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sábado, 31 de octubre de 2015
miércoles, 28 de octubre de 2015
Cuba y Obispo
Eduardo Robreño
Es una de las esquinas más antiguas de
nuestra centenaria ciudad. La llamada calle de Cuba, junto con la “de los
mercaderes” y la de “los oficios”, paralelas entre sí, fueron de las primeras
que se trazaron y ellas aparecen en los originales planos de nuestra capital.
Corre de mar a mar, aunque este “mar” son las tranquilas aguas de nuestra
bahía, teniendo en su comienzo ese pedazo arrebatado a ella que forma la
avenida del Puerto.
La “del Obispo”, tomó su nombre por ser sitio
preferido para dar su paseo matutino por aquel prelado dominicano llamado José
Agustín Morell de Santa Cruz, quien no se anduvo con “cuentos” con los ingleses
conquistadores, oponiéndose a su dominación. A falta de esos “cuentos”, nos
dejó una “historia” que intituló Historia de la Isla y Catedral de Cuba, uno de
los primeros documentos de esa clase que conocemos.
La esquina que forman esas calles ha sido
testigo de tantos hechos, que harían interminable su narración, consideramos
más interesantes. El edificio que hasta hace poco fue destinado a Ministerio de
Hacienda, ubicado en unas de sus esquinas, fue construido para ser dedicado a
Banco Comercial. Corrían los años de las llamadas “vacas gordas” y todos
querían ser colonos, hacendados y banqueros.
José López Rodríguez, a quien llamaban Pote,
por la desmedida afición a toda clase de potajes, había sido hasta entonces un
editor de libros en su Moderna Poesía, que nada tenía que ver con las nuevas
métricas que por aquel entonces trataban de dar a conocer Darío y Baudelaire.
A reserva de hacer un día una estampa sobre
este pintoresco personaje que entraba en mangas de camisa en el propio despacho
presidencial y que despectivamente llamaba “ñáñigos” a cubanos tan ilustres
como Alfredo Aguayo y Carlos de la Torre, autores de los textos de lectura que
vendía, diremos de este Pote, que también se metió a banquero aprovechando la
inflación desmedida de nuestra economía, y fundó un banco; teniendo la osadía,
por otra parte permitida por nuestros gobernantes, de darle el nombre de
Nacional. Este Banco Nacional funcionó en el edificio que fue construido
especialmente para ello.
Cuando el crac bancario, el negocio se vino
abajo y presentó quiebra; y una mañana amaneció el célebre Pote colgado de la
ducha en su casa, situada donde hoy se levanta el edificio López–Serrano.
La maledicencia arguyó que Pote se había
ahorcado (¿?) porque estaba totalmente arruinado y solamente le quedaban...
¡doce millones de pesos!
Diagonalmente a este edificio existe otro de
bellas líneas arquitectónicas y sólidamente construido, que durante mucho
tiempo fue Hotel Florida, único que competía con el Luz, por su proximidad a
los muelles, donde había gran movimiento de viajeros que se embarcaban por mar
y otros iban a la Estación del Ferrocarril de Regla y se “embarcaban” por
tierra. (Qué chocante e inadecuado le resultó a Lorca en su visita a La Habana,
la aplicación del vocablo.)
Un lindo patio colonial, donde estaba situada
una fuente, le daba aspecto típico, al lugar, que recordaba viejas estancias de
Camagüey y Trinidad.
En esa esquina existe hoy un amplio parqueo
de automóviles, que en otros tiempos fue ocupado por comercios muy conocidos,
como la ferretería de Santiago. Al lado de ese edificio, por la calle de
Obispo, estaba la sastrería de Stein y Mella, este último, padre del glorioso
líder universitario.
Todavía puede verse en ese lugar una casa de
una sola planta, de alto puntal, que seguramente es lo más antiguo de aquellos
alrededores y donde algunos años funcionó la oficina de la Western Union.
Por esa esquina desfilaba, en el llamado
“tiempo de España”, la guarnición que servía de custodia al Palacio del Capitán
General y en los últimos días de la
dominación española el servicio lo realizaban los tristemente recordados
“voluntarios” reclutados entre los comerciantes más integristas, quienes con su
“camino de brinquitos” y gestos caricaturescos pedían a gritos la clásica
trompetilla cubana.
