Loló de la Torriente
En no pocas ocasiones llegamos a internarnos en las
tenebrosas callejuelas conocidas por “zona de tolerancia”, que exhibía su
miseria entre Paula, San Isidro y Desamparados.
Allí la vida era sórdida. Las mal llamadas “mujeres de
la vida alegre”, la tenían tan triste que más que tristeza aquello era
angustia. Las había negras o morenas, opulentas y llenas de sandunga;
francesas, españolas o americanas vendidas por la trata de blancas, y mestizas
o chinas que habían salido de los barrios más humildes de la ciudad o del
campo.
Las había otoñales, de piel marchita y cabello cenizo, que no perdían la
clientela porque poseían una sabiduría terrible no solo para el acto amoroso,
sino también para la preparación de filtros o brebajes embriagantes para “hacer
daño”; mientras otras eran mujeres en toda la plenitud de su sexo, llenas de
vitalidad y de fuerza, y no pocas eran muchachas núbiles apenas iniciadas en la
escabrosa vida.
Las más solicitadas eran las importadas, las
francesas, que habían traído con ellas cierto sprit procaz, insolente y lleno de maldad, e incitaban a la
clientela criolla, amante de lo desconocido; mientras la de tránsito, la que
llegaba en los mercantes, marineros ávidos de emborracharse y hacer el amor,
buscaban con desesperación a las negras maravillosas de piel de ébano y pechos
como ánforas. Día a día importadas perfeccionaron el oficio de las nativas,
enseñándoles todo el arte del ludibrio que practicaban en una vida lesbiana y
licenciosa, comenzando así los “refinamientos” de las casas non sanctas que alquilaban mariposones
para atraer la clientela.
A hora temprana, en la tarde, comenzaba en la zona la
persecución de los hombres. Las mujeres ocupaban con desenfado bares y
cantinas. Se vestían llamativamente de voiles
y muselinas estampadas, haciendo predominar el rojo. Muchas fumaban cigarrillos
fuertes, otras estaban grifas. Se pintaban con colores baratos y llevaban los
ojos dibujados con una línea de creyón negro que las hacía más llamativas
usando, a manera de maybelline,
aceite de ricino que mantenía las pestañas rígidas y brillantes. En los
burdeles más finos se amontonaban cuatro o cinco mujeres, que hacían el amor
sobre colombinas, utilizando para el aseo palanganas de peltre apostillado.
En los de más categoría había una pequeña sala,
sombría y llena de humo, que daba a la calle, y en la cual las pupilas hacían
la propaganda mostrando sus encantos, al mismo tiempo que embriagaban al
cliente y le cobraban la ficha que la ocamba administraba, separando para el
agente policiaco, en servicio, una cantidad que a su vez compartía con las
altas autoridades de la Policía Nacional.
Pero los beneficios, para la mujer que se entregaba,
eran muy exiguos y entonces buscaba en la calle la forma de aumentar sus
ingresos. Andaban ligerísimas de ropa, mostrando aquí y allá los contornos
glúteos, las pantorrillas ágiles y fuertes, los senos recios y tentadores como
fruto en sazón. Era el recurso de las jóvenes sin sabiduría, pero con los dones
que la naturaleza les había otorgado. Se paseaban desafiantes por las calles o
se arremolinaban en las banquetas para esperar la suerte de un cliente que las
llevara a comer, a bailar y al holelito tras unos pesos de gratificación. Eran
las fleteras sin casa, sin esperanza, hundiéndose más y más en el lodo, pasando de aquí al vivac o
a la cárcel, donde las vi llorar de angustia. También ellas tenían que hacer
partícipe de sus ganancias al agente de la autoridad y a la matrona que les
cuidaba sus pertenencias, que no pocas veces era el hijo que en las entrañas le
dejó un miserable.
Testimonio desde dentro, Editorial Letras Cubanas, 1985, pp. 208-210.
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