José Agustín Millán
Ab uno disce omnes.
Todos son iguales.
(Trad. libre)
Sería
preciso poseer la festiva pluma, la gracia y el satírico látigo del maligno
escritor del tipo «El médico de campo», para bosquejar al médico en general y
formar un cuadro tal que fuese digno de colocarse al lado de aquel bien trazado
boceto, tan lleno de verdad y de animación, tan picante como chistoso. Pero ya
que me faltan esas dotes esenciales en un escritor de costumbres, sirva de
excusa a mi osadía el cariño que profeso a los discípulos de Hipócrates, a
quienes algo debo, pues todavía estoy vivo y así mengua fuera y sobrada
ingratitud el no dedicarles un artículo. Tomo, pues, la pluma, y después de
encomendarme a la indulgencia de mis buenos amigos los médicos, y a la
paciencia del benévolo lector, principium sermoni dabo... Ustedes han de
perdonar si les hablo en latín, pero este latín lo entiende todo el mundo,
incluso los médicos y los boticarios, que con medias palabras en latín se
entienden a las mil maravillas.
En nuestro país, esencialmente agrícola, en vez de cultivar las ciencias y
las artes que tienden a perfeccionar la agricultura y llevarla al estado
floreciente a que por la feracidad privilegiada de nuestros campos está
llamada, encontramos más cómodo, más útil y sobre todo más noble dedicamos al
estudio del derecho, al de la medicina, al de la farmacia,
y particularmente al de la poesía, guiados sin duda por aquel conocido
principio de que es preciso que todos vivamos, propios y extraños.
Gracias a
Dios, no nos faltan poetas, pues tenemos para surtir a toda la América y aun
nos sobrarán para nuestras delicias.
¡¡Abogados!!
No hay más que abrir la Guía de forasteros para pasar en revista la
tremebunda cohorte que está encargada de cuidar de nuestros intereses, aunque
sin dejar por eso de cuidar de los suyos, pues los abogados no, se han estado
quemando las pestañas estudiando el Digesto para luego hacer escritos de
guagua, cosa por demás indigesta.
¡¡Farmacéuticos!!
Hay en cada calle dos o tres establecimientos piadosos, a cargo de estos
profesores que prestan al público tanta utilidad como a sí propios. ¡Cuánto
adornan la ciudad esas odoríferas oficinas, con cielorraso dorado, armatoste de
caoba, pomos de loza fina, mostradores elegantes sobre los cuales campean
enormes redomas de cristal de varios colores, a manera de instrumentos de
magia, de física recreativa de algún jugador de cubiletes! Aquí se ven cajas
misteriosas con sus correspondientes rótulos; allí urnas de cristal que
contienen el imponderable aceite de alacrán o de lombrices o de otras
sabandijas, toditas muy medicinales y sobre todo muy... caras. Más allá un pomo
de vidrio que encierra nada menos que una hutía comiendo un hicaco;
aquí una redoma que contiene un enorme majá en aguardiente; en fin, acá
y acullá cuatro o cinco cajitas abiertas y a la disposición de los aficionados
a las pastas pectorales, cuya virtud es tan notoria y cuyos resultados son tan
poco nocivos (lo que no se puede decir de todos los remedios).
¡¡Médicos!! Cada día aumenta el número de los alumnos de Hipócrates, al paso
que desaparecen los enfermos, tanto que si la cosa sigue así, a falta de,
gentes a quienes administrar drogas y jarabes, tendrán que curarse a sí
propios; los médicos o recíprocamente, lo cual creo que no harán jamás por
motivos que ellos no ignoran.
Sucede,
pues, comúnmente, que a un hombre que tiene la fortuna de ser casado y que
además es padre de dos hijos, lo cual es otra fortuna, viene la partera
presurosa y con entusiasmo a anunciar que su esposa (del hombre) acaba de dar a
luz un infante tamaño (aquí se esmera aquella profesora en señalar con ambos
brazos). El recién papá, que, como dijimos, lo es ya de otros dos también robustos
infantes, da gracias a Dios, a sí propio y a su mujer por el aumento de prole,
y allá para su capote dice poco más o menos lo que sigue: «Ya tenemos en casa a
un futuro abogado y a un aspirante a farmacéutico... pues, señor, este angelito
que acaba de regalarme mi muy cara esposa será, será... médico: no hay remedio,
o por mejor decir, tendremos quien nos dé remedios y con eso nos ahorraremos el
pago de honorarios por escritos largos, los veinte reales fuertes
por un simple jarabe simple y el consabido pesito, de la visita».
