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sábado, 17 de mayo de 2014

El grado cero de la sociedad



  
  
  Duanel Díaz Infante

 Buena parte de la copiosa bibliografía sobre las revoluciones ha indagado en ese fatal proceso por medio del cual el ensayo de liberación total de la humanidad termina en el terror o la dictadura, eso que Ferenc Feher, en su fundamental estudio The Frozen Revolution: an Essay on Jacobinism, llama justamente la “dialéctica de la libertad”. A Brief History of the Masses. Three Revolutions (2008), del sueco Stefan Jonsson, constituye una valiosa contribución en este sentido. A diferencia de obras ya clásicas, como las de Albert Camus (L‘homme révolté, 1951), Hannah Arendt (On Revolution, 1963), y François Furet (Penser la Révolution française, 1978), Jonsson se concentra no ya en el proceso histórico de la revolución ni en el pensamiento revolucionario en sí, sino más bien en el campo del arte, para investigar cómo al representar a las masas revolucionarias la pintura primero y luego la fotografía captaron el paso de las masas como sujeto a las masas como objeto de la política.
 Jonsson centra su atención en ese momento en que la política comienza o recomienza, la irrupción que ya Trotski, en su Historia de la revolución rusa, había identificado con el evento revolucionario:

  El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: monarcas, ministros, burócratas, parlamentarios, periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra pública, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. (Historia de la revolución rusa 13) (n 7)
 Se trata del instante en que la soberanía popular aun no ha sido delegada o cooptada, lo que Jonsson llama “society degree zero”. En una aguda lectura del Serment du Jeu de Pomme, representación pictórica de uno de los hechos fundacionales de la Revolución Francesa, (n 8) Jonsson señala cómo al captar el preciso momento en que todos miran al astrónomo Bailly, quien aparece en el centro de la escena dando lectura al juramento del tercer estado, “the artist furthermore transforms the multitude of heads and figures into one body, thereby inventing a visual equivalent of the concept of democratic sovereignty, which stipulates that the many be made into one single constituting power.”(21) El cuadro de David sería una forma de culto a ese nuevo soberano que es el pueblo.
 Jonsson recuerda una hipótesis del historiador francés Pierre Rosanvaillon, según el cual el pueblo tiene dos cuerpos. Uno, el que aparece en la teoría política y las constituciones, como agente unificado del que emana la soberanía democrática. Otro, en las ciencias sociales, donde el concepto refiere más bien una población heterogénea, que sólo se deja atrapar mediante la estadística, la demografía y técnicas afines. Mientras “the people as sovereign” es definido y unificado, the “people as society” es evasivo y abstracto. Jonsson sugiere que el “grado cero de la sociedad” ocurre cuando los dos cuerpos se funden en uno, lo que Rosanvaillon llama “the-people-as-event”. Ese momento único en que el pueblo “es idéntico a sí mismo” sería el que capta David en su cuadro, escamoteando a la vez, necesariamente, el hecho de que “in fact the two bodies of the people will inevitably separate as soon as the revolutionary moment has passed”. (25)
 El divorcio entre los dos cuerpos del pueblo, equivalente a aquel otro entre representantes y representados, es inevitable: “The-people-as-event is transient. Possibly, the primal scene of democracy resists representation altogether” (25) El cuadro de David,  según Jonsson, representa algo para lo cual de hecho no puede haber registro visual: un   acto de discurso que instituye un nuevo orden social, el enunciado colectivo fundacional de la democracia: ‘nosotros, el pueblo, tenemos el poder’. La grandeza de la obra residiría entonces en haber captado la dialéctica misma de la revolución:

 Incorporating the ideal political body and the hydra of despotism into one and the same image, David managed to produce a visual equivalent of the dialectical revolutionary process itself, as it veers from enlightened rationalism to terror, from popular egalitarianism to the dictatorship of the Jacobin elite, and from the scientists’ belief in the dry fact of numbers to the régime’s foundation of a political cult in which the nation would worship itself as “the Supreme Being”. (23)
 Para Jonsson, los mejores intentos por representar la soberanía popular se producen en esos períodos históricos en que la sociedad, como reseteándose a sí misma, regresa a cero. Pues bien, fue justo en momentos como esos que él califica de “sublimes”, cuando la masa poseída por el ideal se transforma en pueblo soberano, que se concentró la fascinación de la Revolución cubana, el Evento que muchos presenciaron en la isla, y millones admiraron gracias al cine, la televisión y la fotografía. Así lo describía Waldo Frank:

 This was an act of two equal organisms: one a man receiving value from symbiosis with a mass, one a mass receiving from symbiosis with a man –an act of blood and body whose union became spirit. Fidel would round out a paragraph; the people would roar receiving it. Then they would sing. Then Fidel would continue, again silenced when the crowd took over. One could almost see, as one could feel, the embrace between them: the give and take of physical adjustment so wide it moved all Havana. The crowd purred, roared, sang in joy of union; the speaker roared, purred, and the beat of his measured phrases upon the body made a song. (Cuba, Prophetic Island 62)
 Maravillado por aquellos coloquios entre el líder y el pueblo que le recordaban a la democracia ateniense y a las doctrinas de Rousseau, en 1960 Sartre llamó, por su parte, “democracia directa” (Sartre visita a Cuba 15-20) al régimen revolucionario cubano, oponiéndolo no sólo a la democracia representativa, sino también, tácitamente, a lo que años después, a raíz de la intervención soviética en Checoslovaquia, llamaría “le socialisme qui vénait du froid”. Entonces, antes de declararse socialista, la Revolución cubana se afilió directamente con la francesa: a las sanciones de la OEA (Organización de Estados Americanos), respondió en marzo de 1960 una Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba, donde el pueblo reunido en la Plaza de la Revolución aprobó por unanimidad una “Declaración de La Habana” en la que se expresaba “la convicción cubana de que la democracia no puede consistir sólo en el ejercicio de un voto electoral”.
 En Asamblea general (1960), uno de los primeros documentales producidos por el ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), Tomás Gutiérrez Alea utilizó hábilmente el montaje para contrastar las imágenes de la multitud enardecida vibrando al compás del discurso del líder, con las de los representantes diplomáticos -señores mayores vestidos de traje- de los países latinoamericanos. A esos funcionarios burgueses insta Fidel Castro a reunir a sus pueblos, como ha hecho él en esa asamblea donde, ante su petición a la multitud de votar por la declaración, todos levantan sus manos en señal de apoyo. Entonces, la revolución parecía consistir justamente en esa falta de mediación: “el grado cero de la sociedad”, cuando la política y la vida misma se vuelven indistinguibles.
 Otra significativa manifestación de la soberanía popular había constituido, un año atrás, la “Gran Concentración Campesina” del 26 de julio de 1959. Para la celebración del sexto aniversario del ataque al cuartel Moncada, un millón de guajiros se trasladaron a la Habana, y aquel acto fue ocasión para que la multitud reunida en la Plaza Cívica pidiera a gritos el regreso de “Fidel”, quien por aquellos días había renunciado a su cargo de primer ministro por discrepancias con el presidente Manuel Urrutia, al que había criticado públicamente en televisión. “Frente a las ratas taimadas que se disfrazan de revolucionarios, estas concentraciones. Frente a los traidores, un pueblo como este basta.”, decía Raúl Castro en la tribuna. “Cubanos, Fidel ha decidido retirar su renuncia.”, anunció luego el hermano, en medio del éxtasis de la multitud (n 9). Era evidente que Castro, quien nunca abandonaría su traje de guerrillero, se legitimaba a partir de una “voluntad popular” que superaba las mediaciones de la política tradicional, representada por la figura en traje y corbata del doctor Urrutia.
 Aquella “campaña del millón” motivó un gigantesco despliegue mediático, del que salieron algunas de las instantáneas emblemáticas de la iconografía revolucionaria. Una de ellas muestra a la multitud reunida, y a un extremo y el fondo de la imagen, los modernos edificios de esa zona de La Habana: la foto sugiere que el hormiguero humano se pierde hasta cubrir a la ciudad entera. Otra, muy conocida, es aquella de Korda titulada “El Quijote de la Farola”, que capta en primer plano a un guajiro subido en una farola, con su típico sombrero de yarey luciendo para la ocasión una banderita cubana, y al fondo la masa humana. Siendo él mismo un participante, ese anónimo campesino asumía, momentáneamente, el sitio privilegiado del observador, el único desde el cual la multitud puede percibirse como tal. 
  


