Duanel Díaz Infante
Buena parte de la copiosa bibliografía
sobre las revoluciones ha indagado en ese fatal proceso por medio del cual el
ensayo de liberación total de la humanidad termina en el terror o la dictadura,
eso que Ferenc Feher, en su fundamental estudio The Frozen Revolution: an Essay on Jacobinism, llama justamente la
“dialéctica de la libertad”. A Brief
History of the Masses. Three Revolutions (2008), del sueco Stefan Jonsson,
constituye una valiosa contribución en este sentido. A diferencia de obras ya
clásicas, como las de Albert Camus (L‘homme
révolté, 1951), Hannah Arendt (On
Revolution, 1963), y François Furet (Penser
la Révolution française, 1978), Jonsson se concentra no ya en el proceso
histórico de la revolución ni en el pensamiento revolucionario en sí, sino más
bien en el campo del arte, para investigar cómo al representar a las masas
revolucionarias la pintura primero y luego la fotografía captaron el paso de
las masas como sujeto a las masas como objeto de la política.
Jonsson centra su atención en ese momento
en que la política comienza o recomienza, la irrupción que ya Trotski, en su
Historia de la revolución rusa, había identificado con el evento
revolucionario:
El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la
intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos
normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la
nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio:
monarcas, ministros, burócratas, parlamentarios, periodistas. Pero en los
momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las
masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra pública,
derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un
punto de partida para el nuevo régimen. (Historia
de la revolución rusa 13) (n 7)
Se trata del instante en que la soberanía
popular aun no ha sido delegada o cooptada, lo que Jonsson llama “society
degree zero”. En una aguda lectura del Serment
du Jeu de Pomme, representación pictórica de uno de los hechos fundacionales
de la Revolución Francesa, (n 8) Jonsson señala cómo al captar el preciso
momento en que todos miran al astrónomo Bailly, quien aparece en el centro de
la escena dando lectura al juramento del tercer estado, “the artist furthermore
transforms the multitude of heads and figures into one body, thereby inventing
a visual equivalent of the concept of democratic sovereignty, which stipulates
that the many be made into one single constituting power.”(21) El cuadro de
David sería una forma de culto a ese nuevo soberano que es el pueblo.
Jonsson recuerda una hipótesis del
historiador francés Pierre Rosanvaillon, según el cual el pueblo tiene dos
cuerpos. Uno, el que aparece en la teoría política y las constituciones, como
agente unificado del que emana la soberanía democrática. Otro, en las ciencias
sociales, donde el concepto refiere más bien una población heterogénea, que
sólo se deja atrapar mediante la estadística, la demografía y técnicas afines.
Mientras “the people as sovereign” es definido y unificado, the “people as
society” es evasivo y abstracto. Jonsson sugiere que el “grado cero de la
sociedad” ocurre cuando los dos cuerpos se funden en uno, lo que Rosanvaillon
llama “the-people-as-event”. Ese momento único en que el pueblo “es idéntico a
sí mismo” sería el que capta David en su cuadro, escamoteando a la vez,
necesariamente, el hecho de que “in fact the two bodies of the people will
inevitably separate as soon as the revolutionary moment has passed”. (25)
El divorcio entre los dos cuerpos del
pueblo, equivalente a aquel otro entre representantes y representados, es
inevitable: “The-people-as-event is transient. Possibly, the primal scene of
democracy resists representation altogether” (25) El cuadro de David, según Jonsson, representa algo para lo cual
de hecho no puede haber registro visual: un
acto de discurso que instituye un nuevo orden social, el enunciado
colectivo fundacional de la democracia: ‘nosotros, el pueblo, tenemos el
poder’. La grandeza de la obra residiría entonces en haber captado la
dialéctica misma de la revolución:
Incorporating the ideal
political body and the hydra of despotism into one and the same image, David
managed to produce a visual equivalent of the dialectical revolutionary process
itself, as it veers from enlightened rationalism to terror, from popular
egalitarianism to the dictatorship of the Jacobin elite, and from the
scientists’ belief in the dry fact of numbers to the régime’s foundation of a
political cult in which the nation would worship itself as “the Supreme Being”.