En
efecto, crece el niño, va a la escuela, es el mismo demonio, poco estudioso,
travieso, en extremo aficionado a los dulces, a las pastillas y al orosuz. El
papá deduce de todas estas cualidades que su hijo tiene grandes disposiciones
para la medicina; y como no lo puede sufrir en casa, se lo manda entero y
verdadero al maestro de escuela que ya lo tenía a medias, es decir, a medio
pupilo.
Pasan
años. El niño ya no es niño, sino un muchachón, con pelo a la romántica, bigote
y pera de chivo que mete miedo. «Entonces pasa a estudiar y todas a la vez, un
sinnúmero de ciencias, de las cuales una sola bastaría para ocupar la vida
entera de un hombre aplicado, pero que el alumno tiene que saber, porque todas,
todas le han de servir, si no para curar a los enfermos, al menos para llegar a
ser médico. Es de ver cómo por encanto aprende la botánica, la física,
la química, la fisiología, la anatomía, la terapéutica, la... Señor... una
infinidad de cosas más difíciles de mencionar que de aprender.
Si, por
desgracia, el alumno no tiene afición a la medicina y en vez de escuchar
atentamente al catedrático, no asiste con puntualidad a las clases, prefiriendo
ir a la inmediata confitería a refrescar, engulléndose para hacer boca media
docena de pastelitos o chux à la crème y, a fin de hacer pasar todo eso,
una copa de granizado de naranja o un vaso de agraz, o también si el enemigo le
tienta se pone a jugar unas cuantas mesitas al billar... ¡ay!, ¡ay de los
enfermos que cayeren algún día en las terribles manos de nuestro galeno! Por
eso, cuando queremos dar un voto de confianza a algún médico a quien no
conocemos y nos decidimos a encomendarle nuestro cuerpo y nuestra existencia,
preguntamos con sobrados motivos: ¿Qué tal? ¿Era buen estudiante?
El que no
toma estos informes demuestra menos interés por sí propio que por las agencias
funerarias, y convengamos en que los aficionados a la filantropía no pueden
exigir tamaño sacrificio; y regla general: no hay cosa peor para los enfermos
que tropezar con médicos que en vez de haber hecho estudios profundos en la
divina ciencia, se hayan entretenido en hacer versos, en enamorar muchachas,
poniendo a los papás en un continuo estado de... alarma, o en pasar su tiempo
en los cafés, o en el tiro de pistola, o en el campo cazando pájaros... Todo
esto es de fatal agüero para los pobres enfermos.
Tan
pronto como el bachiller en medicina recibe su diploma, busca la protección de
algún médico de reputación, para que le acabe de enseñar lo que no sabe (por
supuesto que hablo de lo que no sabe el bachiller) y le perfeccione en la
humanitaria ciencia de curar. El médico protector franquea al modesto bachiller
su biblioteca compuesta de cuantos libros sobre medicina se han escrito desde
Hipócrates hasta nuestros días, es decir, de medio millón de gruesos volúmenes
llenos de admirables teorías, lo cual prueba de un modo evidente lo mucho que
han... sudado las prensas tipográficas.
Si el
médico director es partidario del sistema antiflogístico, no permitirá que lea su
discípulo sino las obras en que se prueba de una manera que no deja la menor
duda que desde que el mundo es mundo hasta la fecha, esto es, desde que no
había médicos y cada quisquis se curaba como Dios le daba a entender, y
morían las gentes ni más ni menos como ahora (aunque no en regla es muy
cierto), el médico que no manda sacar sangre y no emplea (para los enfermos)
las sanguijuelas y ventosas, no es digno de entrar en el gremio de la facultad.
Non ets dignus intrare in docto corpore... siempre latines... de
cocina, quiero decir, de medicina.
Empapado
el alumno en tan sabias doctrinas, jura, cual otro Aníbal, puesta la mano sobre
un tomo de Broussais, odio implacable a todos los sistemas curativos
pasados, presentes y futuros, y desde luego profesa a las sanguijuelas un
cariño digno de mejores bichos. Hace además firme propósito de no recetar sino
aquellos remedios que señala la terapéutica como debilitantes, extenuantes y
que tienden precisa y directamente a desahogar al doliente de cuanta sangre tenga
en el cuerpo para luego tener el gusto de írsela renovando (si es que escapa el
enfermo) a merced de limonadas, suero, leche, huevos pasados por agua y cuando
mucho sopas de gato. La irritación... he aquí el enemigo; he aquí el
duende o sea coco que hay que combatir. Aquel joven alumno, por lo demás
de buena índole y aun amable, no sueña sino con las sangrías, las sanguijuelas,
las ventosas y no habla en todas partes más que de las irritaciones, de las
sopas de gato, de los baños calientes, de aneurismas, de agua helada, de
belladona, de gastroenteritis, cefalalgias, colitis, peritonitis,
atrofias, etc.
