
-Es que la tarea del día contestó
sí fuerte, me ha resultado fructuosa, científicamente fructuosa, se entiende.
He hecho el fiat lux definitivo en varios cerebros; otros están ya en
gestación propicia, y es lógico que me encuentre satisfecho… Le habla ahora el
artista, porque todo intelectual hace arte en el ramo a que dedica sus
facultades mentales.
Subíamos ya las escalinatas
del primer pabellón. Cinco focos eléctricos derramaban en el claridad
meridiana. Contra la pared, tiestos de flores. Sobre el dintel de la puerta de
la sala principal, una franja de cristal polícromo, con un lujoso monograma del
médico dueño. La oficina administrativa de la clínica, dejaba entrever un orden
perfecto. En frente, la de Electroterapia e Hipnotismo, abierta también,
mostraba su científico mueblaje, esclarecido por un foco constelado de
estrellas prismáticas.
¿También música?...
En un saloncito contiguo,
con elegancia arreglado, ante un piano, una joven graciosamente criolla tocaba
un trozo de Bellini. Departiendo en los sofaes y sillas, varias señoritas y
algunas jóvenes, mujeres y hombres de edad, escuchaban.
-Son visitantes, familias
de enfermos,- me explicó el doctor. Hoy jueves es, con el domingo, día semanal
de visita. Y durante éstas, casi siempre hay conciertos, de que disfrutan
todos. Mire allí…
Adelantamos hasta el salón.
Cuatro focos en cruz, dos de gas y dos eléctricos, permitían distinguir, en los
muros, tres o cuatros buenos paisajes al óleo y unas cuantas litografías
pictóricas, de temas exóticos. En el fondo de la sala, un órgano, en ese
instante callado, y en las sillas, un numero grande de enfermos, ya en
excelentes vías de curación, dialogando en voz baja. Callaron de repente, con
grato recogimiento; una oleada musical de Wagner brotaba ahora del teclado,
bajo los dedos ágiles de la pianista.
No sin cierta melancolía
nos alejamos de aquel sitio, sonoramente armónico.
En la primera galería, dos
enfermeras, con el traje blanco, de reglamento; sobre la juvenil cabeza la
gorra profesional –un copo de nieve sobre una primavera- iban y venían
llevando medicinas. En los cuartos abiertos sobre este corredor, cuartos
dobles, con dobles camas cada uno de sus compartimientos, los enfermos dormían
o descansaban en sus lechos. En el retiro de los excitados, contiguo a la
galería, el sueño ponía su calma y su silencio en todos los cuartos, amueblados
igualmente con dobles camas. En el fondo de este corredor, un departamento de
baños y dos celdas.
Estas -rectificó el
doctor Malberti- las uso muy poco; lo mismo que la “camisa de fuerza” y
las “manillas”. Durante el día y a la hora de dormir, hago que les den una
dosis medicamentosa, fruto de mi experiencia, modificable la cantidad, según el
caso, y cuando llega la hora de acostarse, reposan tranquilos, casi
beatíficamente. Las horas diurnas las pasan en el inmediato jardín, sentados,
paseándose, y los que lo pueden, leyendo diarios. Algunos, ya mejores, se
consagran a trabajos físicos, en el jardín, por inspiración propia o por
indicación del enfermero respectivo… En la noche, como usted lo ve, aunque
duermen sosegadamente, tienen un celador constante, que vigila el sueño y está
pronto a llamar a los demás compañeros si ocurre alguna novedad…
Afeitado, grave, envuelto
en la penumbra del sitio, y con el oído atento a los rumores del interior,
aquel como centinela, hacía pensar en alguno de esos soldados de la Roma
antigua, a quienes la disciplina convertía en máquinas mudas del deber... De
los cuartos surgía el ritmo igual, isócrono, como el péndulo de un reloj, de
los durmientes.
-Hay diez y ocho
–dijo mi eminente amigo– y veinte y nueve mujeres. El movimiento total de
entrados y salidos, en los once meses que cuenta la Clínica de abierta, es de
varios centenares de enfermos. Por regla general, salvo los casos de la
insistencia nociva de la familia, no los hay de alta sino cuando los creo
totalmente curados.