  Raúl Corrales: “Primera Declaración de La Habana”

 Pero aquello era una extravagancia: la verdadera contraparte de la masa concentrada es el orador en la tribuna, a quienes todos miran de frente. Hay una conocida fotografía de la Primera Declaración de La Habana -reproducida en los billetes de diez pesos acuñados por el Banco Nacional de Cuba en agosto de 1961- que muestra a “Fidel” de espaldas mientras pronuncia su discurso, ofreciendo, así, la singular perspectiva del poder, capaz de abarcar con la mirada a la multitudinaria audiencia. Se trata, significativamente, del mismo acto documentado por Gutiérrez Alea, y habría que preguntarse si acaso no encontramos ya en ambas representaciones visuales, como Steffan Jonsson en El juramento del juego de pelota de David, ese paso de las masas-sujeto a las masas-objeto de la política, en donde estaría el origen de la dictadura revolucionaria. Pues al recoger la voz de gente anónima como la mujer que hacia el final grita “¡Con la Revolución y con Fidel hasta la muerte!”, el filme de Gutiérrez Alea muestra cómo, en medio de la apoteosis popular de la manifestación política, la masa consagra sin mediación a las nuevas divinidades.
  “Grado cero de la sociedad” fue, sobre todo, el 1 de enero de 1959, cuando la dictadura batistiana se había derrumbado y la castrista no se había establecido aun. La revolución fue vivida, entonces, como un momento cuasi-onírico en que el pueblo soberano superaba todos los límites. Así lo describe Virgilio Piñera en su memorable crónica de aquel día:  

 Y comenzó la inundación. Al principio, y a pesar del ímpetu avasallador que llevaba en sí misma, se mostró como ese hilo de agua, rápido y zigzagueante, pero que al mismo tiempo el pie de un niño podría desviar de su curso. Cada cual, si no es inhumano, tendrá su opinión sobre las revoluciones. La gama es variadísima. Para éste habrán alcanzado su punto alto en el momento de la lucha clandestina; para aquél, cuando tengan cumplimiento las conquistas sociales por las cuales los hombres lucharon al precio de su vida. Para mí, que no puedo dejar de ser poeta, cuando el pueblo, como río desbordado se lanza a la calle con furia incontenible. A esto se podría llamar la "oportunidad del pueblo". Esta oportunidad se caracteriza, de un lado por la fraternización; del otro por el espíritu vindicativo. No bien la radio confirmó que Batista había soltado el Poder (es el verbo que conviene pues hubo que arrebatárselo de las manos) el pueblo se lanzó a la calle. Todo aquello que significó expoliación, es decir: parquímetros, casas de juego, vidrieras de apuntaciones: todo lo que traducía la opulencia insolente de los batistianos: residencias, clubes, fue tirado patas arriba, quemado. Cada treinta, cuarenta o cien años el pueblo es, por unas horas, el dueño absoluto de la ciudad. Durante esas horas el pueblo es amo omnímodo, con plenos poderes, con derechos de horca y cuchilla. (“La inundación” 10) 
 Significativamente, en esta crónica encontramos una imagen que reaparecerá en otros escritos de la época que pretendían captar la violencia del hecho revolucionario: la toma de La Habana por los bárbaros. “¿Qué es un barbudo?- se preguntaban los habaneros con la misma curiosidad con que un romano de la decadencia se preguntaba: ¿qué es un bárbaro? El día dos de enero La Habana esperaba a sus barbudos, pero a diferencia de la atribulada Roma, los esperaba con los brazos abiertos”, escribe Piñera. Un año después, en su reportaje Huracán sobre el azúcar, Sartre hablará, por su parte, de la “invasión de Cuba por los bárbaros” (Sartre visita a Cuba 168). A ese triunfo de los jóvenes barbudos que habían liberado a sus padres y rompían de una buena vez con el mundo caduco de estos atribuía el filósofo francés el “trastorno radical de las relaciones humanas” que él había presenciado en Cuba. La juventud era “una nueva barbarie” lanzada contra la “población civilizada y un tanto debilitada de la isla”(173).
  Hay una foto no muy conocida de 1959 que muestra a un soldado rebelde mirando al Buda de la pagoda oriental de la prodigiosa Hacienda Cortina, suerte de versión cubana de las follies de la aristocracia europea. La instantánea fue tomada cuando un grupo del INRA (Instituto Nacional de la Reforma Agraria) realizaba, junto a Fidel Castro, una expedición por la provincia de Pinar del Río. Según cuenta Antonio Núñez Jiménez en el primer número de la revista INRA (enero de 1960), (n 10) en ese feudo nacionalizado se proponían hacer “la Reforma Agro-turística” (“El rostro del latifundio” 7-8). La portada de la hacienda, imitación de una fortaleza mozárabe, los sorprende, y al avanzar hacia la casa de vivienda, los maravilla el conjunto de jardines ingleses llenos de estatuas de dioses mitológicos, y al fin la pagoda oriental, con la imponente imagen dorada de Buda.
  