Hasta en
su misma casa viene a ser el terror de su familia, queriendo curar a los buenos
y sanos, para probar la eficacia de su sistema; pero como quiera que todo el
mundo le zafa el cuerpo, ya es un inocente perro, ya un apacible gato, ora una
incauta cotorra, ora un robusto cochino los que experimentan, con notoria
desgracia, los admirables resultados de su método.
Si el
médico director protector es humorista, es preciso entonces declarar guerra a
muerte a las sangrías, a las sanguijuelas, a los calmantes, al agua fría, al
agua caliente, a las limonadas, a los baños, a los jarabes, a las pastas, a las
tisanas y en general a toditas las drogas de la botica. No hay más que
penetrarse de que nuestro cuerpo, objeto de la vanidad humana, es pura... o
mejor dicho, impura corrupción y basura; y así es fuerza limpiarlo
constantemente ni más ni menos que nuestra casa, que aseamos todos los días con
la escoba. Y ¿cómo? Con purgantes y vomitivos, con ambas cosas a la vez, o al
menos alternando sucesivamente hasta que quede el cuerpo limpio como una
patena.
Es de
advertirse (entre paréntesis) que este sistema tiene pocos partidarios entre
los discípulos de Hipócrates, sin duda desde que los enfermos se han convencido
que para zamparse dos o tres cucharadas de Le Roy no se necesita llamar
a ningún médico.
Si el
caballero médico director es partidario del sistema de Raspail, hablará
en estos términos al joven alumno: «Todos los achaques desagradables que
afligen a la humanidad provienen de una multitud de bichos o gusanos enemigos
del orden y de la tranquilidad del hombre, que han dado en la gracia de andarse
paseando por nuestro cuerpo con la misma libertad que si estuviesen en su casa.
Conviene, pues, desalojarlos... pero ¿cómo?, dirás tú, oh joven alumno, ¿cómo?,
¿por medio del alcanfor? No acierto a comprender cómo hasta la fecha no
habíamos dado con ese remedio universal que es el único que cura todas las
enfermedades. Muchos individuos ignorantes (sin ser médicos) conocían, hace
siglos, la notoria eficacia del alcanfor para destruir la polilla y otros
insectos que se alojan en las gavetas de una cómoda o en los escaparates; pero
estaba reservado a Raspail el honor de hacernos conocer que el alcanfor
y sus compuestos mata a los insectos doquiera que se les pueda pillar. Viva,
pues, tan admirable remedio, que, además, tiene un olor muy agradable pora el
que le guste.
Et sic
de cæteris... es decir, que de los sistemas curativos adoptados por los
médicos directores, resulta lo mismo. Cada cual pondera el suyo y asegura que
el de su cofrade no sirve para maldita la cosa. Yo creo que todos tienen razón.
El
bachiller, dócil a los consejos de su director, acompaña a éste en todas sus
visitas y aun en sus ausencias y enfermedades le sustituye, no apartándose ni
un ápice de las doctrinas que le inculcara su sabio maestro. Esto lo alienta y
aun se permite in ocultis curar por sí y ante sí a algún enfermo, pero
esto es muy raro y si lo hace es... sin ejemplar.
Guiado
por las máximas y el ejemplo de su maestro, muda de costumbres, de carácter y
aun de fisonomía. Se vuelve serio, gasta poca conversación, tiene trazas de
estar siempre meditando acerca de las innumerables enfermedades que afligen a
la humanidad y de buscar remedios para curarlas. De un abogado vivo y hablador,
dirán las gentes, cuando mucho, que es travieso y de ardiente imaginación y por
supuesto muy propio para hacerse cargo de un pleito por desesperado que sea; de
un médico locuaz, de genio alegre y que camine de prisa, dirá el vulgo: «es un
loco; no le llamaré por cierto, sí tengo la desgracia de caer enfermo». Esto lo
saben los médicos y por tanto se dominan, hablan poco, caminan con paso grave y
su semblante revela, al parecer, como diría un escribano, los afanes y
desvelos; y aun muchos gastan espejuelos a pesar de tener una vista de lince.
Muy rara vez se permite el médico ciertas diversiones inocentes como los
teatros y las sociedades filarmónicas, pues se lo impide el constante e ingrato
estudio de la ciencia que profesa. Además, ¿qué opinión formaría el público de
un hombre cuya vida pertenece a los enfermos, si le viesen todas las noches en
el teatro? Haciéndole sobrado favor, dirían las gentes que no tiene aquel
médico enfermos a quienes visitar o que no tiene amor a la carrera. El médico
no debe tampoco ir a los bailes. El médico no baila: esto es indigno de su
carácter, de su indispensable gravedad.
