A poco tropecé con una
partida de negros desarmados y medio desnudos. Me dijeron que eran cubanos y me
condujeron al campamento de su jefe. Yo había oído hablar algo de los matiabos
y sabía que éstos eran unos cimarrones que vivían ocultos en los montes,
huyendo, guardándose tanto de los cubanos como de los españoles, siendo mitad
brujos y mitad plateados o sean bandoleros que alegando ser afiliados a uno de
los ejércitos beligerantes cometían toda clase de delitos.
El campamento de los
matiabos estaba situado monte adentro en un claro como de dos vesanas de
tierra. En el centro había una especie de altar hecho con ramas y cujes, y
encima de todo aquel catafalco habían puesto un pellejo de chivo, relleno de
tal suerte que parecía vivo. Dentro de la barriga y sobre el altar tenía mil
porquerías, tales como espuelas de gallo, tarros de res, caracoles y rosarios de
semillas. Aquel pellejo era el Matiabo, el dios protector del campamento.
Recuerdo todavía el
modo de explorar la tropa que tenían los brujos aquellos. Puestos en rueda
alrededor del chivo, cantaban el taita: Buca guango, jaya guango… y el coro
repetía: cacara, cácara, caminando… y empezaban a gritar y saltar como
endiablados. De pronto a una de las negras, porque también había mujeres, se le
subía el santo y le daba una sirimba. Caía al suelo revolcándose, echando
espuma por la boca, y el resto del palenque seguía cantando como si tal cosa.
Luego Taita Ambrosio
se dirigía a la accidentada y le preguntaba tocándole la cabeza: Ma fulana,
¿dónde etá la tropa? Joropa ma ceca, en tal punto, respondía ella, sin dejar
sus revolcones. Y el punto señalado estaba siempre a diez o doce leguas de
distancia.
Los matiaberos
repetían el nombre del lugar y armaban el escándalo padre con sus gritos y los
toques de tambores, forrados con piel de jutía.
Yo miraba todo aquello
con curiosidad y temor, porque sabía que aquellas gentes en algunas ocasiones
habían rociado el chivo con sangre humana.”
“Siluetas mambisas”, F. López Leiva, La Discusión, La Habana,
el 13 de agosto de 1903, se cita a un testigo ocular, el mambí Cástulo
Martínez. Recogido por Fernando Ortiz en Los
negros brujos.
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