Calixto Masó
Una mañana en que las campanas de la Iglesia
Parroquial, repicando loca y alborozadamente, demostraban que concluía la Misa
Mayor, y que los fieles, reunidos en la plaza, comentaban el docto sermón del
Obispo Salcedo sobre las provincias de la Florida que él acababa de visitar, un
estruendo de voces graves y aguardentosas unido a los chillidos de mujeres y
muchachos, que se oía bajar por la calle del Sumidero, hizo suspender las
conversaciones y todos atendieron al curioso espectáculo que se les presentaba.
Un hombre
alto, huesudo y cubierto, más bien que vestido, con unos harapos rotos y
deshechos por todos lados, de una barba descuidada y con muestras de mugre en el
rostro y el cabello, caminaba trabajosamente apoyado en un fuerte y nudoso
bastón, mientras que la muchedumbre que lo seguía le arrojaba pelotas de fango,
que él recibía con humildad y paciencia.
El pobre
hombre se detuvo asustado ante la noble concurrencia; y los borrachos y
mujerzuelas que lo seguían, echaron a correr, al observar que el Gobernador
Tejada había requerido el auxilio de la fuerza para dispersarlos; y quedó solo
allí, frente a las más noble familias de La Habana, aquel despojo humano.
Él también
quiso retirarse; prefería andar entre los humildes, aceptando con paciencia sus
insultos, que rozarse con la nobleza de la ciudad que lo observaba como un
animal raro; y cuando ya el Gobernador iba a ordenar que fuese detenido el
vagabundo, se le adelantó el Obispo de la Diócesis con el propósito de molestar
a Tejada, y puso sus manos sobre los hombros de aquel miserable, roto y
maltrecho, que cayó a sus pies manchando su manto con sus besos y lágrimas.
Al día
siguiente, con un aspecto más presentable y vistiendo un hábito de la venerable
Orden Tercera de San Francisco, pero con el semblante siempre serio y ensimismado,
comenzó a recorrer las calles de La Habana, curando y consolando a los
enfermos, y dando por todos lados muestras de su inagotable caridad; de modo que
pronto se ganó el respeto y la admiración de todos los vecinos que lo adoraban
como a un santo; y desde entonces comenzaron a correr por la ciudad fábulas y
leyendas acerca del misterioso misionero.
Se llamaba
Sebastián de la Cruz y, según decía él mismo, navegando en un barco a la altura
de la isla, le sorprendió una tempestad que lo arrojó a las costas de
Bacuranao, salvándose únicamente él del naufragio; allí encontró unos indios
que lo cuidaron con caridad cristiana, conduciéndolo a Guanabacoa, de donde
pasó a pie a La Habana, dispuesto a enmendarse de sus muchos pecados.
Pero nadie
estaba conforme con que Sebastián callase sobre su vida pasada; algunos decían
que era un peligroso asesino escapado de una nave, y que por trabajos y
sufrimientos que había pasado se convirtió milagrosamente; otros lo hacían
pirata, tocado por la gracia de Dios en los últimos días de su existencia; pero
todos estaban conformes en loar la ejemplaridad de su vida en nuestra ciudad, y
veían con íntima satisfacción que La Habana iba a contar con un representante
en el santoral.
La vida de
Sebastián de la Cruz explicaba el respeto que le tenían en La Habana. Habitaba
en un colgadizo que se hallaba junto al colegio y hospital de San Felipe y
Santiago; soportaba con humildad los insultos de borrachos y perdidos, que
después llegaron a adorarle; se disciplinaba con unos fuertes vergajos y daba
muestras en todos lados de su inmenso amor al prójimo, pues terminaba
pendencias y deshonestidades; ayudaba a bien morir a los agonizantes; socorría
a los enfermos; para los pobres siempre tenía algo con que mejorar su situación;
y devolvía la paz a los ricos con algunos consejos que le dictaba su caritativa
alma; contribuyó decididamente al desarrollo del primer hospital de La Habana, recogiendo
limosnas y donativos con ese fin; y por eso, cuando murió en esta ciudad, el 17
de mayo de 1598, toda la población creyó haber perdido un santo.
La Habana en el siglo XVI, Cuba contemporánea, Tomo XXXII (1923).
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