En fin,
ya nuestro bachiller es médico: ya vuela con sus propias alas, por su cuenta
y... entonces, merced a algún complaciente localista que anda a caza de
noticias con que llenar la sección que está a su cargo, puede leer cualquiera
el párrafo siguiente: «Grado. -Tenemos el gusto de anunciar a nuestros
lectores que anteayer, previo un riguroso y lucidísimo examen, recibió el grado
de licenciado en medicina el aplicado joven don Luis Serato y Miel Rosada, a
quien felicitamos cordialmente deseándole el mejor éxito en su noble y ardua
carrera. Vive...» (aquí las señas).
El primer
cuidado de nuestro tipo es proporcionarse, a costa de los primeros
enfermos que caen bajo sus manos, una volante o quitrín flamante, con buenos
arreos, robusto caballo y rechoncho calesero. Este aparato que nada tiene que
ver con la ciencia médica, es indispensable. El médico que visitase a
pie, se daría todas las trazas de un corredor vendiendo granos de café o
muestras de azúcar. La volante indica el gran número de enfermos; los arreos de
plata anuncian la comodidad y lujo con que vive el médico que todo o debe a sus
admirables aciertos; en cuanto al rechoncho calesero y al robusto caballo, son
las pruebas vivas y palpables de que en casa del facultativo todos están
gordos, buenos y sanos que da gusto, desde el amo hasta el caballo, y cuenta
que este último no cesa de trabajar todo el santo día, otra señal inequívoca de
que el médico no puede con sus enfermos, es decir, no puede dar abasto con los
dolientes aunque no tenga todavía ninguno. Con efecto, en todas las carreras
hay que pasar lo que vulgarmente se llama el año de noviciado, máxime en
la de medicina en que pululan los médicos.
¿Veis
aquel hombre que va en un quitrín, con un libro o folleto en la mano, absorto,
al parecer, en la lectura de algún nuevo remedio para curar la hidrofobia,
vulgo rabia? ¿Adónde se dirige? Ni él mismo lo sabe. Lo esencial es que el
público, naturalmente curioso, llegue a saber que allí va el doctor tal.
Lo esencial, pues, es darse a conocer, porque nadie puede curarse con médicos
desconocidos. Esto lo saben los médicos y por eso inventan mil ingeniosos
arbitrios para adquirir reputación y crédito.
Ya es un
comunicado suscrito por un amigo que estuvo agonizando, pataleando que metía
miedo, con los preparativos hechos y el lío debajo del brazo para irse al otro
mundo, avisada la agencia funeraria y ajustado el entierro de segunda clase,
cuando... ¡oh asombro!, vino a habérselas con la inexorable parca el
joven licenciado don Mamerto Mosca y en menos de quince días arrebató su presa
a la diosa muerte, restituyendo a la vida al comunicante, que, en cuanto saltó
de la cama, se apresuró a rendir el debido homenaje de gratitud a su joven
salvador que vive en la calle de... tal... número...
Ya es un
soneto remitido y suscrito por una señora a quien el joven doctor don Ventura
Bisturí practicó la difícil operación de extraer siete golondrinos que no
la dejaban dormir hacía la friolera de nueve meses. Dice así el soneto, que es
a fe tan bueno como los muchos que se publican todos los días en los
periódicos:
Presa de horrendo mal, la sepultura
ante mis pasos débiles se abría;
de Galeno a la ciencia resistía
mi perenne opresora calentura.
Hice del testamento la escritura
y de mis hijos ya me despedía,
cuando acercóse en venturoso día
a examinarme el sabio don Ventura.
Aunque la fama le nombraba experto,
su remedio acepté sin esperanza;
porque ese don de levantar a un muerto
sólo al Dios de los orbes se le alcanza.
¡Me levantó en seis horas el bendito!
Y estas gracias le ofrezco por escrito.
Como quiera que, según ya hemos dicho, pululan los vates en esta feraz
tierra de Cuba, le es sumamente fácil a un médico que quiere darse a conocer,
granjearse la amistad de algún poeta complaciente que le obsequie el día de su
santo con un par de sonetitos por el estilo del anterior y en los que asegura
que el tal doctor es por lo bajo un Dupuytren, un Corvisart, un Magendie, un
Valpeau, etc, etc.
