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miércoles, 4 de febrero de 2015

Casas non sanctas





 Loló de la Torriente


 En no pocas ocasiones llegamos a internarnos en las tenebrosas callejuelas conocidas por “zona de tolerancia”, que exhibía su miseria entre Paula, San Isidro y Desamparados.
 Allí la vida era sórdida. Las mal llamadas “mujeres de la vida alegre”, la tenían tan triste que más que tristeza aquello era angustia. Las había negras o morenas, opulentas y llenas de sandunga; francesas, españolas o americanas vendidas por la trata de blancas, y mestizas o chinas que habían salido de los barrios más humildes de la ciudad o del campo. 
 Las había otoñales, de piel marchita y cabello cenizo, que no perdían la clientela porque poseían una sabiduría terrible no solo para el acto amoroso, sino también para la preparación de filtros o brebajes embriagantes para “hacer daño”; mientras otras eran mujeres en toda la plenitud de su sexo, llenas de vitalidad y de fuerza, y no pocas eran muchachas núbiles apenas iniciadas en la escabrosa vida. 
 Las más solicitadas eran las importadas, las francesas, que habían traído con ellas cierto sprit procaz, insolente y lleno de maldad, e incitaban a la clientela criolla, amante de lo desconocido; mientras la de tránsito, la que llegaba en los mercantes, marineros ávidos de emborracharse y hacer el amor, buscaban con desesperación a las negras maravillosas de piel de ébano y pechos como ánforas. Día a día importadas perfeccionaron el oficio de las nativas, enseñándoles todo el arte del ludibrio que practicaban en una vida lesbiana y licenciosa, comenzando así los “refinamientos” de las casas non sanctas que alquilaban mariposones para atraer la clientela.
 A hora temprana, en la tarde, comenzaba en la zona la persecución de los hombres. Las mujeres ocupaban con desenfado bares y cantinas. Se vestían llamativamente de voiles y muselinas estampadas, haciendo predominar el rojo. Muchas fumaban cigarrillos fuertes, otras estaban grifas. Se pintaban con colores baratos y llevaban los ojos dibujados con una línea de creyón negro que las hacía más llamativas usando, a manera de maybelline, aceite de ricino que mantenía las pestañas rígidas y brillantes. En los burdeles más finos se amontonaban cuatro o cinco mujeres, que hacían el amor sobre colombinas, utilizando para el aseo palanganas de peltre apostillado.
 En los de más categoría había una pequeña sala, sombría y llena de humo, que daba a la calle, y en la cual las pupilas hacían la propaganda mostrando sus encantos, al mismo tiempo que embriagaban al cliente y le cobraban la ficha que la ocamba administraba, separando para el agente policiaco, en servicio, una cantidad que a su vez compartía con las altas autoridades de la Policía Nacional.
 Pero los beneficios, para la mujer que se entregaba, eran muy exiguos y entonces buscaba en la calle la forma de aumentar sus ingresos. Andaban ligerísimas de ropa, mostrando aquí y allá los contornos glúteos, las pantorrillas ágiles y fuertes, los senos recios y tentadores como fruto en sazón. Era el recurso de las jóvenes sin sabiduría, pero con los dones que la naturaleza les había otorgado. Se paseaban desafiantes por las calles o se arremolinaban en las banquetas para esperar la suerte de un cliente que las llevara a comer, a bailar y al holelito tras unos pesos de gratificación. Eran las fleteras sin casa, sin esperanza, hundiéndose más  y más en el lodo, pasando de aquí al vivac o a la cárcel, donde las vi llorar de angustia. También ellas tenían que hacer partícipe de sus ganancias al agente de la autoridad y a la matrona que les cuidaba sus pertenencias, que no pocas veces era el hijo que en las entrañas le dejó un miserable. 


 Testimonio desde dentro, Editorial Letras Cubanas, 1985, pp. 208-210.   


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