      
 Foto de Raúl Corrales 

 Esta escena recuerda, por cierto, otra de la revolución mexicana: la entrada de las tropas de Emiliano Zapata en el taller japonés del poeta José Juan Tablada. En ambos casos, el orientalismo epitomiza un espacio entre aristocrático y burgués donde la privacidad y el lujo apenas se distinguen. Como recuerda Benjamin en su ensayo sobre “El París del siglo XIX en Baudelaire”, el surgimiento del “hombre privado” bajo Luis Felipe de Orleáns es paralelo al auge del coleccionismo; y este a su vez resulta inseparable de la literatura posromántica –decadentismo y parnasianismo, sobre todo- que tanto influyó sobre los escritores modernistas latinoamericanos. Y así como al esteticismo modernista –ese que alcanzó expresión en las japonerías del mexicano Tablada- la revolución opondría la utilidad social del arte, el lujo de la Hacienda Cortina aparecía, en 1959, como un símbolo de la vieja Cuba. El capitán Núñez Jiménez escribía: “Lo que antes fuera gozo para un hombre, mañana lo será para todo un pueblo. En mi opinión la “Hacienda Cortina” con su portón de castillo feudal, con sus jardines y sus pagodas, es el mejor museo que pueden tener nuestros descendientes para contrastar la vida de dos mundos, las características de una etapa de la historia de Cuba y por qué fue necesaria una Reforma Agraria en la Patria de Martí”.(La liberación de las islas 70)
 La conversión de casas señoriales en museos, práctica común del gobierno revolucionario –en La Habana, el Museo Napoleónico y el Museo de Artes Decorativas son buenos ejemplos de ello- no tenía sólo el propósito de poner a disposición del pueblo las colecciones privadas; como en el paso de los barbudos más allá de las murallas de la hacienda, hasta el reducto “sagrado” de la pagoda oriental, de lo que se trataba era de la desaparición del interior burgués, entendido como espacio al margen de la nueva política revolucionaria. Al cabo, el propio Palacio Presidencial correría ese destino: que el jefe del estado no tuviera una residencia oficial era otro índice de la originalidad del régimen en relación con la historia anterior de la República, esa solución de continuidad entre “la República” y “la Revolución”.
 “Fidel, esta es tu casa”, rezaba un cartel que lucían muchas casas cubanas en 1960. Entonces, era en el espacio público de las concentraciones de masas donde se manifestaba la “Nueva Cuba”. Como aquella legendaria celebración del 2 de enero de 1961, donde a la sombra de tanques de guerra que habían atravesado la ciudad, Guillén y Neruda recitaron poemas en la Plaza de la Revolución, antes del discurso del Comandante. “Todo el Muelle de Luz se pone a temblar con sus cascarones. Una compañía de tanques avanza mordiendo el asfalto de la calle con las ruedas de oruga. El ruido es abrumador.”, anotaba Calvert Casey en una crónica del “gran desfile”.(“Los amigos”  37)
 En la foto de INRA, el soldado rebelde -la barba y la gorra características-, aparece en la parte izquierda, de perfil, con la cabeza levemente inclinada arriba y un tabaco en la boca. Ocupando toda la parte derecha de la imagen, Buda, y al fondo un tapiz de motivos  asiáticos. Si la estatua simboliza, evidentemente, el lujo extravagante de la oligarquía cubana, el tabaco representa, como los tanques a los que se refería Casey, esa barbarie que invadía no sólo a La Habana sino al país todo; la mirada del soldado contiene una cierta mezcla de maravilla y desparpajo, asombro y profanación. Como tantas otras de las fotografías de 1959 y 1960, esta instantánea viene a decir que fuera de esa mirada, la del poder revolucionario, no quedaría ya nada. En Cuba, la época de los interiores burgueses y del hombre privado era historia. 

