Enrique Vila-Matas
El problema de
las relaciones entre el genio y la locura existe desde que Platón dijo que
había que diferenciar entre la locura clínica y la creativa locura de los profetas
y los poetas. Esta teoría platónica de los furores conoció gran apogeo
en el Renacimiento. Alberti, en su tratado De pictura, sugirió que el artista
bien puede considerarse otro dios y le recomendaba que se alejara de la gente normal.
El Renacimiento potenciaría aún más la imagen del artista raro y sembró, a
gran profundidad, la semilla de esa creencia popular, todavía hoy tan arraigada
entre nosotros, por la cual los
artistas, muy especialmente los genios, son, y siempre han sido, egocéntricos,
caprichosos, neuróticos, rebeldes, informales, licenciosos, extravagantes
obsesionados por su trabajo y de difícil convivencia. Es decir, se tiene la impresión
de que los artistas forman una raza aparte de la humanidad cuando en realidad
los estados depresivos o las conductas extravagantes, por ejemplo, no suelen
ser tan creativas como se cree y, además, no son ninguna exclusiva de los artistas.
Se ha supuesto que esos desequilibrios son intrínsecos al genio cuando está
claro que existen también en futbolistas, verduleros o banqueros. Pero el
equívoco ahí está, bien arraigado entre nosotros. Salvador Dalí ha sido, en
nuestro siglo, uno de los que más supo aprovecharse de este equívoco, al
presentarse, desde el primer momento, como Artista Loco y Genial, aunque cuando fue aceptado como tal tuvo el buen
gusto de desmarcarse del asunto: "La única
diferencia entre los locos y yo es la de que yo no estoy loco".
Aunque en ciertas ocasiones las relaciones
entre genio y locura pueden haber sido estrechas, contamos también con
suficientes ejemplos que prueban que pocos genios están o estuvieron locos.
A partir del
retrato literario de Rafael hecho por Vasari, el genio también fue descrito como
la cumbre de la perfección moral e intelectual y del equilibrio. Ahí está
Shakespeare, al que nadie se ha atrevido a concebir como un loco, lo que demuestra
que también la grandeza del genio puede manifestarse en el equilibrio admirable
de todas las facultades. No hay suficientes argumentos para desdeñar la idea de
que el talento artístico es, muchas veces, concedido a alguien gracias a su
equilibrio sentimental. En realidad, los genios locos fueron muchos menos que
aquéllos aún más grandes que no mostraron huellas de locura. Y, además, existen
casos como los de Nietzsche o Holderlin en los que parece que, al caer en
la locura, vieron disminuidas sus facultades creativas. Aunque tal vez vivían y
creaban exclusivamente para ellos mismos. No se sabrá nunca. De hecho, todo
parece indicar que jamás habrá una respuesta definitiva al enigma de la
personalidad creativa.
Lo único que
podemos hacer es juzgar el carácter y la conducta de los artistas a través del
conocimiento del ambiente, creencias y convicciones vigentes en su época. En el
siglo XVIII estaba ya muy arraigada
entre el vulgo la creencia de que locura y genialidad estaban íntimamente
ligadas en muchos artistas. El escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt iba a
convertirse en un caso particularmente interesante al aprovecharse de estas
creencias y fingirse un artista loco con el único y oculto propósito de poder
escapar, cuantas veces quisiera, del arte oficial al que se veía obligado a
servir.
Hijo de una familia
de artesanos del sur de Alemania, Messerschmjdt hizo su aprendizaje en Múnich.
A los diecisiete años viajó a Viena donde completó estudios en la Academia. Su manifiesto
talento cayó en gracia y pronto recibió encargos de la Corte Imperial y de la
nobleza. De esta época destacan sus retratos de busto de diversos aristócratas
y el realizado al médico personal de la emperatriz María Teresa. Todo el mundo
admiraba en él la serenidad y el clasicismo de su estilo, su equilibrado
acoplamiento al arte oficial de la época. En 1769, reconocido ya como un genio,
consiguió un puesto de profesor en la Academia. Fue entonces cuando comenzó a
atormentarle el espíritu de la proporción. En la soledad de su taller ideó una
teoría complicadísima sobre las proporciones humanas. Su secreto estaba encerrado
en Hermes, el venerable dios egipcio helenizado del conocimiento esotérico, al
que los filósofos renacentistas habían redescubierto.
El pellizco como
sistema
En plena Edad de
la Razón, Messerschmidt notó que el espíritu de la proporción, envidioso de sus
descubrimientos, le infligía dolores en varias partes de su cuerpo. Conocedor
de las relaciones misteriosas entre ciertas partes del cuerpo y varias partes
de la cara, tenía que pellizcarse aquí y allí para romper el influjo que el
espíritu tenía sobre él. Como todos sus deseos estaban ya volcados en escapar a
la vida académica y a los insulsos bustos que le encargaban, y como fuera que
no podía abandonar totalmente el arte oficial, que constituía su fuente
de ingresos, ideó un plan para poder permitirse el lujo de compaginar ese arte oficial
con obras de una naturaleza íntima: un tipo de bustos que sólo
serían acepta dos por la sociedad de su época si los presentaba como la
consecuencia de sus esporádicos accesos de furor y locura. Comenzó a pellizcarse
en público. Simulaba súbitos accesos de fiebre y demencia, y prodigaba todo
tipo de extrañas muecas mientras impartía su magisterio. En los salones,
respondía con silbidos a ciertas preguntas de los cortesanos. Cuando le llegó
la hora de ser catedrático de su especialidad, el primer ministro (un tal Kaunitz)
se opuso a su nombramiento aduciendo que “jamás podría aconsejar a Su Majestad
que nombrara como maestro de jóvenes académicos a un hombre del que tal vez se
rían a veces, pues tiene extraños accesos de locura”. Messerschmídt simuló un
terrible enfado y se negó a aceptar la pensión que le ofreció Kaunitz. Se
marchó de Viena y se refugió en Bratislava, donde fue muy bien acogido. Allí,
mostrándose satisfecho de ese sistema de pellizcos con los que dominaba el espíritu
celoso, inició su ambiciosa empresa de realizar estudios acerca de las
proporciones de las muecas para beneficio de la posteridad. Según él, había 64 variedades
de muecas.
Hoy en día, apenas
se hablaría de Messerschmidt de no ser por esos 64 bustos que tanto llaman la
atención. Lo admirable de este escultor es que, incluso durante esos años que
pasó entregado a sus problemáticos estudios de fisonomía (los últimos años de
su vida), llevó a cabo cierto número de obras perfectamente normales.
Messerschmidt logró su objetivo, creando conjunta mente arte oficial y
obras privadas, a las que dotaba de un significado personal. Goya no
tardaría en hacer lo mismo.
La Vanguardia, 18 de octubre de 1983.
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