Julián del Casal
Hay lugares tan bellos en la tierra que uno quisiera poderlos estrechar
contra su corazón. Esta
frase de Flaubert revoloteaba en nuestra memoria al regresar de un paseo que
dimos ayer al poético
caserío del Vedado, para
distraer el fastidio, andar al aire libre y huir de las monótonas diversiones de la ciudad.
Era al oscurecer. La tarde expiraba poco a poco y la niebla envolvía las verdes cumbres de las
montañas. El humo se
elevaba en negras espirales, del fondo de las chimeneas, la bóveda celeste perdía su rojiza coloración. Los últimos reflejos del sol flotaban esparcidos, como
lentejuelas doradas, sobre las ondas inmóviles de la mar. El calor se había apaciguado y se respiraba un aire fresco que parecía salir de inmensos abanicos
agitados por manos invisibles.
Atravesando la ancha calzada polvorosa que se extiende, rodeada de
verdes montículos a la
izquierda y de rocas negruzcas a la derecha, a lo largo de las orillas del mar,
donde apercibían las
espaldas encorvadas de algunos pescadores que aguardaban pacientemente la caída del pez en las redes
tendidas, llegamos al risueño
pueblecillo, el más
tranquilo, el más
pintoresco y el más
moderno de los que se encuentran en los alrededores de la capital.
Todo el que vive en la Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo
de una moneda nueva y la alegría
silenciosa de las poblaciones. La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen
dichosos. Allí se
refugian, en los meses de verano, los que el calor destierra de la ciudad, los
escasos poseedores de bienes de fortuna y los que no se atreven a alejarse del
suelo natal.
Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de
diversas proporciones. El más
grande de todos es el salón
Trotcha, nombre igual al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión de los temporadistas, y se
halla convertido en magnífico
hotel, semejante a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias.
Tiene a la entrada una verja de hierro, cuyas hojas permanecen siempre
abiertas. Detrás de la
verja se encuentra un jardín
encantador, lleno de plantas delicadas y de arbustos floridos. Los senderos están cubiertos de arena; a la manera
de los de un parque inglés.
En los ángulos del jardín se han levantado cuatro
glorietas espaciosas, bajo cuya sombra pueden descansar los huéspedes, sentados alrededor de
elegantes mesitas, saboreando sus licores predilectos.
El edificio se compone de dos pisos. En el primero, que está al nivel del jardín, se ha colocado el restaurant,
donde hay un largo salón,
rodeado de elegantes gabinetes. Allí
se encuentran, en los días
festivos, numerosas familias habaneras, pertenecientes a las más altas clases de nuestra
sociedad. Todo parece que convida a satisfacer las más imperiosas de las necesidades humanas. Las mesas
elegantes, cubiertas de blancos manteles; los platos de fina porcelana,
fileteados de rayas doradas; los manjares exquisitos, servidos en fuentes de
plata; la profusión de
licores, suficiente para todos los caprichos; y la finura de los dueños que se desviven por
complacer a sus favorecedores hace que este lugar sea el escogido por las
personas de gustos refinados.
Al salir de esta pieza se asciende, por ancha escalinata de mármol, rodeada de verde baranda,
al piso principal. Franqueado el dintel, se halla un salón elegante, ornado de muebles labrados, espejos venecianos,
alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots.
Este salón tiene la
apariencia de un parloir inglés.
Detrás del mismo están las habitaciones de los huéspedes, lujosamente decoradas.
Al final de éstas donde se
hallaba el escenario del antiguo teatro, se está preparando el salón
principal.
Este hotel, descripto a la ligera, para que puedan formar idea nuestros
lectores, está montado a
la altura de los mejores de Europa. Nada tiene que envidiar a ninguno de ellos.
Todo sibarita que llega a París
se dirige al Grand Hotel; pero el que venga a la Habana, en lo sucesivo,
dirá al cicerone al
hotel de M.Chaix.
HERNANI
La Discusión, jueves 23
de enero de 1890, Núm, 184. Julián del Casal. Prosas, T-2, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, pp. 32-33.
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