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miércoles, 9 de septiembre de 2015

Pájaro de las islas




  Alfonso Hernández Catá


 Quien ha volado siquiera una vez con la libertad de ánimo precisa para sentir la euforia de suponer que las alas del avión partían de sus propios costados y que la hélice es molino que pulveriza la distancia, pierde sin duda la emoción deportiva al convertirse en pasajero de un aeroplano comercial. El aparato individual o bipersonal conserva siempre un coeficiente de aventura que se amengua considerablemente en el otro, aun cuando ambos permitan disfrutar la sensación divina de apreciar la pequeñez de la tierra y de sentir las nubes debajo de sí. Puede sintetizarse la diferencia de ambas emociones con calificar la primera de individualista y la segunda de social. De esta última clase, pero con la plenitud maravillosa, fue la experimentada por el cronista cuando desde el campamento de Columbia de La Habana se elevó en el trimotor de la Pan American Airways, que había de conducirlo, pájaro de las islas, de Cuba a Puerto Rico, con escala a Haití y Santo Domingo, al través del mar Caribe.

 Hemos escrito plenitud maravillosa pocas líneas atrás, y esta asociación de vocablos expresa bien el deslumbramiento ante un prodigio que cotidianamente se renueva. El hombre merecedor del progreso se diferencia del parásito en su capacidad de exaltarse ante los milagros de cada día obrados por la voluntad y el entendimiento humanos. Y cada día, desde hace tres años, esa Compañía, que no es la única, lanza desde Miami, al sur de Florida, un avión de doce plazas, que atraviesa el Golfo, se posa en La Habana, Camagüey y Santiago, y tras de cruzar el mar y besar los tres países antedichos, toca las costas de Venezuela y bordea toda la América del Sur para volver al punto de arranque. Claro que tan enorme recorrido ha sido labor de mucho tiempo, no conseguida por completo hasta hace muy poco; pero el viaje interantillano se efectúa hace ya mucho con una regularidad tan cronométrica en las horas de partida y llegada, que se necesitaría ser Tartarín para sentir en el muelle asiento, ante el almuerzo hervido a bordo y con la frente contra el cristal de la ventanilla, la menor veleidad heroica. En tanto tiempo, sólo una vez, al despegar el aeroplano de Santiago, un ala rozó contra una cresta de las montañas formidables, que hacen parecer el terreno del aeródromo un cráter, y determinó grave accidente. Antes y después, en el doble tráfico diario de un aparato en viaje de ida y otro en viaje de regreso, ni el más leve disturbio o retraso se produjeron. Y sin la imaginación traicionera, por el testimonio de los sentidos, ni el viajero menos valiente sentiría inquietud, ya que el fragor de los motores -amortiguado por los algodones especiales entregados por el criado de a bordo antes de iniciarse el vuelo — sugiere infinitamente menos la impresión de catástrofe que el trepidar del automóvil o del  tren.

 Un sobrecito con ese algodón y dos pastillas de goma aromática son el viático del viaje. Antes de embarcar, el equipaje ha sido pesado inexorablemente. El piloto y el subpiloto —con seis mil horas de vuelo como mínimo— toman asiento, y las hélices empiezan a girar. A un toque de campana los viajeros embarcan. La cabina es larga, recubierta de maderas preciosas, con dos filas de sillones de mimbre, forrados de piel de Rusia, y una rejilla a cada parte, en la cual se colocan maletines y sombreros. El resto del equipaje va detrás, en espacio invisible, al que sólo el criado tiene acceso. Una puertecita aísla el lavabo, de espacio y comodidades suficientes, y un pasillo con linóleo va entre las dos filas de sillones desde la entrada al puesto de mando. El radiotelegrafista ocupa, ante su aparato, uno de los sillones más próximos al puesto, y por una ranura alta abierta en la puerta que aísla a los pilotos del pasaje entrega y recibe cada cuarto de hora la nota de ruta. Media hora después de elevarnos, cuando todavía los ojos gozan de la imagen de joya que produce la tierra engastada en el cobalto del mar por el platino centelleador del oleaje, ya recibimos un despacho de los que quedaron en el aeródromo, más envidiosos que temerosos de vernos partir.

 Caminos,  ingenios, pueblos, montes achatados por la perspectiva, van quedando detrás. De La Habana a Camagüey hemos tardado cuatro horas. De aquí a Santiago tardaremos poco más de tres. La sombra del aeroplano nos sigue posada en tierra, cual si hubiese de afanarse mucho para no quedarse detrás, y cuando surgen nubes se eleva, y se hace más ingrávida, más fantasmal e irisada. La llegada a Santiago es magnífica: se viaja entre montes y se ven palmeras, que hasta desde arriba dejan percibir su gallardía. La salida de Santiago es también imponente, y poco a poco se trueca en espectáculo sublime: el mar, las rompientes, la estación naval de Guantánamo, con su buque portaviones, a modo de enorme escorpión sobre el cual reposara su ponzoñosa nidada; el mar de transparencia y colores indescriptibles tienen la admiración en cambiante éxtasis.  Cuatro horas más, y he ahí a Haití en lontananza. Nadie se ha mareado a bordo, nadie ha tenido, ni al arrancar ni al descender, sensación de angustia. Ya se dejan atrás las escalas con la indiferencia con que se dejan atrás, en el tren, las estaciones. De Haití a Santo Domingo un espectáculo único fuerza la exclamación a subir del alma a los labios: el lago Enriquillo, vasto, terso, rodeado de comarcas en algunos de cuyos abruptos senos el hombre no ha pisado aún. Potros salvajes y cerdos jibaros cruzan de macizo a macizo, mientras los cocodrilos, aterrorizados por el triple trueno de los motores, quedan atónitos en las riberas o se hunden a centenares en las aguas.

 Nada puede encarecer la belleza de esa travesía ni la naturalidad del viaje. Viajeros hay que leen las revistas que el criado les procura, o que dormitan, olvidándose de que ir es casi aún mejor que llegar. Merecerían ser desembarcados sin miramientos los que sobre el lago Enriquillo, o después, al retomo, frente a la incomparable playa de Cárdenas, no hayan abierto los ojos con avidez. De Isla a isla, antes de saltar de una parte a otra del continente, el pájaro, hijo de hombre, va depositando personas y equipajes. Y así, una tarde, al iniciarse un crepúsculo de nácares y rotos arcoíris, nos dejó sin la menor fatiga, ni nuestra ni suya, tras quince horas de vuelo, en la capital de Puerto Rico. (¡Puerto Rico, teatro patético donde lucha indefensa la influencia racial española, hoy Puerto Pobre por haber caído bajo la garra del pueblo más rico de la tierra!)



 La Voz, 13 de junio de 1930.


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