Diego Vicente Tejera
Sr. D. Emilio Zolá, Medán
Querido Emilio,
No tengo el gusto de que me conozcas personalmente. De lo cual creo, sin embargo, deber felicitarme. Mi cuerpo es flaco, tengo el tórax estrecho y los bíceps flácidos, el vientre exiguo y rudimentarias las posaderas. Si esta pobre estampa mía se hubiera pintado en tu retina, ¡cuál no habría sido el desdeñoso asombro con que la hubieses acogido tú, el escritor de anchas espaldas y de cabeza como bala de cañón, el cantor del músculo hinchado y de la sangre efervescente!
Yo sí te he conocido. La vez primera que te vi, me dije: ¡buen jayán! Y eres un jayán maravilloso. Descubriste hace unos veinte años una familia y te la apropiaste. Te la echaste sobre la nuca y emprendiste la hazaña hercúlea de pasearla por el mundo. Desnudaste, unos tras otros, a sus miembros, y los presentaste así al aplauso o a los silbidos de las diversas gentes. Tu papel de Bárnum no ha terminado todavía: aun te quedan algunos fenómenos que exhibir, y lo harás con tu sabia verbosidad. ¡Ah! cuando des fin a tu titánica tarea, cuando apees de tus hombros al último de esos Rougon-Macquart que han sido tu carga y tu sostén: ¿quién como tú tendrá derecho a descansar? ¿quién más que tú habrá merecido echarse a dormir en un rincón fresco y sombrío?
En previsión de ese momento ya cercano, te diste a buscar el retiro delicioso. Pero erraste la elección. ¿Cómo pudiste pensar, querido Emilio, que la sombra gris que cae de la cúpula del Instituto, y el aire viejo (parece enmohecido) e impregnado de catarros que allí se respira, y la poltrona desteñida en que cabeceó un Augier o un Feuillet, favorecerían tu descanso mejor que las sombras transparentes y movibles, que los aires voladores y bien olientes y que los lechos musgosos y floridos que posees en Medán? Cierto que en la atmósfera estancada del templo de los inmortales el sueño no es huraño y acude a gravitar sobre los párpados a la más leve insinuación, al son de las primeras palabras del exordio de los discursos eruditos que allí zumban. Pero ¡qué diferencia entre ese sopor, efecto del opio clásico académico, y el sueño blando y reparador que procuran los soplos intermitentes de las sanas auras libres y la sombra y el aroma de la vegetación que tienes en tu casa, en ese paraíso que Naná te regaló!
La erraste, Emilio; y me alegro de 16 que te pasa.
Desdeñaste tus seguras frondas por el incierto abrigo de esa media naranja plomiza, que ha sido tapa sepulcral de tantos ingenios, y un dios clemente te fuerza a volver á tus rincones de Medán.
¡Zolá yendo a ocupar el sillón de un Feuillet! ¡Yendo amentarse entre las cuarenta momias que cada generación coloca allí, tan amojamadas bajo sus envolturas de paño azul bordado de ramaje verde, como las que el Louvre enseña bajo cintas de hilo crudo embalsamadas.
¿Cómo no sospechaste, caro Emilio, que, al acercarte tú y llamar, puertas y ventanas se cerrarían, del modo que en ciertas ciudades españolas todo se cierra cuando estalla en la esquina la voz del carretonero, que pasa lanzando ternos y blasfemias.
Fuiste débil, solicitaste, pediste adormecerte y anularte entre aquellas gloriosas impotencias. O si lo prefieres, tocaste allí en son de reto y pretendiste forzar la entrada, para gozarte en el espanto que tu personalidad diabólica debía producir entre los angélicos varones.
De todos modos te engañaste. Y si un castigo merecían tus crudezas y porquerías, ahora te lo infligen esos impecables cuya autoridad no te es dado recusar, puesto que a ella recurriste.
Sr. D. Emilio Zolá, Medán
Querido Emilio,
No tengo el gusto de que me conozcas personalmente. De lo cual creo, sin embargo, deber felicitarme. Mi cuerpo es flaco, tengo el tórax estrecho y los bíceps flácidos, el vientre exiguo y rudimentarias las posaderas. Si esta pobre estampa mía se hubiera pintado en tu retina, ¡cuál no habría sido el desdeñoso asombro con que la hubieses acogido tú, el escritor de anchas espaldas y de cabeza como bala de cañón, el cantor del músculo hinchado y de la sangre efervescente!
Yo sí te he conocido. La vez primera que te vi, me dije: ¡buen jayán! Y eres un jayán maravilloso. Descubriste hace unos veinte años una familia y te la apropiaste. Te la echaste sobre la nuca y emprendiste la hazaña hercúlea de pasearla por el mundo. Desnudaste, unos tras otros, a sus miembros, y los presentaste así al aplauso o a los silbidos de las diversas gentes. Tu papel de Bárnum no ha terminado todavía: aun te quedan algunos fenómenos que exhibir, y lo harás con tu sabia verbosidad. ¡Ah! cuando des fin a tu titánica tarea, cuando apees de tus hombros al último de esos Rougon-Macquart que han sido tu carga y tu sostén: ¿quién como tú tendrá derecho a descansar? ¿quién más que tú habrá merecido echarse a dormir en un rincón fresco y sombrío?
