Pedro Marqués de Armas
El que le cortó la
cara al Padre Claret, aquella noche a la salida de misa, respondía al nombre de
Antonio Abad Torres. Pasaba de cuarenta años, según algunos; era natural de
Islas Canarias, con más de una década en Cuba; y de oficio zapatero, aunque sin
empleo. Por tal motivo, merodeaba entre Gibara y Auras en busca de
trabajo, como expuso José Manuel Mestre en su sonada defensa.
Tiempo atrás estuvo implicado en el
asesinato de Cristalero, un vendedor ambulante cuyo cadáver apareció en el
camino real; tras varios meses en prisión y a falta de pruebas resultó absuelto.
Pero ahora las pruebas no podían ser más concluyentes:
apresado en el acto, descubierta el arma en el lugar de los hechos, conocidos los
antecedentes, etc., y luego las evidencias presentadas durante el juicio,
incluyendo las declaraciones de los religiosos, del amolador de tijeras, de un primo
muerto de miedo y la de alguien que escuchó (supuestamente) una conversación incriminatoria.
Se dijo siempre que Antonio El Isleño, como
también se le conocía, tenía la pretensión de asestar un golpe mortal. Que había
previsto ejecutar el crimen en Gibara. Que al no darse allí las condiciones, decidió entonces seguirlo hasta Holguín. Que tras besarle el anillo (o hacer como tal, mientras
le cuchicheaba algo en la oreja) le asestó el primer navajazo. Que la navaja había
sido afilada al efecto. Que tenía billete para Pinar del Río, donde pretendía
refugiarse. Y que aunque no había presencia de terceros, se lo
había hecho saber a un colono chino de nombre Juan Alvarado.
El 15 de marzo de 1856, a mes y medio del
escandaloso atentado, ya la Audiencia de Holguín dictaba sentencia, condenándole a la pena
de muerte en garrote vil a fin de satisfacer la “vindicta pública”. El acusado
podía, no obstante, apelar a la Audiencia de La Habana y así lo hizo, la cual
nombró de oficio para la defensa al joven José Manuel Mestre, que se acababa de
graduar.
El defensor desmontó todas y cada una de las pruebas, al menos
lógicamente. Habló de un criminal suelto, siguiendo las noticias por la prensa y agazapado
en los corrillos. Acusó de encarnizamiento al juez principal. Señaló diversas irregularidades
técnicas. Y sostuvo la locura del acusado, ya expuesta por la primera defensa, en caso que hubiera cometido el
acto:
“Un hombre que a la edad de más de cuarenta
años no ha mostrado tener una índole extraviada, no puede salir de su estado
normal para lanzarse de repente a la carrera del crimen sino es llevado a ello
por un impulso extraño cuanto poderoso”. Y tanto más, según Mestre, sino alberga
motivos y el acto resulta ostensiblemente gratuito, como creyó establecer.
Asimismo negó que procediera por instigación, ya que aquellas no eran las maneras del criminal, siempre dispuesto a obtener algún beneficio. Se
trataba, en cualquier caso, de un desesperado, alguien que persigue una solución para sus males y que “no atreviéndose a suicidarse, busca la muerte donde quiera,
aun en el cadalso”.
A juicio de Mestre el zapatero canario habría experimentado
un arranque, un arrebato, un rapto incontestable tras el cual, aunque
recuperase la razón, podría no recuperar la memoria, no pudiendo dar cuenta de
lo ocurrido.
Pero los peritos médicos designados por la Alcaldía
Mayor de Holguín no reconocieron síntomas de locura (actuales ni precedentes) y
descartaron la supuesta monomanía homicida. Durante el proceso, Abad Torres se
mantuvo impertérrito y se negó a declarar el móvil de su conducta, mientras los
jueces afirmaron no reconocer relación alguna entre ambos sujetos, negando perjuicio inmotivado del Arzobispo hacia el acusado.
El código penal vigente contemplaba la
irresponsabilidad criminal del loco, pero ésta debía ser establecida por una comisión
médica (Novísima Recopilación).
Aunque el recurso a la demencia no se impuso como tal, su peso en la exposición de Mestre pudo influir en la
modificación de la sentencia, no menos que el llamado a no atizar la venganza o
que el recordatorio de que el propio Padre Claret ya lo había perdonado,
elemento éste que, en su opinión, no fue debidamente considerado en la
primera instancia.
El fiscal resultó especialmente atraído por
los argumentos de Mestre, a quien la nocturnidad del atentando serviría para desmontar lo que parecían evidencias contundentes. El farol del
monaguillo, dos metros delante de la comitiva, no podía iluminar sino muy
precariamente aquella escena y bien podía ser que los guardias hubieran
apresado a B. en lugar de A.
Consideró el fiscal, por último, que el origen
del delito seguía siendo un enigma, mientras la Audiencia ratificaba la culpabilidad del procesado, pero
condenándole ahora, en virtud de que las heridas no habían sido de gravedad, a
la pena de diez años en el presidio de Ceuta, con prohibición de retornar a la
Isla.
A lo largo de proceso no salieron a relucir
sospechas de índole política, si bien rondaron en todo momento y no se
descartaba en principio la idea de un crimen a sueldo. El Gobierno exigió formalmente
una minuciosa investigación pero los juicios se celebraron con suprema
celeridad.
No tardó Claret en ser llamado por la propia
Reina Isabel a otra misión, ahora como Arzobispo de Toledo, abandonando ambos,
agresor y agredido, el suelo cubano casi al mismo tiempo.
Aún hoy, lo más que podemos es enumerar cierto
número de hipótesis sobre los móviles del atentado:
Una conspiración masónica.
A interés de algunas facciones del clero.
Por afectar a varios curas amancebados.
Por meterse en el camino de autoridades
civiles y militares.
Por irritar a ciertos negreros.
Por defender a ciertos alzados.
Por racismo.
Por un rapto de locura.
Por tratarse de un criminal sin más (tanto más
canario).
A consecuencia del casamiento entre una blanca
(supuestamente hermana suya) y un negro libre de Tumbacuatros.
Y vox populi desde entonces, por convertir Claret a su concubina.
O una combinación de las anteriores.