Ya es un
anuncio pomposo redactado por el mismo facultativo en que participa a sus
amigos y al público (cuya amistad anhela también) que por un método sumamente
sencillo, fruto de una larga práctica y constante observación, cura todas las
enfermedades conocidas y por conocer, endereza jorobas de nacimiento, vuelve la
vista a los ciegos, compone brazos y piernas que es un primor, bate las
cataratas en un abrir y cerrar de ojos, facilita la salida de los fetos sin
dolor ni lesión; posee el secreto para que las mujeres morosas tengan al fin el
dulce consuelo de dar a luz media docena de muchachos robustos, etc, etc. A los
insolventes se les cura de oficio o séase de guagua.
Al día
siguiente se llena la casa de nuestro galeno de una legión de ciegos, de
paralíticos, de jorobados, de cojos, de tuertos, de mancos, de negras viejas,
de chinos que dan compasión.
Otro de
los ingeniosos medios para adquirir crédito es la invención de algún jarabe
especial para poner el hígado como nuevo; o de alguna pasta maravillosa para
los catarros que se pronuncian en los pulmones; o de algunas píldoras que
limpian la masa de la sangre mejor que con una escoba; o de algún ungüento
prodigioso que es lo que hay para las almorranas y la sangre de espaldas. El
caso es ver su nombre en letras de molde.
Cuando el
médico va a visitar a un enfermo por primera vez tiene sumo esmero en su toilette,
engalanándose con la mejor casaca y luciendo en la bien planchada pechera de su
camisa un hermoso alfiler de brillantes. Entra en la casa, por supuesto armado
del consabido bastón con borlas, con suma gravedad y circunspección, si bien
deja asomar en sus labios dulce sonrisa como prueba de su amabilidad y también
para tranquilizar en cierto modo el pánico terror que infunde siempre en una
casa la presencia de un médico. Se acerca al doliente y, al mismo tiempo que le
toma el pulso, echa una mirada distraída a la mujer del paciente y si éste es
rico, lo cual se conoce por el aparato y lujo con que está adornada la casa,
suele entonces sacar el reloj, frunce las cejas, se muerde los labios, vuelve a
tomar el pulso con la diferencia de que la mano que toma ahora es la derecha y
antes era la izquierda.
La
esposa. - ¿Qué opina usted, señor doctor?
El
doctor (guiñando el ojo a la esposa). - Esto no será nada... nada... cuando
usted me mandó a avisar, estaba yo en una junta... aún es tiempo de combatir la
enfermedad...
La
esposa. -Mi marido es muy aprensivo. Yo creo que lo que él tiene es un
fuerte catarro...
El
doctor (sonriéndose). - No es mal catarro, señora mía... algo más..., pero.
El
doliente (asustado). - ¿Estoy de peligro, doctor? (a la esposa) ¡No te lo
dije, Chona mía, no te lo dije!...
El
doctor. - Ánimo, ánimo... voy a recetar un jarabe... procure usted sudar, a
bien que agregaré una bebidita que... hasta la noche...
(El
doctor saluda al enfermo y pasa a la sala seguido de la señora.)
La
esposa. - Puede usted, doctor, hablar con franqueza... ¿Es cierto que...?
El
doctor. - Mucho temo una reacción, señora mía, porque en estos catarros
pulmonares no parece sino que la enfermedad quiere jugar con nosotros al
escondite. El cerebro está amagado... ¿Me hace usted el favor de darme papel
y... ¡ah!, ya sabe usted que debe mandar a la botica del licenciado Pildorín.
Es hombre de conciencia, aunque llevar por sus drogas más caro que sus
cofrades..., pero él no vende gato por liebre (receta). ¡Ay!, señora, los
enfermos no nos dejan vivir y, sin embargo, no faltan gentes que digan que
somos nosotros los médicos los que no dejamos... ¡Bah! Mire usted... tengo que
ir ahora a ver a la marquesa de... y luego al conde de... y antes de ir a comer
estoy citado para una junta en casa de doña Sinforosa Clito, que está con un
histérico de muerte. ¡Ah!, señora... ¡qué ingrata carrera es la nuestra! A los
pies de usted.
Como el
doliente no tiene sino una mera fluxión, se pone bueno, pero, como es rico, se
pone bueno lo más tarde que puede... el doctor que ha tomado tanto cariño al
enfermo que quisiera verle toda su vida dos o tres veces al día.