(23)
Para Jonsson, los mejores intentos por
representar la soberanía popular se producen en esos períodos históricos en que
la sociedad, como reseteándose a sí misma, regresa a cero. Pues bien, fue justo
en momentos como esos que él califica de “sublimes”, cuando la masa poseída por
el ideal se transforma en pueblo soberano, que se concentró la fascinación de
la Revolución cubana, el Evento que muchos presenciaron en la isla, y millones
admiraron gracias al cine, la televisión y la fotografía. Así lo describía Waldo Frank:
This was an act of two equal
organisms: one a man receiving value from symbiosis with a mass, one a mass
receiving from symbiosis with a man –an act of blood and body whose union
became spirit. Fidel would round out a paragraph; the people would roar
receiving it. Then they would sing. Then Fidel would continue, again silenced
when the crowd took over. One could almost see, as one could feel, the embrace
between them: the give and take of physical adjustment so wide it moved all
Havana. The crowd purred, roared, sang in joy of union; the speaker roared,
purred, and the beat of his measured phrases upon the body made a song. (Cuba, Prophetic Island 62)
Maravillado por aquellos coloquios entre
el líder y el pueblo que le recordaban a la democracia ateniense y a las
doctrinas de Rousseau, en 1960 Sartre llamó, por su parte, “democracia directa”
(Sartre visita a Cuba 15-20) al
régimen revolucionario cubano, oponiéndolo no sólo a la democracia
representativa, sino también, tácitamente, a lo que años después, a raíz de la
intervención soviética en Checoslovaquia, llamaría “le socialisme qui vénait du
froid”. Entonces, antes de declararse socialista, la Revolución cubana se
afilió directamente con la francesa: a las sanciones de la OEA (Organización de
Estados Americanos), respondió en marzo de 1960 una Asamblea General Nacional
del Pueblo de Cuba, donde el pueblo reunido en la Plaza de la Revolución aprobó
por unanimidad una “Declaración de La Habana” en la que se expresaba “la
convicción cubana de que la democracia no puede consistir sólo en el ejercicio
de un voto electoral”.
En Asamblea
general (1960), uno de los primeros documentales producidos por el ICAIC
(Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), Tomás Gutiérrez Alea
utilizó hábilmente el montaje para contrastar las imágenes de la multitud
enardecida vibrando al compás del discurso del líder, con las de los
representantes diplomáticos -señores mayores vestidos de traje- de los países
latinoamericanos. A esos funcionarios burgueses insta Fidel Castro a reunir a
sus pueblos, como ha hecho él en esa asamblea donde, ante su petición a la
multitud de votar por la declaración, todos levantan sus manos en señal de
apoyo. Entonces, la revolución parecía consistir justamente en esa falta de
mediación: “el grado cero de la sociedad”, cuando la política y la vida misma
se vuelven indistinguibles.
Otra significativa manifestación de la
soberanía popular había constituido, un año atrás, la “Gran Concentración Campesina”
del 26 de julio de 1959. Para la celebración del sexto aniversario del ataque
al cuartel Moncada, un millón de guajiros se trasladaron a la Habana, y aquel
acto fue ocasión para que la multitud reunida en la Plaza Cívica pidiera a
gritos el regreso de “Fidel”, quien por aquellos días había renunciado a su
cargo de primer ministro por discrepancias con el presidente Manuel Urrutia, al
que había criticado públicamente en televisión. “Frente a las ratas taimadas
que se disfrazan de revolucionarios, estas concentraciones. Frente a los
traidores, un pueblo como este basta.”, decía Raúl Castro en la tribuna.
“Cubanos, Fidel ha decidido retirar su renuncia.”, anunció luego el hermano, en
medio del éxtasis de la multitud (n 9). Era evidente que Castro, quien nunca
abandonaría su traje de guerrillero, se legitimaba a partir de una “voluntad
popular” que superaba las mediaciones de la política tradicional, representada
por la figura en traje y corbata del doctor Urrutia.
