Cuando no hay nada que hacer el reportero
activo desespera ante la petición constante del director:
-Cosas, cosas; es preciso hacer cosas...
Así,
acosado por la realidad pobre de sucesos de importancia, Karl Deker, del
«New-York Journal», pregunta a su director, Mr. Hearts:
—¿Y el
caso de Evangelina Cisneros?
Hearts
refunfuña. ¿Estaba dispuesto a hacer algo sonado? ¿Por ejemplo, irse a La
Habana y emprender una campaña seria para lograr la libertad de Evangelina
Cisneros?
Deker sonrió:
—Estoy dispuesto a mucho más. A conseguir la
evasión de la señorita Cisneros.
Y a
ello fue.
El asunto de la Evangelina Cisneros apasionaba
al mundo entero, principalmente a América. Acusada, con su padre, de
complicidad con los insurgentes cubanos, la señorita Cisneros había sido
condenada a veinte años de trabajos forzados y cumplía su condena en la Casa de
Recogimiento de La Habana entre negras y delincuentes vulgares. Allí estaba el
hampa de la ciudad. Prostitutas, bravías y ladronas, entre las que entonaba mal
la distinguida elegancia de la bella señorita Cisneros. En Norteamérica había
un movimiento de simpatía por Evangelina Cisneros, que era, en buena parte, una
antipatía al Poder nacional cubano, contra el que conspiraba el Poder yanqui.
Karl
Deker salió para La Habana en el más absoluto secreto, conveniente para su
difícil misión. Le fue fácil encontrar allí dos cómplices. Animados por el
éxito económico que el reportero les aseguraba como éxito subsidiario del suyo
romántico y profesional, todos trabajaban con ahínco. Karl Deker era un bravo
mozo recién casado. Había dejado al otro lado del mar una mujer joven y bonita,
recelosa de los proyectos de Karl por salvar a la que ella creía una
aventurera. Tal vez le costó a Karl ese disgusto matrimonial, absurdo y lógico
a la vez, que proporcionan las esposas cuando se creen en competencia ante la
«mujer fatal». Esa «mujer fatal» que surge siempre en la vida y que suele ser
una buena muchacha adornada de literatura.
Exploraron los alrededores de la prisión. Era
inaccesible. En los muros enormes las ventanas más próximas, resguardadas por
fuertes barrotes de hierro, estaban a doce metros del suelo. El barrio era el
más infecto y peligroso de La Habana: chozas de chinos y de negros donde
dulzonamente, entre cánticos pesados y amables, se abría el pecho de un
transeúnte para sacarle la cartera de dentro del corazón. Las mu latas atraían
con su sensualidad pegajosa de rumbas lúbricas, bajo el aire denso, surcado por
tábanos e insectos blandos y viscosos, al extranjero propicio para dejar su oro
entre los senos oscuros que se movían con gracia pesada de flanes bajo las
telas criollas transparentes y sedeñas. En otras chozas el opio, propicio para
los paraísos artificiales, era apelmazado en las pipas, que servían chinos
diminutos de película impresionada sobre marfil. Era el mismo paisaje colonial
de lujuria y de muerte, donde la muerte era una bella página de novela
decadente, donde es muy dulce verse languidecer bajo un calor morboso y unos
labios obsesionantes que sorben la vida como el zumo de una fruta al son de un
instrumento primitivo y dulzón.
Karl Deker descubrió una ventana, más baja,
escondida entre hiedra. Esa ventana correspondía precisamente a la celda de
Evangelina Cisneros. Escalando el muro, en la noche, logró ponerse al habla con
la señorita Cisneros. Ella pidió un ácido para corroer los barrotes, bombones
con morfina para sus compañeras que dormían allí y una cuerda para deslizarse.
El procedimiento resultaba lentísimo para la
impaciencia del reportero. La casualidad hizo que en una casa situada
precisamente enfrente de la prisión se alquilara un piso. Deker lo tomó,
formando inmediatamente su plan. Era arriesgado, pero si salía bien,
definitivo.
Avanzada la noche el reportero y sus cómplices
tendieron una tabla resistente desde el balcón de su piso a la ventana de la
celda de la señorita
Cisneros. Fue un fracaso. La
cornisa se desprendió, produciendo un gran estrépito en la calle. Por fortuna
pudieron retirar la tabla antes de que el centinela acudiera.
La noche siguiente lograron limar dos
barrotes. Nueva espera. A la otra noche, otros dos barrotes. En la oscuridad la
sombra blanca de la señorita Cisneros cruzaba la calle y caía en brazos del
reportero salvador.
Aquello era un paso serio. Un periodista se
enfrentaba contra la Policía, los jueces y la cárcel. Entonces la censura le
hubiera tachado no la crónica, sino la vida, poniendo su lápiz rojo en la garganta
del reportero aventurero.
La belleza de aquel .muchacho era algo
extraordinario. Su boca roja, sus ojos almendrados... No vale escamarse. Ni
siquiera el «truco» de Grecia, del amigo de Adriano o de Rimbaud, adolescente
junto al pobre Lelian. Más bien la aventura de Belino contada por Casanova.
Aquel efebo era la señorita Cisneros. Evangelina Cisneros vestida de hombre,
con el pelo cortado, era una precursora de Teresita Saavedra en el Príncipe
Carnaval. Los más vulgares coincidían en que Dios nos libre de encontrar un
muchacho así. Tenía revolucionado al barco. Su compañero estaba un poco
fastidiado y temeroso de su buena fama.
Pero próximo ya el barco a Nueva York, el
efebo apareció vestido de mujer. ¿Qué insolencia era aquélla. Algún viejo señor
blasfemó en cubierta:
—iBadajo! iEs el colmo!
Era un buen español.
Un cable tenía congregada media ciudad en el
muelle. El «New-York Herald» agotó una tirada fabulosa. Evangelina Cisneros,
libertada audazmente por Karl Deker, iba a desembarcar. La manifestación de
simpatía fue enorme.
Poco después el director del periódico
terminaba él mismo el reportaje casándose con la señorita Cisneros.
En un café solitario Karl Deker rumiaba una
melancolía que todos ignoraban. Era el hombre del día, pero perdía a la mujer
del día. La había sacado de la prisión para dejarla en la dulce prisión de
otros brazos. Hearts, el director, le llamó al despacho:
—¿Pero qué diablos tiene usted? ¿Por qué no
trabaja? ¿Le ha atontado su éxito?
Karl no contestó. Lo que le atontaba era el
éxito del otro.
Y
volvía a rumiar su nostalgia, de la que nadie se daba cuenta. Porque el más
triste amor está en que la mujer que queremos ni siquiera sepa nuestro amor. Y
el amor de Karl Deker era de éstos.
El padre de la señorita Cisneros seguía preso
en La Habana. Por ese viejo no fue nadie.
La libertad de un suegro del director del
«New-York Journal» no le interesaba ni al director mismo.
Es la vida. La alegre y cochina vida.
Reproducido en “Los creadores del reportaje
moderno”, Heraldo de Madrid, 9/6/1928, página 9.
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