Si a
pesar de sus esfuerzos para alcanzar reputación y crédito no logra nuestro tipo
que el público lea los comunicados, los sonetos ni los anuncios, entonces muda
de... sistema y deserta las antiguas y venerandas banderas de la alopatía,
pasando a ser un furibundo y entusiasta partidario de la homeopatía, cuyas
maravillas proclama, confesando que hasta la fecha todos los médicos (incluso
él) han sido unos bolos administrando brebajes, tisanas más o menos
repugnantes, enormes píldoras, panaceas, etc, y haciéndose los suecos a la voz
de Hannemann, el sapientísimo inventor de los globulitos y de las dosis casi
invisibles.
Si esto no
basta, se declara defensor del admirable sistema del agua fría, o séase
hidropatía, que cura todas las enfermedades como por encanto. Este método, en
efecto, es una de los más prodigiosos de este siglo. Cuéntase que uno de los
establecimientos hidropáticos de Berlín fue acometido un hombre de un cólico
desenfrenado. El médico le mandó que se echara al agua. Hízolo así el doliente
y... ¡oh asombro!, antes estaba con el cuerpo doblado bajo el peso del más
violento dolor..., pues bien, le sacaron del baño tieso... como una tranca.
Sin
embargo, la experiencia ha demostrado que el más eficaz arbitrio que puede
adoptar un médico que anhela fama y sobre todo dinero, es el de viajar a
luengas tierras y al cabo de dos o tres años volver a su patria. Si trae de allende
instrumentos, libros primorosamente encuadernados, botiquines completos, etc,
si nos puede probar, a fuerza de repetirlo, que ha sido comensal del
celebérrimo doctor tal y amigo del sapientísimo doctor cual; si a esto se
agrega que chapurrea el alemán, el inglés y el francés; si, finalmente, celebra
con entusiasmo todo lo que vio o no vio del otro lado del golfo, entonces es
seguro su triunfo. Bueno es también que traiga de allá algún específico
universal de prodigiosos resultados, algún elixir, o Rob, o panacea, o cuando
menos algún ungüento para los callos.
Nuestro
héroe deberá hacerse de rogar para ir a visitar a los enfermos; llegará
el último a las juntas, hablando en ellas de todo menos de medicina y
adhiriéndose siempre a la opinión del médico de cabecera, única persona que se
permite ocuparse allí de la salud del pobre enfermo.
Debe
cuidar también nuestro tipo de cultivar la amistad de uno o dos farmacéuticos a
quienes protegerá y cuya pulcritud, conciencia, habilidad y esmero ponderará en
todas partes. A su vez agradecidos aquellos boticarios hablarán acerca de
nuestro médico con tanto entusiasmo y tantos elogios, que a fe, a fe que le
entrarán deseos a cualquiera de caer enfermo para tener el gusto de ser curado
por tan famoso doctor.
Cuenta
el chistoso autor de la fisiología del médico, que la invención del
sistema hidropático se debe a los enojos de un vengativo doctor en medicina a
quien negó la mano de su hija un boticario que había tenido la habilidad de
transformar en buenas y sonantes onzas de oro cuatrocientas tinajas de agua de
chicorea o de borrajas. ¡Tantæne animis doctoribus iræ!
Tanto a
los caballeros médicos como a los señores farmacéuticos les conviene, pues,
vivir en santa paz y armonía, ni más ni menos que a los jueces con los
escribanos y a los escribanos con los oficiales de causas; todo en obsequio de
sus intereses como en los del público... que es el que, al fin y al postre,
paga las costas.
No pocas
veces acontece (y esto, sea dicho de paso, tiene lugar en todos los países
civilizados, esto es, donde hay muchos médicos) que la Discordia, con su
infernal aliento, infunde en los discípulos de Hipócrates el espíritu de
cábala, de rivalidad y de odio recíproco y sacude sobre ellos su horrible
cabellera erizada de venenosas serpientes. Aquí fue Troya. El alópata, el
hidrópata, el raspalista, el brownista, el rasorista, el broussista, el
homeópata, el humorista, etc, como perros y gatos, viven en continua lucha,
obsequiándose mutuamente con mandobles a diestro y siniestro, cada cual en
defensa de su sistema, tratándose de una ciencia tan oscura, que el más lince
camina a tientas, dando palos de ciego a todo bicho viviente, eso sí, con las
mejores intenciones. Ibant obscurí sola sub nocte per umbras.
Ahora
bien. ¿A quiénes constituyen por jueces en tan intrincada contienda? Al
público. ¡Ojalá pudiera éste dirimir con acierto la discordia y saber en tan
peliagudo juego con qué cartas gana y con qué cartas pierde.
Una vez
adquirida la reputación que tanto ha anhelado, nuestro héroe puede prometerse
un porvenir halagüeño y una vida llena de placeres, si bien no pocas veces se
ven turbados éstos por las visitas que tienen que hacer a sus numerosos
enfermos, pero aun esto acrecienta su nombradía y, por supuesto, su peculio.