La proximidad del Instituto de Segunda
Enseñanza, que hasta el año de 1925 estuvo instalado en el caserón que sirvió a
la primitiva Universidad (amplio local que es hoy sede de reunión de la
chiquillería alegre y bulliciosa, que con sus libros debajo del brazo
realizaban sus maldades a vendedores y aurigas.
Sobre las cinco de la tarde cruzaba la
esquina con paso rápido y menudo, su inseparable veguero en la boca y su
paraguas colgado del brazo, don Juan Gualberto Gómez, sencillo y jovial con
todos, repartiendo amistosos saludos, quien se dirigía ¡a pie! (el insigne
patricio nunca tuvo automóvil en la República que fundó) a reunirse con sus
contertulios de la imprenta Rambla y Bouza, situada una cuadra más abajo.
De entre los tipos populares que pernoctaban
por esa esquina en los primeros años de este siglo, señalaremos al asturiano Trelles,
que tenía la exclusiva parar vender La Esfera y Blanco y Negro, revistas
madrileñas de bastante circulación en La Habana. Era un tipo huraño y avaro,
vestido en forma andrajosa, a quien la cuota de jabón no le hubiese ocasionado
problemas de ninguna clase.
En unos versos publicados en La Discusión, su
autor, Franco del Todo, lo llamaba “el mísero opulento”, y decíase de él que
“no daba... ni los buenos días”. Comía de las sobras que le suministraban en
las fondas, a cambio de las cuales se ofrecía para fregar los platos. Su muerte
ocurrió en forma misteriosa, y dejó una fortuna de cien mil pesos.
Más recientemente, por la década del
cuarenta, vendía los diarios en esa esquina, una gallega bigotuda, con pies de
quince pulgadas, que en forma estridente pregonaba su mercancía. También hizo
sus ahorritos, y los daba a guardar a un “primo” que trabajaba como dependiente
en un café de la calle Obrapía. Un buen día (malo para ella), el “paisa”
desapareció, llevándole los reales y las pesetas, y la dejó solamente con sus
bigotes y sus enormes zapatones.
Hace algunos años, en los finales de mes, se
producía un triste espectáculo, por fortuna ya desaparecido. Eran los jubilados
del Estado y los heroicos veteranos de nuestra Guerra de Independencia, que
durante horas esperaban en nutridas filas del pago de sus pensiones. Daba pena
ver a aquellos ancianos, que a pleno sol esperaban pacientemente lo que de
manera honrada se habían ganado para el sustento de su vejez, mientras que en
su derredor corrían charoladas máquinas de último modelo, llevando en algunas
ocasiones en su interior politicien, businessmen y otros especímenes que nada
sabían de las vidas esforzadas y llenas de privaciones de aquellos humildes
compatriotas.
La esquina fue testigo mudo de un hecho acaecido
en el mes de enero del año 1890. Sobre las once de la mañana cruzó por ella en
dirección al Palacio de los Capitanes Generales, adonde había sido llamado por
el máximo rector del colonialismo, para que en el término de veinticuatro horas
abandonase la Isla, una arrogante figura, de anchos hombros, largos brazos y
piernas ligeramente arqueadas, que vestía elegante levita inglesa y sombrero de
copa. La personalidad de aquel hombre llamaba poderosamente la atención. Cuenta
Federico Villoch en sus Postales descoloridas, que hubo de seguirlo a través de
toda la calle de Obispo y que “marchaba a pasos sólidos, iguales, como si lo
hiciese al acompasado ritmo de un invisible redoblante que sonar desde lo alto
de la gloria”. Era la primera y única vez en su vida (posteriormente estuvo tan
solo diez días), que visitaba La Habana, donde fue objeto de múltiples agasajos
por parte de los separatistas.
Este lugar fue perdiendo movimiento a medida
que la capital fue extendiéndose extramuros y las calles de San Rafael y
Neptuno ocuparon su lugar. En la actualidad sus aceras han sido ensanchadas y
apenas si puede transitar un vehículo por su estrecha calle.
La esquina es solo un recuerdo de nuestra
Habana que fue, y la nueva generación que lea estas notas, mucho se alegrará de
no haber vivido estas cosas negativas que aquí relato.
Quédele únicamente el recuerdo de aquella
mañana invernal, cuando el guerrero impar cruzó por ese sitio en dirección, no
solo al Palacio del Capitán General, sino a Paralejo, Coliseo, Cacarajícara y
cien acciones más de guerra, que lo hicieron el invencible guía de nuestros
ejércitos independentistas.