Aquella “campaña del millón” motivó un
gigantesco despliegue mediático, del que salieron algunas de las instantáneas
emblemáticas de la iconografía revolucionaria. Una de ellas muestra a la
multitud reunida, y a un extremo y el fondo de la imagen, los modernos
edificios de esa zona de La Habana: la foto sugiere que el hormiguero humano se
pierde hasta cubrir a la ciudad entera. Otra, muy conocida, es aquella de Korda
titulada “El Quijote de la Farola”, que capta en primer plano a un guajiro
subido en una farola, con su típico sombrero de yarey luciendo para la ocasión
una banderita cubana, y al fondo la masa humana. Siendo él mismo un
participante, ese anónimo campesino asumía, momentáneamente, el sitio
privilegiado del observador, el único desde el cual la multitud puede
percibirse como tal.
Raúl Corrales: “Primera Declaración de La Habana”
Pero aquello era una extravagancia: la
verdadera contraparte de la masa concentrada es el orador en la tribuna, a
quienes todos miran de frente. Hay una conocida fotografía de la Primera
Declaración de La Habana -reproducida en los billetes de diez pesos acuñados
por el Banco Nacional de Cuba en agosto de 1961- que muestra a “Fidel” de
espaldas mientras pronuncia su discurso, ofreciendo, así, la singular
perspectiva del poder, capaz de abarcar con la mirada a la multitudinaria
audiencia. Se trata, significativamente, del mismo acto documentado por
Gutiérrez Alea, y habría que preguntarse si acaso no encontramos ya en ambas
representaciones visuales, como Steffan Jonsson en El juramento del juego de pelota de David, ese paso de las
masas-sujeto a las masas-objeto de la política, en donde estaría el origen de
la dictadura revolucionaria. Pues al recoger la voz de gente anónima como la
mujer que hacia el final grita “¡Con la Revolución y con Fidel hasta la
muerte!”, el filme de Gutiérrez Alea muestra cómo, en medio de la apoteosis
popular de la manifestación política, la masa consagra sin mediación a las
nuevas divinidades.
“Grado cero de la sociedad” fue, sobre
todo, el 1 de enero de 1959, cuando la dictadura batistiana se había derrumbado
y la castrista no se había establecido aun. La revolución fue vivida, entonces,
como un momento cuasi-onírico en que el pueblo soberano superaba todos los
límites. Así lo describe Virgilio Piñera en su memorable crónica de aquel
día:
Y comenzó la inundación. Al principio, y a
pesar del ímpetu avasallador que llevaba en sí misma, se mostró como ese hilo
de agua, rápido y zigzagueante, pero que al mismo tiempo el pie de un niño
podría desviar de su curso. Cada cual, si no es inhumano, tendrá su opinión
sobre las revoluciones. La gama es variadísima. Para éste habrán alcanzado su
punto alto en el momento de la lucha clandestina; para aquél, cuando tengan
cumplimiento las conquistas sociales por las cuales los hombres lucharon al
precio de su vida. Para mí, que no puedo dejar de ser poeta, cuando el pueblo,
como río desbordado se lanza a la calle con furia incontenible. A esto se
podría llamar la "oportunidad del pueblo". Esta oportunidad se
caracteriza, de un lado por la fraternización; del otro por el espíritu
vindicativo. No bien la radio confirmó que Batista había soltado el Poder (es
el verbo que conviene pues hubo que arrebatárselo de las manos) el pueblo se
lanzó a la calle. Todo aquello que significó expoliación, es decir:
parquímetros, casas de juego, vidrieras de apuntaciones: todo lo que traducía
la opulencia insolente de los batistianos: residencias, clubes, fue tirado
patas arriba, quemado. Cada treinta, cuarenta o cien años el pueblo es, por
unas horas, el dueño absoluto de la ciudad. Durante esas horas el pueblo es amo
omnímodo, con plenos poderes, con derechos de horca y cuchilla. (“La
inundación” 10)
Significativamente, en esta crónica
encontramos una imagen que reaparecerá en otros escritos de la época que
pretendían captar la violencia del hecho revolucionario: la toma de La Habana
por los bárbaros. “¿Qué es un barbudo?- se preguntaban los habaneros con la
misma curiosidad con que un romano de la decadencia se preguntaba: ¿qué es un
bárbaro? El día dos de enero La Habana esperaba a sus barbudos, pero a
diferencia de la atribulada Roma, los esperaba con los brazos abiertos”,
escribe Piñera. Un año después, en su reportaje Huracán sobre el azúcar, Sartre hablará, por su parte, de la
“invasión de Cuba por los bárbaros” (Sartre
visita a Cuba 168). A ese triunfo de los jóvenes barbudos que habían
liberado a sus padres y rompían de una buena vez con el mundo caduco de estos
atribuía el filósofo francés el “trastorno radical de las relaciones humanas” que
él había presenciado en Cuba. La juventud era “una nueva barbarie” lanzada
contra la “población civilizada y un tanto debilitada de la isla”(173).
