Álvaro de las Iglesia
Hace algo más de un siglo, a cuatro leguas y
media de Cárdenas por el camino de Matanzas, sobre la costa y al abrigo de unas
empinadas lomas, podía verse un grupo de pajizos bohíos habitados en su mayor
parte por tiznados carboneros. Toda la vasta planicie que mira al mar, había
algo más tarde, de cubrirse de ingenios y aquel minúsculo poblado acabaría por
convertirse en el hoy floreciente y próspero pueblo de Camarioca.
Pero alboreando el siglo XIX quien
recorriera, en una gran extensión, aquella abrupta costa y aquellos campos sin
cultivo donde las crecientes de los ríos Camarioca y Canímar formaban grandes
pantanos, bien podría creerse en una islita desierta a donde no llegaba ni el
más desvanecido eco de la existencia cubana.
Cuando en nuestro breve y benigno invierno,
que es una graciosa parodia de la cruda estación en los países fríos, soplaban
los nortes, rompía el oleaje en explosiones de espuma desde la punta de Maya
hasta la boca del pequeño puerto, trazando un festón de nieve sobre los verdes
recodos del litoral, decorado con los naturales encantos como una hermosa
virgen desnuda.
Por la costa solitaria y silenciosa nunca se
había visto un alma viviente. Durante el día, animaban aquella soledad con sus
gritos el zaramagullón, la gaviota y el alcatraz de enorme tamaño y monstruoso
pico. Al caer la noche rompían el silencio el sijú con sus guturales
sobreagudos, la siguapa y la lechuza. La vegetación lujuriante del trópico
había alzado como una cortina entre el mísero vecindario y la costa, con
espesos matojos de almácigo y guacamaya sobre los cuales tendían sus bejucos la
parra cimarrona.
No se sabe a punto fijo el año; pero sí que
empezando el siglo de las luces, como
ya se ha dicho, unos campesinos, tal vez de los que trazaron la senda que es
hoy el camino que va del caserío a la playa de Varadero, descendiendo por los
peñascos que forman la cortadura, descubrieron una cueva no muy profunda,
porque la luz del exterior llega a su fondo. Un movimiento de horror los hizo
salir apresuradamente. En medio de la caverna vieron tendido un pelado
esqueleto cubierto con hábito sacerdotal y teniendo abierto, entre las manos
descarnadas y rígidas, un breviario.
La voz del fúnebre hallazgo recorrió bien
pronto el pequeño vecindario carente, por completo, de sucesos de tal magnitud,
y el comentario, más o menos racional, levantó un murmullo en todas aquellas
casitas de guano. El primer impulso de horror fue sustituido en breve por un
invencible movimiento de curiosidad que condujo a la Cueva del Muerto a los más animosos. En presencia de aquellos
despojos completamente desconocidos, pero cuya posición delataba un tránsito
blando y tranquilo propio de quien había dado su postrer adiós a la vida sin el
menor miedo a la muerte, hizo reaccionar a nuestros guajiros, por herencia
supersticiosos, sugiriéndoles no sabemos qué pensamientos elevados, porque en
vez de sentir horror se postraron ante los restos yacentes considerándolos
reliquia de un bienaventurado que había sido, con seguridad, en este mundo, un
nuevo Padre Santo de Guanabacoa, un
nuevo padre Valencia, apóstol de Puerto Príncipe, seres sobrehumanos que
dejaron una luminosa estela de admiración en las almas y un vivo sentimiento de
amor en los corazones.
¿Quién podría ser aquel sacerdote, incógnito
anacoreta de una nueva Tebaida, a quien nadie había visto nunca y cuya muerte
pasó, para todos, inadvertida?
Para unos había sido un gran pecador, tal vez
un gran delincuente que, arrepentido de sus delitos fuera a hacer penitencia en
la soledad, castigando la carne rebelde en tanto el espíritu tendía sus alas
hacia la perfección. Otros sostenían que debió ser sencillamente un misionero
sorprendido en su ruta por un repentino mal que le había impedido subir hasta
el caserío en busca de socorro, muriendo en aquel recinto providencialmente
hallado en su desmayo, para guarecerse de los abrasadores rayos del sol. Pero
esta versión, por ser la más racional, encontró pocos partidarios, por lo mismo
que lo fantástico se apodera con más facilidad de los espíritus sencillos. El
muerto debía ser un santo y reclamaba su culto y honores de bienaventurado.
Desde entonces se pobló la Cueva del Muerto de Camarioca de
piadosos visitantes, los ásperos muros de aquella capilla natural, se cubrieron
de exvotos, de cruces, de velas, sencillo pero tierno homenaje de la ingenua fe
de nuestro pueblo para aquello que considera de un origen superior, como le
pasó a los siboneyes con la imagen de la
Virgen María perdida en las selvas cubanas por Ojeda, y la Cueva del Muerto fue y sigue siendo aún, no el casual sepulcro de
un desconocido caminante a quien sorprendió la muerte cruzando el campo cubano,
sino un santuario que ninguna autoridad eclesiástica fundó ni bendijo; pero que
la fe y la devoción populares han consagrado y la tradición estratificado tan
sólidamente que los siglos no podrán deshacerla. Después de todo, ¿quién puede
afirmar que la milagrosa Casa de Loreto tiene mejor origen?
Tradiciones completas,
La Habana, 1983, pp. 131-33
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