El
oficial China Daily informó en su momento que, “unos médicos
en la localidad de Yexuan, extrajeron 10 metros de pequeñas tuberías de
plástico alojadas en el estómago de un hombre que al parecer mordía y devoraba
estos objetos como remedio contra la ansiedad”. El hombre, que más tarde
averigüé se apellidaba Cao, cada vez que se veía en apuros se zampaba
aquellos canalillos de unos 30 centímetros, dieta particular que, según pensaba
(y esto durante unos tres años), su organismo podía digerir sin problemas. Esta
pasión por lo dúctil, no la adquirió Cao para presentarse a los récords
Guinness. No, tuvo un origen al margen de lo excéntrico, digamos más bien sentimental,
al fallecer sus padres.
Ary
Weddle, profesor de un Instituto de Washington, prometió, poco después del 11
de septiembre de 2001, no afeitarse la barba hasta que capturaran, vivo o
muerto, al señor Bin Laden. Diez años después, y con el cadáver del terrorista
más buscado de los últimos tiempos servido en bandeja al cancerbero del
infierno, o a los tiburones de esa parte del mar, por fin se la podó;
medía 38 centímetros de largo. “Me horrorizó ver cómo aquel día miles de
personas estaban siendo aplastadas”, dijo el profesor a los medios. “Y no
quería olvidarlo. No iba a olvidarlo”, añadió. Poner término a este
sacrificio, no es difícil imaginarlo, fue para muchos un alivio, y en
particular para su mujer, quien se alegró de ver a su cónyuge más rejuvenecido
y pimpante. “No resultaba sencillo -como luego explicó a las emisoras locales-
esquiar, o jugar baloncesto”. Al ritual de la poda asistieron, cámara en mano,
todos los vecinos del barrio.
Kurt
Vonnegut, autor de El francotirador, Cuna de Gato, Dios le bendiga, Mr.
Rosewater, entre otras novelas, fue uno de los norteamericanos que
sobrevivió al bombardeo de Dresde. Y lo logró gracias a estar guarecido en un
sótano destinado a empaquetar carne, llamado “Matadero Cinco”; lugar que le
sirvió para titular una novela casi autobiográfica. Siendo prisionero de
guerra, los nazis le dieron la tarea de apilar cadáveres para luego enterrarlos
en fosas comunes. Pero según Vonnegut, "había demasiados cuerpos que
enterrar, así que los nazis prefirieron enviar a unos tipos con lanzallamas”.
Es obvio que su experiencia fue atroz; es por eso un áspero censor de la
estupidez, la violencia y la deshumanización.
Hilarante,
combinando la realidad con la ciencia ficción, Vonnegut dota a sus personajes
de lo que podría denominarse un despiste ancestral. Por haberlos,
“haylos”. En El francotirador, por ejemplo, un adolescente
acostumbrado a las armas de fuego como si fuesen tirapiedras, mata sin querer a
un ama de casa el día de las madres. En Cuna de Gato aparecen
todas las respuestas de la vida en una república bananera del Caribe, donde
conviven un dictador demente, los herederos del Dr. Hoenikker, Premio Nobel e
inventor de hielo-nueve (un cristal que causaría los mismos efectos que la
bomba atómica), y hasta el Bokononismo, religión concebida por Bokonon, quien
promueve la disolución de la identidad entre sus propios fanáticos y
seguidores.
Llegados
a este punto, cabe interrogarnos: ¿qué diferencia hay entre Cao, el comedor de
plástico, Ary Weddle, el de la barba como cola de caballo, Bin Laden, el
terrorista, y los personajes “ficticios” de Vonnegut? Siempre ligado al
catastrofismo y la caricatura, su humor, más allá de entretener, alerta.
¡Elegid!
Con esta acción termina La muerte heroica de los cuatrocientos soldados
de Pforzheim, memorable canto de Büchner; orgulloso de ser alemán.
También Vonnegut hizo su canto en Matadero Cinco, pero al
antihéroe. Y a otro (no pude rastrear el nombre) se le ocurrió en plena guerra,
e igualmente por la patria, confeccionar máscaras antigás para gallinas, con el
único fin de que pusieran huevos.
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