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viernes, 4 de julio de 2014

Menocal y Marianita: Los cruzados de la piedad



 
 Eduardo Zamacois
 

 UNA de las “pequeñas naciones” —que este es el nombre con que en las Conferencias de la Paz las grandes potencias designan, mitad compasivas, mirad irónicas, a sus aliados menores—, Cuba, la antigua colonia más amada de España, ha sabido merecer un lugar prestigioso. Su actitud interesa, sus iniciativas filantrópicas llaman la atención, los periódicos franceses hablan de ella. ¡Es una “actualidad”!...
 Esta alta consideración, tan difícil de obtener en el escenario enorme y cosmopolita de París, débese principalmente a la noble anchura de espíritu y a la bien orientada voluntad del general Mario García Menocal, una de las figuras políticas más notables de nuestra amadísima América latina.
 Nacido bajo el sol, todo fuego, de los trópicos, pero educado en los Estados Unidos, donde cursó la carrera de ingeniero civil, a los cincuenta y tres años el presidente de la República cubana es un hombre que une a la simpática impresionabilidad de los meridionales la corrección, la urbanidad y el elegante dominio de sí mismo, que caracterizan a las gentes del Norte. Yo conservo de él la mejor impresión. Su primer gesto —aquel ademán con que su mano derecha sale a recibirnos— es efusivo, apremiante, cordial: sus ojos se animan, el rostro, un poco fatigado, se llena de luz; pero, inmediatamente, una frialdad de buen gusto enfrena los nervios, demasiado emotivos ¡todavía!..., y el antiguo estudiante de la Universidad de Cornell reaparece; las pupilas se apagan, el semblante se aquieta, una sonrisa enigmática suaviza los labios finos, y las manos se mueven ecuánimes y blancas en la penumbra que envuelve el despacho presidencial. Ingeniero civil primero, después soldado raso elevado a general por méritos de guerra; luego director de la Empresa azucarera más rica del mundo, y, finalmente, presidente del país en donde fue a nacer, y por cuya independencia expuso muchas veces su vida, Menocal reúne aquellas raras capacidades de oportunidad, de generosidad y de filantropía, por virtud de las cuales un momento se concentra ahora sobre Cuba, tan pequeña y tan lontana, la distraída atención de París.


 Apenas terminada la fiera hecatombe que ha convulsionado a Europa, todos los corazones que hasta aquí ardieron en entusiasmos bélicos, en adelante solo vivirán para las emociones de la compasión, y aquellos mismos hombres que hace pocos meses, allá en el espanto inenarrable de las trincheras, dieron pruebas heroicas de insensibilidad, y hasta de ferocidad, hogaño son los que se vuelven, misericordiosos, hacia los mutilados, hacia las viudas y los huérfanos caídos en la miseria, hacia todas las incontables desdichas, en fin, que la guerra fue dejando tras sí.
 Las iniciativas altruistas menudean: se fundan asilos, se abren escuelas donde «los incompletos» aprenderán a trabajar sin el concurso del órgano o del sentido que les falta; se votan pensiones...
 A esta cruzada contra el dolor Cuba acaba de añadir un proyecto que fue acogido en el histórico “Salón del Reloj”, del palacio de Orsay, con un murmullo de férvida simpatía. Trátase de la a inmediata fundación de un «Orfelinato de Guerra» en el cual cien niños, pertenecientes a las dos naciones que más han sufrido —Bélgica y Francia—, recibirán educación y albergue decoroso. La idea de esta obra de misericordia débese, según nuestros informes, al senador don Cosme de la Torriente, y su realización perentoria a la diligente decisión del general Menocal y de su esposa, mujer toda ternura, dulce como una página del Evangelio, en quien rivalizan la noble hermosura del corazón y la caliente belleza criolla del rostro.
 El Orfelinato de Guerra, «Cuba», que así ha de llamarse, ocupara un amplio inmueble con huerta, jardín, etc., en las inmediaciones de París, y tendrá un triple aspecto agrícola, industrial y comercial. Los alumnos se dividirán, por su edad, en dos grupos; los del primero, que habrán de ser mayores de ocho años y menores de doce, recibirán todas aquellas enseñanzas que constituyen la instrucción primaria; los del segundo se dedicarán a la especialidad que prefieran. La parte agrícola abarca conocimientos minuciosos de horticultura, jardinería, riegos, química aplicada a la agricultura, cría de ganados y de aves de corral, etc. La sección comercial comprende nociones de aritmética, contabilidad, geografía e historia de Cuba, dibujo y mecanografía. En la sección industrial se enseñarán los trabajos en cuero (maroquinerie), carpintería, mecánica, imprenta, dorado y encuadernación.
 Este «Orfelinato de Guerra» se establece con fondos de la Cruz Roja cubana, la cual, merced a la protección de su Gobierno, ha podido constituir un capital cuyos réditos bastan á cubrir todos los gastos. 


 Los alumnos, por su parte, no deberán abonar absolutamente nada: la instrucción, la manutención, los vestidos, la asistencia médica en caso de enfermedad, todo es gratuito.
 Ahora bien, la fundación a que nos referimos tiene un aspecto interesantísimo, en el que deseamos hacer hincapié con la esperanza de que la siempre mal despierta previsión de nuestros gobernantes pueda obtener alguna enseñanza.
 En el reglamento del «Orfelinato de Guerra Cuba», que tenemos a la vista, leemos la siguiente cláusula: “El estudio del idioma español es obligatorio.” No precisamos tener la maravillosa doble vista de Zadig para comprender el enorme alcance de esa disposición. El jefe del Gobierno cubano, con una larga visión que le honra, ha sabido dar de soslayo a su labor filantrópica una trascendencia social llamada a reportar incalculables beneficios.
 El Sr. Menocal, que medita constantemente en los medios de llevar hacia Cuba la emigración europea, pues ya sabemos que la prosperidad y riqueza de un país se hallan en proporción directa con su densidad de población —la tierra rinde más cuanto más se la trabaja—, pone al servicio de su proyecto el supremo lazo, la atracción suprema del idioma.
 —Quien habla español —piensa— puede amar a Cuba.
 De aquí su sagaz empeño de que en su “Orfelinato” el estudio del castellano sea obligatorio.
 —Esos franceses, esos belgas—se ha dicho—, cuando terminen sus estudios, llevarán en su corazón, con el verbo de Castilla, el amor a Cuba. ¿Por qué no?... Ella les libró del desamparo de la orfandad; ella les acogió, les educó, y así un día los muchachos de hoy, sin darse cuenta, sentirán la necesidad —una necesidad que será un agradecimiento— de visitar el país que les socorrió en sus días negros y desinteresadamente, les hizo hombres. Querrán conocerla, y a sus playas hospitalarias llevarán su juventud, y con su mocedad lozana el esfuerzo de sus brazos y las fructuosas acometividades de su espíritu.
 ¿Cómo negar que este es el camino mejor, por no decir el único camino, de «hacer Patria» y de luchar por la divina utopía de la fraternidad universal?...


 Título original: "Desde París. Los cruzados de la piedad". La esfera, 30 de mayo de 1919, No. 279, pp. 22.
 


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