Y mientras él hablaba,
volvíamos a la galería principal. De allí pasamos al jardín: del otro lado se
alzaba el de mujeres. En el jardín gravitaba un mutismo de lugar sagrado. Sobre
arbustos y plantas de flores, la luna desleía su luz de plata, pintando sobre
los angostos senderos, figuras móviles. La brisa cuchicheaba en los ramajes,
embalsamando el ambiente con los perfumes que en su mariposeo furtivo extraía
de las corolas abiertas. En el azul infinito, los astros palidecían, ante el
fulgor del gran planeta nocturno.
En la primera sección de
enfermas, ya convalecientes, había recogimiento conventual. Las que no estaban
en la sala dormían. En el fondo del corredor, albeaba la figura rubia de la
sirvienta, veladora nocturna. El comedor, amplio y espacioso, sumido, dejaba
adivinar una mesa grande con capacidad para todo el personal de empleados y
para alumnos convalecientes, a quienes se le estimula el apetito, haciéndolos
comer allí, en un como concurso familiar. Más allá, el departamento
hidroterápico, cuartos de empleadas y el segundo pabellón de mujeres, de las
excitadas, con distribución y tratamiento iguales, de la misma índole, de los
hombres. Todo, brillante de orden y aseo.
Y ahora, usted, que es
artista, voy a dejarle ver, rápidamente, un cuadro digno de un tema de arte…
Estábamos de regreso en la
galería del primer pabellón femenino. El doctor empujó una puerta cerrada, y
miramos. En un lecho todo níveo, de blancura virginal, bañado por la onda de
luz de una incandescente, una niña, de unos quince a diez y seis años,
destacábase, entre grandes almohadas blancas. Junto a los pies del lecho, en un
sillón, una señora velaba: su madre. Un vago perfume esparcíase en aquella
habitación; perfume semejante al incienso de las capillas místicas. La niña,
sobre las alburas del lecho, era como una corporización extraterrena, como el
símbolo tangible de la juventud y el dolor. Pálida, pálida como un ideal
alabastro, su rostro oval, de rasgos puros, de hermosa cabeza, encuadrada por
dos negras pinceladas, los cabellos, traía a la memoria los rostros de esas vírgenes
adolescentes ideales del Beato, de Sandro Botticelli, de Cimabúe, de todos los
grandes y exquisitos Primitivos. Su cabellera, plegada sobre la frente y las
sienes, al modo de los lienzos bizantinos; sus grandes ojos oscuros, donde las
pestañas trazaban dos arcos de sombra; el cutis terso y celestialmente exangüe,
la figura, dentro del peinador cándido, de una inmaterial delgadez, las manos,
cruzadas sobre el pecho; manos largas y diáfanas, hechas como de una substancia
translúcida, manos de lirios o de rosas blancas, poseedoras como de una vida
propia, independiente de la del cuerpo, todo, producía una impresión
profundamente estética, una de las más puras emociones del arte, excelsamente
casto…
El doctor me volvió a la
realidad diciéndome.
Se está operando en ella
una casi resurrección. La enfermedad nerviosa que la aqueja, dejándole intacto
el cerebro, cayó sobre su cuerpo, devastadora como un rayo. Cuando entró, hace
diez meses, la parálisis dominaba su organismo íntegro; no podía hablar, ni comer,
ni siquiera movilizar sus músculos. Ya todo eso ha desaparecido, y espero,
dentro de poco, verla erguirse, en pie, sobre el suelo, y echar a andar, como
el resucitado en el milagro evangélico...
Nos alejamos… al cruzar el
jardín, la luna, en el espacio sereno, resplandecía como una flor seráfica.
Atravesamos rápidamente el salón, aun concurrido, y al subir al coche, nos
persiguió, amoroso, el vals de Bohéme, cantado, con su acompañamiento,
por la graciosa pianista, gentilmente criolla...
Habana, 1907
"Almas dolientes" [título original]. Nuevo ritos. Revista
Quincenal Ilustrada, año II, no 25, abril15 de 1908, Panamá, pp. 598-60.
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