Lino Novás Calvo
Bueno, puede que yo no fuese ningún santo.
Trujillo dijo que yo era una mula y que para eso me habían llevado allá a los
siete años y que él no daría más a las teclas. Era mecanógrafo en la Wad Line.
Jiménez era hijo de un policía y chico como nosotros. Los tres nos veíamos en
la Alameda de Paula y Jiménez dijo un día que el padre le quería mandar al
reformatorio de Guanajay, pero que se iba a topar con su sombra. El abuelo de
Trujillo había peleado al lado de Martí. El nieto lo sabía. Por eso dijo que se
pondría las teclas por espuelas. "Vamos a clavarle las espuelas a la
Manigua", dijo Trujillo.
"Manigua" era una yegua de Eliseo,
el sobrino de Machado. Este era entonces secretario de la Gobernación y acababa
de matar un levantamiento de negros en Oriente. Yo trabajaba en su casa de
botones, con el escudo de la República en ellos y en la gorra y creía que no
habría quien me pusiera el pie delante en la calle. No era así. El del Cable se
me atravesó un día y yo tuve que sacar la cuchilla y acaso me mandaran también
para Guanajay. No pasaba de los diez.
Los tres pasamos entonces por frente a la
estación de policía, al amanecer, donde estaba el padre de Ñico Jiménez.
Trujillo volvió la quijada y lanzó una trompetilla como una saeta puerta
adentro. "Vamos en busca de Elíseo", dijo Trujillo. El tren nos
llevaría hasta allá. Ñico dijo que nos le colgaríamos por debajo como verracos
a una puerca parida. Luego le vimos venir jadeando bajo el sol y bajamos de la
loma donde estábamos y nos le enganchamos en el apeadero. Trujillo dijo que
aquel tren nos llevaría a la colonia de Eliseo, pero nadie sabía. "Por mí,
que nos lleve a las Quimbambas", dijo Ñico. "¡Y dilo, Ñico!",
dijo Trujillo.
Estábamos ya dentro, entre las jaulas de
gallinas que venían del "Norte" y que importaban los guajiros por no
criarlas. Cuando despertamos, estábamos en un apeadero y el tren pitando para
salir. Trujillo creyó que aquella era la colonia de Eliseo y nos echamos fuera
y marchamos por una guardarraya hasta un batey. O así creímos. No era batey,
sin embargo. No había cañaverales en dos kilómetros a la redonda. Era noche.
Ñico marchó solo hacia el racimo de bohíos que dormían entre un cepillo de
manigua que nos mostraban las estrellas y volvió con un perro mudo sobre los
calcañales. Trujillo fue el primero en verlo. Yo estaba en el camino con una
mocha que había encontrado en la mano. Las estrellas se miraban en mi mocha y
aquello me dio fuerza. O acaso fuese el miedo, Ñico y Trujillo enfilaron camino
arriba de vuelta y yo me quedé allí, clavado, ante el perro mudo que venía
hacia mí. Puede que fuese el miedo, como lo del haitiano, años después, cuando
me mandó el brazo con la mocha a la cabeza y yo le partí en sesgo con el
machete. Ahora se lo hice al perro con la mocha. Esta le partió la cabezota y
nadie en el mundo podía haber visto aquello, a no ser mis ojos y las estrellas.
No era así. Ñico y Trujillo estaban ya conmigo cuando la cabeza del negro asomó
de la manigua y nos puso los dientes delante como rejas blancas. Eso fue todo.
Nosotros no pudimos resistir, ni escapar, ni nada.
Así nos vimos luego en el que creímos batey y
era "kraal" de Mongo Candongo. Este era un negro de Tumbacuatro que
había comprado allí alguna tierra y tenía una casita roja en un montículo y
varios bohíos en derredor. Y después, manigua y nada más. Nadie sabía de aquel
lugar, ni cómo el negro lo había adquirido, ni que allí tenía dos mujeres
blancas y veinte negros muertos que trabajaban para él, y dos cuarteronas que
le cuidaban las blancas; ¡y el "Pelapapas"!
Yo conocía al "Pelapapas". Había
trabajado con él en la fonda "La Mauritania". Era un joven largo, de ojos
de gato y frases rumiadas que escupía de lado. La vida lo había hecho así. O
acaso las mujeres. La carne se le había colado ahora toda al alma y nos salió
ante un bohío con los huesos sobre sí. Ñico dijo que el "Pelapapas"
despedía un fuego fatuo, como fósforo, de su esqueleto desnudo, como si sus
huesos estuvieran podridos ya en vida. Yo no supe jamás cómo el
"Pelapapas" había ido a dar allí con aquel negro extraño y su kraal.
"¡No preguntes! –me dijo—. En la vida no hay más que responder". Yo
no entendí. El negro nos entregó a él y no dijo palabra. No hizo más que mirar
al "Pelapapas", y se fue montículo arriba, a su casa roja. "Os
quiere poner de arcángeles", nos dijo el "Pelapapas".