Tiene nuestro doctor entre sus clientes a dos que están ya, como si dijéramos,
cada cual con el pie derecho en la sepultura y el izquierdo asido por nuestro
galeno. Éste se halla en el teatro oyendo, verbi gratia, la deliciosa
cavatina de Elvira en el Hernani. Llega, súbitamente y jadeando, un caballero,
recorre con la vista la inmensa platea del coliseo, ve a nuestro doctor, se
acerca a él y le dice al oído: doctor, el enfermo está delirando... por Dios...
venga usted un momento... un minuto... ahí está el carruaje.
-Bravo,
bravo... -grita el filarmónico doctor aplaudiendo...
-Por
Dios, doctor...
-Bravísimo...
(al caballero). Voy... voy... después del dúo... Mientras tanto, puede usted
mandar en mi nombre que le apliquen al enfermo sinapismos volantes y
ladrillos... y... (a un filarmónico). Qué bien ha cantado esta noche la prima
donna... sobre todo el trino... (al caballero). Vaya usted... ¡ah!... que
vayan a la botica y que pidan un cáustico del tamaño de mi mano... Y dos
docenas de sanguijuelas...
En esto
llega otro caballero con la misma pretensión.
-Doctor,
se nos va, se nos va... desde la última sangría está peor...
-Que le
den otra... eso no es nada... yo pasaré a verla dentro de una hora.
-Doctor
de mi alma... venga usted, se lo pido por aquel angelito barrigón, hijo de
usted.
Aunque
poco sensible en general, por el caro nombre invocado, accede nuestro galeno a
seguir, no sin visible disgusto, al importuno caballero.
-Ahí va
el doctor Yodo -dicen algunos concurrentes-. ¡Cáspita! y ¡qué de
enfermos tiene! No le dejan gozar de la ópera.
-¡Oh!
-exclama otro -, pronto volverá... con una receta más... ya está, el enfermo
del otro lado. ¡Parece increíble!
Los
médicos y los abogados tienen ciertos puntos de semejanza tanto más notables,
cuanto que por otra parte se diferencian en el genio y costumbres. Ya hemos
dicho que los abogados, generalmente, son vivos y locuaces, al revés de los
médicos que son graves y taciturnos, sin embargo de que hay alguno que otro que
no deja meter baza en su casa ni a la cotorra... ¿qué digo?... ni a su cara
costilla, que creo es cuanto hay que decir. Ahora bien, veamos cuáles son las
circunstancias que constituyen esa semejanza de que hablamos.
Supongamos
que va a consultar a un abogado un proletario, vulgo, insolvente, para que le
defienda un pleito que trata de entablar contra un individuo que le diera una
bofetada.
-¡Cómo!,
¡han dado a usted una bofetada! Ésa es cosa seria, amigo mío: ¡un pleito
criminal!... Cuénteme usted el suceso, ¿Quién fue el agresor audaz que... torne
usted asiento. A propósito, supongo que está usted resuelto a llevar las cosas
hasta el último extremo. Bien hecho. ¡Una bofetada! ¿Sabe usted lo que es una
bofetada?... a bien que debe usted saberlo...; se me olvidaba que..., pues,
señor... tendrá usted la bondad de expensarme... para el papel sellado, firmas,
poder, etc, etc, etc. Presumo que usted no es insolvente...
-¡Ah!,
doctorcito de mi corazón... ¡ojalá no lo fuera, pero tengo...!
-Veamos,
veamos lo que usted tiene...
-Tengo
una porción de testigos que asegurarán que no poseo ni un chico...
-¡Ay,
ay! (aparte). ¡Malo! (alto). Ya esto muda de aspecto, amigo mío. Para meterse a
litigante..., sobre todo en materia criminal, es preciso tener siquiera para
los gastos indispensables...; todo, por supuesto, a reserva de reintegrarse
luego... pues, sí señor... bien mirado el negocio... una bofetada no pasa de
ser así... una... bofetada que... al fin... eso no es nada... quizás en un
momento de exaltación... las circunstancias atenuantes... la... el... los...
las... Si usted supiera cuántas bofetadas se han dado y aún se dan por ahí por
gentes groseras y villanas. Lo mejor es abandonar eso a un desdeñoso olvido...
créame usted... Conque... que usted lo pase bien... estoy muy atareado.
Trasladémonos
ahora, benévolo lector, a la morada de uno de esos doctores de fama y de
crédito que tanto abundan.