Cualquier tiempo pasado fue..., Editorial Letras Cubanas, 1978.
lunes, 26 de octubre de 2015
domingo, 25 de octubre de 2015
Pote
Pote es
el apodo con que conocemos en Cuba a José López Rodríguez, licenciado en
Farmacia, que, probablemente, no sabrá preparar un ungüento, pero librero
inteligente y hombre aprovechado si los hay.
Llegó a Cuba hace pocos años,
casi niño, sin más bagaje que una maletilla con ropa burda y una voluntad recia
y una ambición grande.
Vendió libros viejos; montó luego una
imprenta: la ensanchó, editó libros de texto para las escuelas; compró una
casa, y otra, y otras, para sus talleres; se encargó de imprimir los billetes
de la lotería y los sellos de Correos y del impuesto especial; se adjudicó
subastas como la de la canalización de El Roque, y lo mismo con Gómez que con
Menocal, con Estrada Palma que con Magoon, ha sido impresor de cámara y el
hombre de las grandes influencias.
Resumen: Pote
acaba de comprar a D. Juan Pedro Baró los ingenios de azúcar «Conchita» y
«Asunción», en precio de tres millones y medio de duros, sin tener que
desatender por eso ninguno de sus múltiples negocios.
Esta noticia no va a traducir mi admiración
por ese gallego millonario, sino a decir a ustedes que todavía se reúne mucho
dinero en Cuba cuando el inmigrante tiene una ambición tan grande y una
voluntad tan recia como tiene el propietario de La Nueva Poesía, almacén de libros
y papel.
España y
América, sep. de 1915.
viernes, 23 de octubre de 2015
Especial de abeto
Joaquín
Nicolás Aramburu
Merced a la energía de un gallego activísimo, José
López Rodríguez, Cuba cuenta desde ahora con algo que son pocas las naciones que
tienen: una soberbia instalación de maquinarias para impresión de billetes de
Banco y toda clase de sellos de uso oficial.
Verdad es que todos los aparatos han sido adquiridos
en los Estados Unidos; verdad que es yanqui Mr. Foster, el director de los
talleres, y yanqui Mr. Burns, el fabricante de las tintas especiales que se
emplearán en la impresión: pero es capital de un español, reunido en Cuba, el
que nos permite decir: no necesitamos del extranjero para timbres y billetes que
hacemos en la capital de la nación, tan delicados y perfectos como los que
hasta ahora veníamos usando.
El día 20 fue la inauguración de los hermosos talleres,
a cuyo acto asistieron el general Menocal, miembros de su gobierno y numerosas
personas ávidas de admirar lo que constituye un progreso notabilísimo para la
industria nacional.
Ya el señor López Rodríguez había instalado máquinas
para la impresión de billetes de Lotería; ya su Casa Editorial había impreso numerosas
obras didácticas y literarias: ya su Librería honraba al país. Ahora ha puesto
el sello a sus triunfos esta magna obra.
El Estado obtendrá economía en la Impresión de
sellos de correo y del empréstito, que veníamos adquiriendo en Nueva York. Y
además, no solo algunos norteamericanos, sino una multitud de cubanos y
españoles, y de niñas y señoras pobres, se ganarán decorosamente la vida en los
nuevos talleres.
Diseños, dibujos y grabados han sido hechos
por artistas habaneros. El papel, especial de abeto, ese sí procede de la
Carolina del Norte, en cuyo Estado crecen los árboles de que se obtiene. Y ello
viene a robustecer mi invariable criterio de que los dos países vecinos, las
dos razas, la ibérica y la sajona, pueden entenderse, ayudarse a realizar
unidas progresos admirables.
El genio español, la perseverancia y la
iniciativa del español o del latino-americano, utilizando los adelantos de la
agricultura y de la industria del pueblo anglo-sajón, están capacitadas para
mejorar los medios de vida y aumentar la natural riqueza de estos países que
España colonizó.
Con máquinas americanas, papel americano y un
técnico americano, en los talleres de un gallego, harán obra perfecta de
litografía y tipografía una porción de hispano-cubanos, que de ella vivirán
cómodamente. Y ese dinero que desde ahora deja de salir de nuestro país, en
beneficio general, quedará, alimentando la circulación monetaria.
La
Vanguardia, 11 de febrero de 1914.