En previsión de ese momento ya cercano, te diste a buscar el retiro delicioso. Pero erraste la elección. ¿Cómo pudiste pensar, querido Emilio, que la sombra gris que cae de la cúpula del Instituto, y el aire viejo (parece enmohecido) e impregnado de catarros que allí se respira, y la poltrona desteñida en que cabeceó un Augier o un Feuillet, favorecerían tu descanso mejor que las sombras transparentes y movibles, que los aires voladores y bien olientes y que los lechos musgosos y floridos que posees en Medán? Cierto que en la atmósfera estancada del templo de los inmortales el sueño no es huraño y acude a gravitar sobre los párpados a la más leve insinuación, al son de las primeras palabras del exordio de los discursos eruditos que allí zumban. Pero ¡qué diferencia entre ese sopor, efecto del opio clásico académico, y el sueño blando y reparador que procuran los soplos intermitentes de las sanas auras libres y la sombra y el aroma de la vegetación que tienes en tu casa, en ese paraíso que Naná te regaló!
La erraste, Emilio; y me alegro de 16 que te pasa.
Desdeñaste tus seguras frondas por el incierto abrigo de esa media naranja plomiza, que ha sido tapa sepulcral de tantos ingenios, y un dios clemente te fuerza a volver á tus rincones de Medán.
¡Zolá yendo a ocupar el sillón de un Feuillet! ¡Yendo amentarse entre las cuarenta momias que cada generación coloca allí, tan amojamadas bajo sus envolturas de paño azul bordado de ramaje verde, como las que el Louvre enseña bajo cintas de hilo crudo embalsamadas.
¿Cómo no sospechaste, caro Emilio, que, al acercarte tú y llamar, puertas y ventanas se cerrarían, del modo que en ciertas ciudades españolas todo se cierra cuando estalla en la esquina la voz del carretonero, que pasa lanzando ternos y blasfemias.
Fuiste débil, solicitaste, pediste adormecerte y anularte entre aquellas gloriosas impotencias. O si lo prefieres, tocaste allí en son de reto y pretendiste forzar la entrada, para gozarte en el espanto que tu personalidad diabólica debía producir entre los angélicos varones.
De todos modos te engañaste. Y si un castigo merecían tus crudezas y porquerías, ahora te lo infligen esos impecables cuya autoridad no te es dado recusar, puesto que a ella recurriste.
¡Oh, y qué terror produjo tu primer llamada! En su atolondramiento, los pobres sabios no creyeron poder salvarse si no echándote encima el mismísimo ejército francés, y Freycinet te cerró el paso (1). Mas he ahí que por segunda vez vuelves a llamar. —¡Demonios! el ejército no basta: ¡venga también la marina! —gritaron. Y te opusieron a Lotí.
Es verdad, mi buen Emilio: la obra tuya es apretada y consistente, los amigos la califican de genial, los adversarios la consideran y respetan. Tus libros son majestuosos y se suceden como los cantos de un poema, equilibrados, contenidos, llevados por un mismo soplo en una misma dirección. Pudiera tu poema merecer un título: La Miseria Humana; y posee la belleza terrible de la verdad desnuda y descarnada. Una generación monstruosa bulle ahí con vida tan repugnante como intensa, con la inquieta avidez de los gusanos sobre un cuerpo descompuesto que se les acaba. ¿Inventaste esa generación? ¡Ay, no! Su existencia era real: hay por prueba una catástrofe.
Y desde el punto de vista literario ¡qué conciencia y qué paciencia! Concebido así, es el arte un sacerdocio. Tiénese la certidumbre de una misión que cumplir, y se la cumple hasta el cabo, sordo a toda voz exterior, atento sólo a la interior que nos murmura: «¡Sigue así!» Aplausos y silbidos atruenan o se acallan No importa: la voz interna continúa murmurando: «¡Sigue así!»
Toda tu obra, puesta en un platillo de la balanza del Instituto, no pudo levantar la obra anémica de Lotí, colocada sobre el otro platillo. Y es porque en aquel recinto vacío, como en el recipiente privado de aire por la máquina pneumática, el bronce y el corcho pesan lo mismo y se equivalen. A los ojos de los experimentadores, tus hombres-tipos, tus monstruos-hombres no tenían más importancia que las figurillas japonesas de tu rival Me equivoco: estas figurillas gustaron más: de semejantes pelotillas de carne depilada y de seda crujiente se desprendían un frufrú llamativo y un tufillo afrodisiaco.
Vuélvete sin pena a tu retiro de Medán, oh caro Emilio, y no insistas —ni por amor propio— en imponerle tu compañía a los inmortalizados por Daudet. Imagínate ya entre ellos, y una de dos: o tú los encanallas — y queda perdida la majestad de la casa— o ellos te idiotizan —y el perdido entonces eres tú.
¡Medán! ¡Campo donde debe descansar quien tanto luchó allí! ¡Asilo donde moran, palpitantes, las imágenes que allí cobraron vida y hoy conoce el mundo entero! ¡Sitio a donde los incontables admiradores del novelista pueden hacer llegar -como un arrullo más pura su sueño— oleadas de frescas alabanzas! ¡Emilio, quédate en Medán!
Tu aftmo. desconocido.
(América en París, 1891).
(1) M. Freycinet era Ministro de la Guerra cuando fue hecho académico, en contra de Zolá.
(1) M. Freycinet era Ministro de la Guerra cuando fue hecho académico, en contra de Zolá.
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