Francisco Figueras
Aquellos que
pudieron salvar algo de la fe católica
trocáronla en un grosero fetichismo, el cual, dando en tierra con toda noción espiritual
de la religión, levantó el culto de las imágenes a la altura de una verdadera
idolatría.
De entre
ellos era extraído últimamente por el clero, el contingente más numeroso de las
procesiones, romerías y otras fiestas eclesiásticas, en las cuales el bullicio
y la ostentación, toman el puesto del fervor y la edificación.
Por lo que
atañe a las clases blancas inferiores, tanto en la ciudad como en el campo,
diéronse a raras supersticiones, reputando milagrosas y venerando como santas,
cuevas, quebradas, fuentes y colinas, situadas siempre en lugares agrestes y
despoblados. Tradiciones, cuyo origen era del todo desconocido, y por ende más
prestigioso, asociábanse siempre a esos lugares de culto y reverencia.
La aparición
de una Virgen María trigueña, cual conviene a una hija del trópico, derramando
el bien de sus próvidas manos en forma de milagros, y dando vista a ciegos, salud a enfermos, consuelo a afligidos
y hasta hacienda y fortuna a menesterosos y desvalidos; la memoria de un indio
converso y eremita, muerto en una covacha en olor de santidad, o la más
extravagante todavía de un viejo filibustero arrepentido y taumaturgo: todas
estas y otras muchas creaciones de la fantasía popular, asediada
por el ansia de lo maravilloso, han erigido en diversas comarcas de la Isla, parajes
de devoción especial, cuyo culto, sin ministros que lo exploten y prostituyan,
ha podido perpetuarse hasta nuestros días.
En Cárdenas,
no lejos del caserío de Varadero, existe una de estas grutas, santificada por
la crédula piedad del vulgo, y la cantidad de cera que en ella se quema,
iguala, si no aventaja, a la que consume la Iglesia parroquial.
Otras veces
estas supersticiones disfrazadas de curas milagrosas, han servido a la picardía para explotar a la ignorancia. La virgen de Jiquiabo, una campesina vieja, fea
y analfabeta, recorría allá por 1885 el campo y la ciudad, pretendiendo sanar toda
dolencia con la virtud maravillosa de unos retazos de lienzo grosero
santificados antes por el contacto de su piel.
En época
todavía más reciente, otro labriego de idéntica vulgaridad e ignorancia,
haciéndose llamar el Hombre-Dios, reclamaba igual prestigio para el agua
consagrada por la inmersión de sus manos casi siempre nada limpias.
Y lo peor del
caso no es que existiera un idiota para protagonista de la farsa y un pícaro
para dirigir la escena, sino que hubiera público numeroso, acomodado y hasta
con pretensiones de ilustrado, para asegurar a la función un éxito pecuniario.
Entre ese
público —y el dato lo debemos a La Lucha,
periódico de la Habana — llegó a figurar nada menos que un Secretario de
Instrucción de la República.
Disuelto
durante la Intervención americana el contubernio del Estado con la Iglesia,
parece llegada para ésta, la hora de una rehabilitación tan completa como necesaria,
si es que el campo y su mies no han de quedar para las sectas disidentes, que
han logrado con aquel suceso un motivo de estímulo y aliento.
El culto que
a la justicia profesamos, nos hace confesar que algunos pasos se han dado por
ella en esa senda. Si han sido con acierto y en demanda de aquel propósito, es
muy temprano aún para decidirlo. La data del empeño es reciente y como la
cosecha está en el surco, es imposible apreciar su resultado.
Cuba y su
evolución colonial,
1907, pp. 169-70.
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