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miércoles, 28 de octubre de 2015

Cuba y Obispo




  Eduardo Robreño
 

 Es una de las esquinas más antiguas de nuestra centenaria ciudad. La llamada calle de Cuba, junto con la “de los mercaderes” y la de “los oficios”, paralelas entre sí, fueron de las primeras que se trazaron y ellas aparecen en los originales planos de nuestra capital. Corre de mar a mar, aunque este “mar” son las tranquilas aguas de nuestra bahía, teniendo en su comienzo ese pedazo arrebatado a ella que forma la avenida del Puerto.


 La “del Obispo”, tomó su nombre por ser sitio preferido para dar su paseo matutino por aquel prelado dominicano llamado José Agustín Morell de Santa Cruz, quien no se anduvo con “cuentos” con los ingleses conquistadores, oponiéndose a su dominación. A falta de esos “cuentos”, nos dejó una “historia” que intituló Historia de la Isla y Catedral de Cuba, uno de los primeros documentos de esa clase que conocemos.


 La esquina que forman esas calles ha sido testigo de tantos hechos, que harían interminable su narración, consideramos más interesantes. El edificio que hasta hace poco fue destinado a Ministerio de Hacienda, ubicado en unas de sus esquinas, fue construido para ser dedicado a Banco Comercial. Corrían los años de las llamadas “vacas gordas” y todos querían ser colonos, hacendados y banqueros.


 José López Rodríguez, a quien llamaban Pote, por la desmedida afición a toda clase de potajes, había sido hasta entonces un editor de libros en su Moderna Poesía, que nada tenía que ver con las nuevas métricas que por aquel entonces trataban de dar a conocer Darío y Baudelaire.


 A reserva de hacer un día una estampa sobre este pintoresco personaje que entraba en mangas de camisa en el propio despacho presidencial y que despectivamente llamaba “ñáñigos” a cubanos tan ilustres como Alfredo Aguayo y Carlos de la Torre, autores de los textos de lectura que vendía, diremos de este Pote, que también se metió a banquero aprovechando la inflación desmedida de nuestra economía, y fundó un banco; teniendo la osadía, por otra parte permitida por nuestros gobernantes, de darle el nombre de Nacional. Este Banco Nacional funcionó en el edificio que fue construido especialmente para ello.


 Cuando el crac bancario, el negocio se vino abajo y presentó quiebra; y una mañana amaneció el célebre Pote colgado de la ducha en su casa, situada donde hoy se levanta el edificio López–Serrano.


 La maledicencia arguyó que Pote se había ahorcado (¿?) porque estaba totalmente arruinado y solamente le quedaban... ¡doce millones de pesos!




 Diagonalmente a este edificio existe otro de bellas líneas arquitectónicas y sólidamente construido, que durante mucho tiempo fue Hotel Florida, único que competía con el Luz, por su proximidad a los muelles, donde había gran movimiento de viajeros que se embarcaban por mar y otros iban a la Estación del Ferrocarril de Regla y se “embarcaban” por tierra. (Qué chocante e inadecuado le resultó a Lorca en su visita a La Habana, la aplicación del vocablo.)


 Un lindo patio colonial, donde estaba situada una fuente, le daba aspecto típico, al lugar, que recordaba viejas estancias de Camagüey y Trinidad.


 En esa esquina existe hoy un amplio parqueo de automóviles, que en otros tiempos fue ocupado por comercios muy conocidos, como la ferretería de Santiago. Al lado de ese edificio, por la calle de Obispo, estaba la sastrería de Stein y Mella, este último, padre del glorioso líder universitario.


 Todavía puede verse en ese lugar una casa de una sola planta, de alto puntal, que seguramente es lo más antiguo de aquellos alrededores y donde algunos años funcionó la oficina de la Western Union.


 Por esa esquina desfilaba, en el llamado “tiempo de España”, la guarnición que servía de custodia al Palacio del Capitán General  y en los últimos días de la dominación española el servicio lo realizaban los tristemente recordados “voluntarios” reclutados entre los comerciantes más integristas, quienes con su “camino de brinquitos” y gestos caricaturescos pedían a gritos la clásica trompetilla cubana.


 La proximidad del Instituto de Segunda Enseñanza, que hasta el año de 1925 estuvo instalado en el caserón que sirvió a la primitiva Universidad (amplio local que es hoy sede de reunión de la chiquillería alegre y bulliciosa, que con sus libros debajo del brazo realizaban sus maldades a vendedores y aurigas.