Hay una foto no muy conocida de 1959 que
muestra a un soldado rebelde mirando al Buda de la pagoda oriental de la prodigiosa Hacienda Cortina, suerte de
versión cubana de las follies de la
aristocracia europea. La instantánea fue tomada cuando un grupo del INRA
(Instituto Nacional de la Reforma Agraria) realizaba, junto a Fidel Castro, una
expedición por la provincia de Pinar del Río. Según cuenta Antonio Núñez
Jiménez en el primer número de la revista INRA
(enero de 1960), (n 10) en ese feudo nacionalizado se proponían hacer “la
Reforma Agro-turística” (“El rostro del latifundio” 7-8). La portada de la hacienda,
imitación de una fortaleza mozárabe, los sorprende, y al avanzar hacia la casa
de vivienda, los maravilla el conjunto de jardines ingleses llenos de estatuas
de dioses mitológicos, y al fin la pagoda oriental, con la imponente imagen
dorada de Buda.
Foto de Raúl Corrales
Esta escena recuerda, por cierto, otra de
la revolución mexicana: la entrada de las tropas de Emiliano Zapata en el
taller japonés del poeta José Juan Tablada. En ambos casos, el orientalismo
epitomiza un espacio entre aristocrático y burgués donde la privacidad y el
lujo apenas se distinguen. Como recuerda Benjamin en su ensayo sobre “El París
del siglo XIX en Baudelaire”, el surgimiento del “hombre privado” bajo Luis
Felipe de Orleáns es paralelo al auge del coleccionismo; y este a su vez
resulta inseparable de la literatura posromántica –decadentismo y
parnasianismo, sobre todo- que tanto influyó sobre los escritores modernistas
latinoamericanos. Y así como al esteticismo modernista –ese que alcanzó
expresión en las japonerías del mexicano Tablada- la revolución opondría la
utilidad social del arte, el lujo de la Hacienda Cortina aparecía, en 1959,
como un símbolo de la vieja Cuba. El capitán Núñez Jiménez escribía: “Lo que
antes fuera gozo para un hombre, mañana lo será para todo un pueblo. En mi
opinión la “Hacienda Cortina” con su portón de castillo feudal, con sus
jardines y sus pagodas, es el mejor museo que pueden tener nuestros
descendientes para contrastar la vida de dos mundos, las características de una
etapa de la historia de Cuba y por qué fue necesaria una Reforma Agraria en la
Patria de Martí”.(La liberación de las
islas 70)
La conversión de casas señoriales en
museos, práctica común del gobierno revolucionario –en La Habana, el Museo
Napoleónico y el Museo de Artes Decorativas son buenos ejemplos de ello- no
tenía sólo el propósito de poner a disposición del pueblo las colecciones
privadas; como en el paso de los barbudos más allá de las murallas de la
hacienda, hasta el reducto “sagrado” de la pagoda oriental, de lo que se
trataba era de la desaparición del interior burgués, entendido como espacio al
margen de la nueva política revolucionaria. Al cabo, el propio Palacio Presidencial
correría ese destino: que el jefe del estado no tuviera una residencia oficial
era otro índice de la originalidad del régimen en relación con la historia
anterior de la República, esa solución de continuidad entre “la República” y
“la Revolución”.