Ñico fue el único en entender. El
"Pelapapas" nos dejó en un bohío con hamacas y se fue hasta la
mañana. "Yo sé lo que es esto —dijo Ñico—. Mi padre ha dicho un día que en
algún lado había un negro rey con mujeres y niños policías con espadas de fuego
para guardarlas". A la mañana vimos salir a los negros muertos de los bohíos
y marchar a la manigua. Luego supimos a qué. Con el sol vimos subir gentes
blancas y negras por el otro lado de la loma a la casa del Mongo. "Son los
clientes", nos dijo el "Pelapapas". "¿Qué cosa es ese
negro?", dijo Ñico. "Candongo es el mongo y yo soy su
cachanchán", dijo el "Pelapapas". "Como si me dijeras toca
la flauta", dijo Trujillo.
Hasta que vino la tarde y vimos volver a los
muertos del trabajo, todos en fila, como si llevaran cadenas en los pies, y sin
hablar palabra. "Son muertos —dijo el "Pelapapas"—. El Mongo
sabe hacer eso. La gente cree que los brujos reviven a los muertos y los hacen
trabajar para ellos. No es así. Yo sé cómo es esto. Son los vivos que matan a
medias con encantos y hierbas y luego marchan como muñecos de cuerda y no dicen
palabra."
Ñico dijo que su padre sabía esto y Trujillo
habló de Eliseo. Fue lo que nos salvó. El "Pelapapas" se lo dijo al
Mongo y éste le mandó que nos pusiera otra vez en el camino del tren sin
dejarnos ver nada. "Machado es el hombre y Eliseo es su sobrino —dijo el
Mongo—; que no vean nada esos fiñes".
Y lo vimos, con todo. El
"Pelapapas" nos tuvo tres días en el bohío y esperó a que el negro se
fuese para llevarnos a los de las mujeres blancas y al cementerio y lo demás.
"Es una traición —dijo el "Pelapapas"—; el Mongo se enterará.
Puede que ya lo sepa y que mañana esté yo en su cementerio y que mis huesos los
compre alguna mujer hermosa y los acaricie con su alma. Ninguna mujer ha
acariciado nunca mi carne con su alma. Por eso cometo esta traición al Mongo,
para que me mate y venda los huesos a alguna mujer".
Estábamos en un nido de la manigua y lo
habíamos visto ya todo. El "Pelapapas" nos llevó a los bohíos de las
dos mujeres blancas y sagradas que estaban echadas en alfombras de felpa entre
cojines, cada una atendida por una cuarterona desnuda. Ñico dijo que aquellas
dos mujeres blancas eran zorras de San Isidro, y que sus ojos las habían visto
antes. "Ahora son sagradas —dijo el "Pelapapas"—; vamos al
cementerio".
Este era una pieza en la casa del Mongo donde
guardaba la existencia. El "Pelapapas" dijo que la existencia era la
mercancía que el Mongo vendía a las gentes. Hierbas y huesos de niños muertos
sin bautizar y grandes que hubiesen cometido crímenes contra las leyes.
"Por eso yo sé que el Mongo venderá caros mis huesos —dijo el
"Pelapapas"—. Mi crimen es mayor que el de todos los demás, porque es
contra él mismo. Yo sé que me matará y que mis huesos serán pesados al gramo e
irán a sostener el alma de algunas mujeres. Por eso os he traído aquí y os he
revelado el secreto".
Ya no es secreto. La cosa entró y salió en
los periódicos después, y yo supe que la Rural había tenido que engrampar al
Mongo contra su voluntad. El Mongo compraba a la Rural para que le protegiera y
vendía brujerías a las gentes. Los muertos que trabajaban para él no hacían
sino ir a recoger hierbas por la manigua. El Mongo tenía otros que iban de
noche a los cementerios donde sabían que habían enterrado gentes fuera de la
ley y le mandaban sus huesos. Los muertos de la manigua cazaban también gallos
negros de pelea y chivos blancos y arrancaban corazones de niño y corazones de
sapos bajo la luna, decían los periódicos.
Yo no sé, con todo. Los muertos jamás fueron
hallados y nadie habló del "Pelapapas". Puede que los muertos se
lanzasen a las cuevas de los cocodrilos por orden del Mongo. Todo el mundo supo
luego que los brujos podían dar hierbas a la gente y atontarla y hacerle
trabajar para ellos. Nadie supo del "Pelapapas". "Puede que esté
hecho polvo", dijo Ñico. "Sus huesos estarán en medallones en el seno
de algunas mujeres", nos dijo un policía.
Porque allí estábamos; en la estación de
policía que Trujillo le había tirado una trompetilla. Estuvimos varios días,
hasta que Eliseo nos hizo sacar y estorbó que nos llevaran a Guanajay. ¡Y lo
que vimos! Ñico asomó la cabeza a la reja y vio pasar a las dos mujeres
sagradas y les soltó su trompetilla. "Son zorras de San Isidro", dijo
el policía. "Ya lo sabíamos", dijo Ñico. "¿Conocías tú al
"Pelapapas", policía?", dijo Trujillo.
Nadie le conocía. Los mismos Ñico y Trujillo
le olvidaron. Puede que el mundo entero le haya olvidado hoy, menos yo. Por eso
he hablado de él aquí.
Diablo Mundo: Año 1, No. 5, 26 de mayo de 1934, pp. 8-9. Se corrigieron errores de edición, como artículos, acentos, nombres en minúsculas, etc., lo que puede confirmarse en la reproducción visual del original.
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