 Sobre las cinco de la tarde cruzaba la esquina con paso rápido y menudo, su inseparable veguero en la boca y su paraguas colgado del brazo, don Juan Gualberto Gómez, sencillo y jovial con todos, repartiendo amistosos saludos, quien se dirigía ¡a pie! (el insigne patricio nunca tuvo automóvil en la República que fundó) a reunirse con sus contertulios de la imprenta Rambla y Bouza, situada una cuadra más abajo.


 De entre los tipos populares que pernoctaban por esa esquina en los primeros años de este siglo, señalaremos al asturiano Trelles, que tenía la exclusiva parar vender La Esfera y Blanco y Negro, revistas madrileñas de bastante circulación en La Habana. Era un tipo huraño y avaro, vestido en forma andrajosa, a quien la cuota de jabón no le hubiese ocasionado problemas de ninguna clase.


 En unos versos publicados en La Discusión, su autor, Franco del Todo, lo llamaba “el mísero opulento”, y decíase de él que “no daba... ni los buenos días”. Comía de las sobras que le suministraban en las fondas, a cambio de las cuales se ofrecía para fregar los platos. Su muerte ocurrió en forma misteriosa, y dejó una fortuna de cien mil pesos.




 Más recientemente, por la década del cuarenta, vendía los diarios en esa esquina, una gallega bigotuda, con pies de quince pulgadas, que en forma estridente pregonaba su mercancía. También hizo sus ahorritos, y los daba a guardar a un “primo” que trabajaba como dependiente en un café de la calle Obrapía. Un buen día (malo para ella), el “paisa” desapareció, llevándole los reales y las pesetas, y la dejó solamente con sus bigotes y sus enormes zapatones.


 Hace algunos años, en los finales de mes, se producía un triste espectáculo, por fortuna ya desaparecido. Eran los jubilados del Estado y los heroicos veteranos de nuestra Guerra de Independencia, que durante horas esperaban en nutridas filas del pago de sus pensiones. Daba pena ver a aquellos ancianos, que a pleno sol esperaban pacientemente lo que de manera honrada se habían ganado para el sustento de su vejez, mientras que en su derredor corrían charoladas máquinas de último modelo, llevando en algunas ocasiones en su interior politicien, businessmen y otros especímenes que nada sabían de las vidas esforzadas y llenas de privaciones de aquellos humildes compatriotas.


 La esquina fue testigo mudo de un hecho acaecido en el mes de enero del año 1890. Sobre las once de la mañana cruzó por ella en dirección al Palacio de los Capitanes Generales, adonde había sido llamado por el máximo rector del colonialismo, para que en el término de veinticuatro horas abandonase la Isla, una arrogante figura, de anchos hombros, largos brazos y piernas ligeramente arqueadas, que vestía elegante levita inglesa y sombrero de copa. La personalidad de aquel hombre llamaba poderosamente la atención. Cuenta Federico Villoch en sus Postales descoloridas, que hubo de seguirlo a través de toda la calle de Obispo y que “marchaba a pasos sólidos, iguales, como si lo hiciese al acompasado ritmo de un invisible redoblante que sonar desde lo alto de la gloria”. Era la primera y única vez en su vida (posteriormente estuvo tan solo diez días), que visitaba La Habana, donde fue objeto de múltiples agasajos por parte de los separatistas.


 Este lugar fue perdiendo movimiento a medida que la capital fue extendiéndose extramuros y las calles de San Rafael y Neptuno ocuparon su lugar. En la actualidad sus aceras han sido ensanchadas y apenas si puede transitar un vehículo por su estrecha calle.


 La esquina es solo un recuerdo de nuestra Habana que fue, y la nueva generación que lea estas notas, mucho se alegrará de no haber vivido estas cosas negativas que aquí relato.


 Quédele únicamente el recuerdo de aquella mañana invernal, cuando el guerrero impar cruzó por ese sitio en dirección, no solo al Palacio del Capitán General, sino a Paralejo, Coliseo, Cacarajícara y cien acciones más de guerra, que lo hicieron el invencible guía de nuestros ejércitos independentistas. 


 Cualquier tiempo pasado fue..., Editorial Letras Cubanas, 1978.

 


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