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domingo, 2 de agosto de 2015

Evangelina Cisneros





 Cuando no hay nada que hacer el reportero activo desespera ante la petición constante del director:
 -Cosas, cosas; es preciso hacer cosas...
  Así, acosado por la realidad pobre de sucesos de importancia, Karl Deker, del «New-York Journal», pregunta a su director, Mr. Hearts:
  —¿Y el caso de Evangelina Cisneros?
  Hearts refunfuña. ¿Estaba dispuesto a hacer algo sonado? ¿Por ejemplo, irse a La Habana y emprender una campaña seria para lograr la libertad de Evangelina Cisneros?
 Deker sonrió:
 —Estoy dispuesto a mucho más. A conseguir la evasión de la señorita Cisneros.
  Y a ello fue.
 El asunto de la Evangelina Cisneros apasionaba al mundo entero, principalmente a América. Acusada, con su padre, de complicidad con los insurgentes cubanos, la señorita Cisneros había sido condenada a veinte años de trabajos forzados y cumplía su condena en la Casa de Recogimiento de La Habana entre negras y delincuentes vulgares. Allí estaba el hampa de la ciudad. Prostitutas, bravías y ladronas, entre las que entonaba mal la distinguida elegancia de la bella señorita Cisneros. En Norteamérica había un movimiento de simpatía por Evangelina Cisneros, que era, en buena parte, una antipatía al Poder nacional cubano, contra el que conspiraba el Poder yanqui.
  Karl Deker salió para La Habana en el más absoluto secreto, conveniente para su difícil misión. Le fue fácil encontrar allí dos cómplices. Animados por el éxito económico que el reportero les aseguraba como éxito subsidiario del suyo romántico y profesional, todos trabajaban con ahínco. Karl Deker era un bravo mozo recién casado. Había dejado al otro lado del mar una mujer joven y bonita, recelosa de los proyectos de Karl por salvar a la que ella creía una aventurera. Tal vez le costó a Karl ese disgusto matrimonial, absurdo y lógico a la vez, que proporcionan las esposas cuando se creen en competencia ante la «mujer fatal». Esa «mujer fatal» que surge siempre en la vida y que suele ser una buena muchacha adornada de literatura.
 Exploraron los alrededores de la prisión. Era inaccesible. En los muros enormes las ventanas más próximas, resguardadas por fuertes barrotes de hierro, estaban a doce metros del suelo. El barrio era el más infecto y peligroso de La Habana: chozas de chinos y de negros donde dulzonamente, entre cánticos pesados y amables, se abría el pecho de un transeúnte para sacarle la cartera de dentro del corazón. Las mu latas atraían con su sensualidad pegajosa de rumbas lúbricas, bajo el aire denso, surcado por tábanos e insectos blandos y viscosos, al extranjero propicio para dejar su oro entre los senos oscuros que se movían con gracia pesada de flanes bajo las telas criollas transparentes y sedeñas. En otras chozas el opio, propicio para los paraísos artificiales, era apelmazado en las pipas, que servían chinos diminutos de película impresionada sobre marfil. Era el mismo paisaje colonial de lujuria y de muerte, donde la muerte era una bella página de novela decadente, donde es muy dulce verse languidecer bajo un calor morboso y unos labios obsesionantes que sorben la vida como el zumo de una fruta al son de un instrumento primitivo y dulzón.
 Karl Deker descubrió una ventana, más baja, escondida entre hiedra. Esa ventana correspondía precisamente a la celda de Evangelina Cisneros. Escalando el muro, en la noche, logró ponerse al habla con la señorita Cisneros. Ella pidió un ácido para corroer los barrotes, bombones con morfina para sus compañeras que dormían allí y una cuerda para deslizarse.
 El procedimiento resultaba lentísimo para la impaciencia del reportero. La casualidad hizo que en una casa situada precisamente enfrente de la prisión se alquilara un piso. Deker lo tomó, formando inmediatamente su plan. Era arriesgado, pero si salía bien, definitivo.
 Avanzada la noche el reportero y sus cómplices tendieron una tabla resistente desde el balcón de su piso a la ventana de la celda de la señorita
Cisneros. Fue un fracaso. La cornisa se desprendió, produciendo un gran estrépito en la calle. Por fortuna pudieron retirar la tabla antes de que el centinela acudiera.
 La noche siguiente lograron limar dos barrotes. Nueva espera. A la otra noche, otros dos barrotes. En la oscuridad la sombra blanca de la señorita Cisneros cruzaba la calle y caía en brazos del reportero salvador.
 Aquello era un paso serio. Un periodista se enfrentaba contra la Policía, los jueces y la cárcel. Entonces la censura le hubiera tachado no la crónica, sino la vida, poniendo su lápiz rojo en la garganta del reportero aventurero.
 La belleza de aquel .muchacho era algo extraordinario. Su boca roja, sus ojos almendrados... No vale escamarse. Ni siquiera el «truco» de Grecia, del amigo de Adriano o de Rimbaud, adolescente junto al pobre Lelian. Más bien la aventura de Belino contada por Casanova. Aquel efebo era la señorita Cisneros. Evangelina Cisneros vestida de hombre, con el pelo cortado, era una precursora de Teresita Saavedra en el Príncipe Carnaval. Los más vulgares coincidían en que Dios nos libre de encontrar un muchacho así. Tenía revolucionado al barco. Su compañero estaba un poco fastidiado y temeroso de su buena fama.
 Pero próximo ya el barco a Nueva York, el efebo apareció vestido de mujer. ¿Qué insolencia era aquélla. Algún viejo señor blasfemó en cubierta:
 —iBadajo! iEs el colmo!
 Era un buen español.
 Un cable tenía congregada media ciudad en el muelle. El «New-York Herald» agotó una tirada fabulosa. Evangelina Cisneros, libertada audazmente por Karl Deker, iba a desembarcar. La manifestación de simpatía fue enorme.
 Poco después el director del periódico terminaba él mismo el reportaje casándose con la señorita Cisneros.
 En un café solitario Karl Deker rumiaba una melancolía que todos ignoraban. Era el hombre del día, pero perdía a la mujer del día. La había sacado de la prisión para dejarla en la dulce prisión de otros brazos. Hearts, el director, le llamó al despacho:
 —¿Pero qué diablos tiene usted? ¿Por qué no trabaja? ¿Le ha atontado su éxito?
 Karl no contestó. Lo que le atontaba era el éxito del otro.
  Y volvía a rumiar su nostalgia, de la que nadie se daba cuenta. Porque el más triste amor está en que la mujer que queremos ni siquiera sepa nuestro amor. Y el amor de Karl Deker era de éstos.
 El padre de la señorita Cisneros seguía preso en La Habana. Por ese viejo no fue nadie.
 La libertad de un suegro del director del «New-York Journal» no le interesaba ni al director mismo.
 Es la vida. La alegre y cochina vida.


 Reproducido en “Los creadores del reportaje moderno”, Heraldo de Madrid, 9/6/1928, página 9.


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