 Notas 

 (7) Jonsson, sin embargo, no cita a Trotski ni habla de la Revolución rusa. Las tres revoluciones a que alude el subtítulo del libro son la francesa (1789), que estudia a partir del cuadro de David; la revolución del siglo XIX que no llegó a concretarse -aquí la obra fundamental es La entrada de Cristo en Bruselas (1889), de James Ensor-; y la “revolución antitotalitaria” de 1989, que discute a partir de la instalación de Alfredo Jaar They loved it so much, the Revolution, la cual contiene también múltiples referencias a las revueltas de 1968.
 (8) El Juramento del Juego de Pelota, que tuvo lugar el 20 de junio de 1789, constituyó un compromiso  entre los 577 diputados del “tercer estado” de no separarse hasta dotar a Francia de una constitución. El texto del juramento, que frente a las presiones del rey Luis XVI, fue leído por el astrónomo Jean Sylvain Bailly, y aprobado casi por unanimidad, con una sola excepción.
 (9) Sigo el relato que ofrece la historiadora Lillian Guerra a partir de artículos de la época, en “Una buena foto es la mejor defensa de la Revolución: Imagen, Producción de Imagen y la Imaginación Revolucionaria de 1959”, p.19.
 (10) Es significativo el hecho mismo de que el paso de la expedición por la hacienda fuera el origen de la revista INRA. Bohemia, que aun estaba en manos privadas, se negó a publicar el reportaje escrito por Núñez Jiménez, y entonces Castro sugirió crear una revista que documentara las trasformaciones que sufría el país bajo la “reforma agro-turística”: números posteriores de 1960 muestran a la hacienda Cortina ya convertida en Parque Nacional la Güira.
 (11) El 12 de diciembre de 1959, una ley revolucionaria creó el Museo de la Revolución, situado primero en el castillo de La Punta y después en la base del monumento a Martí, en la Plaza de la Revolución, hasta que en 1974 se situó definitivamente en el antiguo Palacio Presidencial. El museo no alberga sólo piezas relativas al período histórico que siguió al asalto al cuartel Moncada, sino que abarca la historia toda del país, comenzando con el modo de vida de los primitivos habitantes de la isla. Hay cuatro salas dedicadas a la colonia, cuatro a la “República neocolonial”, nueve a la “guerra de liberación”, ocho a la “Construcción del socialismo”, y dos al “período especial”.

   

   Editorial Verbum, S.L., 2014, pp. 18-27.


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