-Señor
doctor, estoy, hace más de un año, padeciendo unos dolores reumáticos que me
dan muy malos ratos...
-Caballero,
me alegro...
-¡Cómo!
-Por
supuesto. Me alegro mucho de que se proporcione nueva ocasión de experimentar
los prodigiosos efectos de un remedio que he inventado para los reumatismos y
aun para la gota. Es un regenerador universal de la sangre, compuesto de
vegetales, y con el cual he tenido el gusto de curar a más de trescientos
gotosos. Cada botella cuesta doce pesos..., pero crea usted que el precio es
sumamente módico, atendida la sin igual calidad de los ingredientes de que se
compone mi regenerador. Con veinte y cuatro botellas tiene usted
bastante para limpiar la masa de la sangre de las impurezas que en su curso
lleva. ¡El reumatismo!... cuidado con esto... si usted quiere, enseñaré a
usted... una botella...
-El
caso es, señor doctor, que yo soy un pobre... Y no digo veinte y cuatro
botellas, pero ni aun una cucharada de ese regenerador puedo costear...
-¡Ah!,
pues entonces, caballero, tome usted baños de mar... y... eso no es nada... el
reumatismo molesta, pero no es peligroso... Usted disimulará; voy a ver a doce
o trece enfermos de gravedad... así es que...
-Pero,
doctor...
-Que
usted se mejore...
Inútil
es decir que si los dolientes y los litigantes son ricos, los diálogos son más
largos y, sobre todo, más interesantes para... los médicos y para los,
abogados.
Hasta
ahora hemos descrito un tipo cuya vida, carácter y hábitos guardan, casi,
casi, una identidad notable con todos los de su clase en el orbe entero,
pero recordará el benévolo lector que hemos salvado en el prospecto de la
presente obra ese inconveniente prometiendo amoldar ciertos tipos generales, de
la sociedad a las costumbres de la nuestra en particular. Con efecto, el médico
en todas partes es médico y a fe que es carrera la de los dichosos hijos, de
Hipócrates que se halla más al abrigo de las vicisitudes de la suerte y de los
azarosos vaivenes de las revoluciones. En todos los países hay enfermos... Y de
consiguiente se necesitan médicos, aunque sean originarios del Celeste Imperio;
prueba de ello es el ínclito y nunca olvidado Zanzí, que, sin saber más
que decir dos pesus se llevó a su tierra 30.000 pesos, fruto de su
talento.. ¡Talento! Sí, señor... que talento es, y muy real y efectivo, el
ganar en menos, de un año esa no tan despreciable suma, máxime en un país donde
abundan médicos sapientísimos que saben el latín, el griego, todas las lenguas
modernas... pero que, desgraciadamente, ignoran el chino.
Fuerza
es confesar, empero, que nuestros médicos en general son estudiosos,
desinteresados y humanos. Los hay, y no pocos, de ciencia y conciencia, si bien
otros, adoptando, con más entusiasmo que reflexión los últimos sistemas médicos,
cual el elegante que se cree obligado a vestirse a la dernière mode,
llegan a inspirar no sólo poca confianza a los enfermos, sino que ellos mismos,
caminando de continuo en las tinieblas de la duda, concluyen por no creer en
nada. Mas diré, y esto en obsequio de los médicos cubanos, éstos no, saben ser
charlatanes... digo y teniendo a tantos cofrades que en esto de embaucar al
prójimo pueden servirles de modelos, pues, si bien es cierto que han visitado
nuestras hospitalarias playas algunos doctores en medicina y cirugía dotados de
verdadero e innegable mérito, en cambio no pocos enfermos incautos han sido
víctimas de su espíritu de novelería por haber encomendado su salud a
Dulcamaras tan ignorantes como imprudentes.
Concluiremos
este mal trazado tipo repitiendo lo que pregona la fama con respecto a nuestros
benditos hijos de Hipócrates. Dicen que son muy enamorados... no sólo los
jóvenes, sino los viejos... (éstos en mi concepto son más, peligrosos), pero...
prescindiendo de que el amor es la pasión más noble del hombre... y, por
supuesto, también de la mujer... el clima... la ocasión... el ahínco laudable
de estudiar a fondo las infinitas maravillas de la naturaleza. Además, la
carrera es ingrata y el camino por donde transita el médico no ha de verse
siempre cubierto con funerales cipreses y justo es que alguna que otra flor le
consuele en su triste y penosa peregrinación por el mundo, donde hay tantos
farsantes... como los médicos no ignoran.
Los cubanos pintados por sí mismos, edición de lujo
ilustrada por Landaluze, con grabados de José Robles, 1852, tomo 1, 1852.
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