Rafael Martínez Ortiz
El general Wood imprimió en todos los ramos la actividad pasmosa
de su carácter; actividad quizás algún tanto exagerada en ciertos casos. Las
oficinas fueron de las primeras en sentir la mano ruda que empuñaba las riendas
de la administración. Se dictó un reglamento severo; las horas de trabajo se
aumentaron y cada cual tuvo que ocupar el tiempo exclusivamente en el desempeño
de su deber. El buen humor no dejó de satirizar las disposiciones nuevas; una
de las caricaturas más célebres de aquellos días llevaba al pie estos versos:
Reglamento de las oficinas
no rascarse, no fumar;
muy tempranito llegar;
casi de noche salir.
No hay tiempo para almorzar
ni otra cosa que escribir...
¡Quien se quiera colocar
es que se quiere morir!
La medida traída entre ceja y ceja por el Gobernador era la
de un cambio radical en la administración de justicia. Realmente era defectuosísima...
Los procesos se eternizaban. Con frecuencia, personas a la postre absueltas de
los delitos imputados, envejecían en las prisiones sin que nadie se condoliera
ni preocupara del atropello sufrido y de los trastornos graves llevados con él
a las familias. Las cárceles estaban en condiciones pésimas, y por regla
general los presuntos delincuentes lo pasaban en ellas mucho peor que los
condenados a las mayores penas en el presidio. Todo esto, unido a no pocos
defectos personales imputados a los investidos con la magistratura, hacía que
el Gobernador sintiese hacia ella prevención. En una entrevista con el Sr.
Rafael Manduley, persona de gran influencia en Oriente, llegó a decir Mr. Wood:
«La corrupción judicial es enorme.» Con semejante creencia arraigada era seguro
que no se pararía en barras para poner enmienda; acometería grandes reformas,
aunque en algunos casos llevase las cosas más allá de lo conveniente y hasta
diese sus golpes de ciego ele cuando en cuando.
Tal estado de ánimo
le hizo, en uno de los primeros días de su gobierno, declarar cesante, con poco
miramiento en la forma, al fiscal del Tribunal Supremo, Sr. Federico Mora. La causa
ocasional de la medida fue el proceso por fraudes descubiertos en la Aduana de
la Habana. Algunos empleados, o se habían prestado a entrar en hilos de la
trama, o lo habían hecho con la intención de meter también las manos en la
masa, y se asustaron después; el hecho fue que descubrieron el delito y pusieron las pruebas en manos de sus superiores. El general
se empeñó en que los denunciantes no fueran procesados. Alegaba que eran testigos de Estado;
pero las leyes de Cuba no reconocían tales testigos.
El Sr. Mora se puso
frente a Mr. Wood, y éste decretó su separación. Por otra parte, el Sr. Mora no
miraba con muy buenos ojos a las autoridades interventoras y no se recataba
mucho para disimular su malquerencia. En las mismas entrevistas tenidas con el
Gobernador contestó a las recriminaciones de éste con acritud; le dijo que la demora
en la tramitación de las causas era defecto de la propia ley, y a ella, en el
asunto de la Aduana, precisaba ajustarse también, en tanto no se cambiase. El
general quiso, con la cesantía del fiscal, producir un golpe de efecto, y lo
consiguió. La prensa radical puso el grito en el cielo; pero Mr. Wood no cejó.
En una conferencia con cierto redactor del periódico La Discusión, dijo:
«Aunque considero al Sr. Mora como personalidad brillante, le estimo deficiente
como fiscal del Supremo. He querido poner cuanto antes en libertad a más de doscientos
individuos que guardan prisión injustamente, y no he podido lograrlo. Para que
un pueblo sea verdaderamente libre tiene que cuidar mucho de no vulnerar jamás
el derecho a la libertad de los ciudadanos.
«También —añadió— ha
influido en mi determinación el proceso de la Aduana. No se ha querido ver que
éstas dependen directamente del Gobierno Federal, y que, por tanto, deben
regirse por las disposiciones respecto a ellas establecidas en los Estados
Unidos. Conceden éstos la consideración de testigos de Estado a los que han
tomado parte en la realización de un delito y denuncian su existencia y señalan
a sus coautores. La Administración no ha señalado, pues, arbitrariamente a los
que debían ser procesados; ha querido que se exceptúe a los testigos de Estado. Es un
error empeñarse en mantener las viejas leyes; no se
puede desenvolver un país, dentro de la libertad,
por
los mismos medios, con igual sistema y con las
mismas
armas que sirvieron para mantenerlo en el despotismo.»
Las razones de Mr. Wood eran de peso; pero no
cabe negar que las leyes debieron derogarse previamente. Cualquier resolución
tomada sin dar ese paso, tenía que ser objeto de crítica justificada; una ley,
por mala que sea, es siempre mejor que ninguna. La mayor desgracia de un país
es hallarse a merced de la tornadiza y caprichosa voluntad de sus gobernantes.
Se recibieron por
aquellos días nuevos donativos para los huérfanos de la guerra; la filantropía
norteamericana se había mostrado generosa con ellos en alto grado. Desde la
terminación de las hostilidades, y aun antes, desde el armisticio, habían
recorrido el país comisiones; repartían, a manos llenas, los dones de la
caridad. La «Cuban Orphan Society» sola, distribuyó cientos de miles de pesos; hubo
suscriptores, como P. Morgan, que contribuyeron con gruesas sumas.
Entre los filántropos
norteamericanos que enjugaron más lágrimas cubanas en aquellos períodos de
tristezas, Cuba debe recordar de modo especial dos nombres: Miss Clara Barton y
Mr. Charles W. Gould. Este visitó casi todos los pueblos inspeccionando las
donaciones por sí mismo. Era hombre de gran cultura y de alto concepto de lo
moral, en su expresión más filosófica. En uno de sus discursos, al constituir
la Junta de Socorros en Santa Clara, dijo: «El hombre que pudiendo trabajar y
debiendo trabajar para vivir no trabaja, no es acreedor a la compasión: debe
morir.»
Cuba. Los primeros años de la independencia, t-1,
Le Livre Libre, París, 1929, pp. 114-17.