“Fidel, esta es tu casa”, rezaba un
cartel que lucían muchas casas cubanas en 1960. Entonces, era en el espacio
público de las concentraciones de masas donde se manifestaba la “Nueva Cuba”.
Como aquella legendaria celebración del 2 de enero de 1961, donde a la sombra
de tanques de guerra que habían atravesado la ciudad, Guillén y Neruda
recitaron poemas en la Plaza de la Revolución, antes del discurso del
Comandante. “Todo el Muelle de Luz se pone a temblar con sus cascarones. Una
compañía de tanques avanza mordiendo el asfalto de la calle con las ruedas de
oruga. El ruido es abrumador.”, anotaba Calvert Casey en una crónica del “gran
desfile”.(“Los amigos” 37)
En la foto de INRA, el soldado rebelde -la barba y la gorra características-,
aparece en la parte izquierda, de perfil, con la cabeza levemente inclinada
arriba y un tabaco en la boca. Ocupando toda la parte derecha de la imagen,
Buda, y al fondo un tapiz de motivos
asiáticos. Si la estatua simboliza, evidentemente, el lujo extravagante
de la oligarquía cubana, el tabaco representa, como los tanques a los que se
refería Casey, esa barbarie que invadía no sólo a La Habana sino al país todo;
la mirada del soldado contiene una cierta mezcla de maravilla y desparpajo,
asombro y profanación. Como tantas otras de las fotografías de 1959 y 1960,
esta instantánea viene a decir que fuera de esa mirada, la del poder
revolucionario, no quedaría ya nada. En Cuba, la época de los interiores
burgueses y del hombre privado era historia.
Notas
(7) Jonsson, sin embargo, no cita a Trotski ni
habla de la Revolución rusa. Las tres revoluciones a que alude el subtítulo del
libro son la francesa (1789), que estudia a partir del cuadro de David; la
revolución del siglo XIX que no llegó a concretarse -aquí la obra fundamental
es La entrada de Cristo en Bruselas
(1889), de James Ensor-; y la “revolución antitotalitaria” de 1989, que discute
a partir de la instalación de Alfredo Jaar They
loved it so much, the Revolution, la cual contiene también múltiples
referencias a las revueltas de 1968.
(8) El Juramento del Juego de Pelota, que tuvo lugar el 20 de junio de
1789, constituyó un compromiso entre los
577 diputados del “tercer estado” de no separarse hasta dotar a Francia de una
constitución. El texto del juramento, que frente a las presiones del rey Luis
XVI, fue leído por el astrónomo Jean Sylvain Bailly, y aprobado casi por
unanimidad, con una sola excepción.
(9) Sigo el relato que ofrece la historiadora
Lillian Guerra a partir de artículos de la época, en “Una buena foto es la
mejor defensa de la Revolución: Imagen, Producción de Imagen y la Imaginación
Revolucionaria de 1959”, p.19.
(10) Es significativo el hecho mismo de que el
paso de la expedición por la hacienda fuera el origen de la revista INRA. Bohemia, que aun estaba en manos
privadas, se negó a publicar el reportaje escrito por Núñez Jiménez, y entonces
Castro sugirió crear una revista que documentara las trasformaciones que sufría
el país bajo la “reforma agro-turística”: números posteriores de 1960 muestran
a la hacienda Cortina ya convertida en Parque Nacional la Güira.
(11) El 12 de diciembre de 1959, una ley
revolucionaria creó el Museo de la Revolución, situado primero en el castillo
de La Punta y después en la base del monumento a Martí, en la Plaza de la
Revolución, hasta que en 1974 se situó definitivamente en el antiguo Palacio
Presidencial. El museo no alberga sólo piezas relativas al período histórico
que siguió al asalto al cuartel Moncada, sino que abarca la historia toda del
país, comenzando con el modo de vida de los primitivos habitantes de la isla.
Hay cuatro salas dedicadas a la colonia, cuatro a la “República neocolonial”,
nueve a la “guerra de liberación”, ocho a la “Construcción del socialismo”, y
dos al “período especial”.
Fragmento de
La Revolución Congelada. Dialécticas del Castrismo
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