Hace pocos días entró a casa un amigo que nos hace
favor de leer nuestro periódico, y antes de darnos los buenos días como Dios
manda, exclamó entre colérico y aterrorizado: —Hombres ¿qué diablos ha
sucedido? Parece que tienen decidido empeño en causar horribles pesadillas a
los lectores, y mortificarlos de una manera atroz.
Al escucharlo dije para mis
adentros: bueno va, campaña tenemos; este viene á reconvenirnos por las
sangrientas novelas, ó por esos artículos quejumbrosos, que parecen escritos más
bien por los adoloridos discípulos del negro romanticismo, que no por
folletinistas eminentemente convencidos de que las quejas de dolor de las almas
poéticas, no tienen eco en este mundo positivista y calculador.
—Repito,
continuó nuestro amigo, que no sé por qué les ha ocurrido soplarnos a cada paso
esos grabados en madera, que representan monstruos pegados, a los que tengo ya
una decidida aversión.
—Ja! ja!, exclamó mi compañero,
que había oído estas exclamaciones sin despegar los labios. Esos monstruos son de
Oajaca, amigo mío.
——Ya sé que son de Oajaca; pero
eso no destruye mi observación.
—Sí la
destruye, porque ese par de pares de muchachos pegados son una curiosidad digna
del estudio de los sabios, y que debe presentarse en un periódico tan ameno,
tan variado y tan pintoresco como nuestro Museo, más que me esté mal en
decirlo.
—Pues yo repito que no, contestó
mi amigo cada vez más mohíno.
—Vamos, exponga
vd. sus razones; porque algunas y muy poderosas debe vd. tener para estar en
contra de semejantes grabados y de semejantes artículos.
—Canario! si las tengo.
—Y eso que
todavía tenemos reservado para este cuarto tomo un chivito doble, es decir, un
chivito también nacido en Oajaca, con dos cabezas.
—El diablo
cargue con el chivito doble.
—Y eso, prosiguió
mi compañero, que todavía tenemos otro grabado con dos gemelos de Siam, que…
—¡Redactores
de Satanás!
—Pero
veamos, explíquese vd., le interrumpí yo.
—Pues
señores: figúrense vds., que anoche me metí en la cama, tomé en mis manos el
tomo tercero del Museo, porque, desengáñense, el Museo sirve para conciliar el
sueño, y hace efectos tan maravillosos, como si se tomara una dosis de opio o de
adormideras.
—Al grano, al
grano, le respondí; esos sarcasmos comuníquelos vd. a los del Liceo, y verá cómo
los estampan con unas letras del tamaño de una casa.
—Decía que
tomé en mis manos el tomo tercero, y páf! de bote y zumbido se me presenta el
grabado de los dos muchachitos cabezones, que nacieron pegados. Paso la hoja, y
zás, veo otros dos muchachos de la misma manera. La cosa era de desesperarse.
¿Qué hago? arrojo con desdén el Museo, apago la luz, y me arrebujo entre las ropas
de la cama. Sí, bonito estaba yo para dormir. Los dos muchachos pegados me
bailaban en la imaginación, y ya los veía yo retirarse y tomar un tamaño
colosal, rodeados de manchas tornasoles y verdosas; ya se acercaban a mí, y
sentía yo el contacto de los labios fríos de estas maldecidas criaturas. Al fin
logré conciliar el sueño …peor… ¡Dios mío, qué pesadilla tan horrible! Figúrense
vdes. que soñé, que al despertar al día siguiente y pedir mi café, me encontraba
yo unido por la espalda con otro yo, con un gemelo, con un monstruo. ¡Oh, qué
horrible, ya no era dueño de mis movimientos, ni de mi voluntad! Cuando yo
quería andar para adelante, el otro se oponía; si quería sentarme, imposible,
el otro me lo estorba. Ir al paseo al teatro, a los toros …imposible … montar a
caballo…ni por pienso. Me veía yo retratado en un cartel fijado en la boca del portal,
con mi otro individuo a la espalda, y expuesto a la curiosidad pública mediante
dos reales la entrada. Oh, fue un cauchemar
del infierno, como dicen los franceses…Pero callé…. ¿qué lamina tienen vdes.
sobre la mesa? -continuó tomando en sus manos el grabado que se acompaña a este
artículo.
—Son los gemelos
de Siam, le respondí.
——¿Los gemelos de Siam?, contestó
asustado; pues buen provecho, y adiós: me fugo, porque de lo contrario vuelvo a
soñar…
—Al
contrario, le contesté deteniéndole; le contaremos a vd. la historia de estos gemelos,
y verá cómo su vida era tranquila y cómoda, pues no hay cosa más cierta que ese
proloquio vulgar que dice, que Dios da la ropa según el frío. Véamos la
historia.
—Los gemelos que ve vd.
representados en la lámina, nacieron en las costas de Siam, en Mayo de 1811,
sin haber experimentado la madre accidente alguno en el parto.
—Cosa rara.
—Nacieron
muy pequeños, y además, uno de ellos tenía metida la cabeza entre las piernas
del otro.
—Vaya, estos
gemelos tenían cierta dosis de talento, puesto que no quisieron incomodarse
ellos, ni matar a su madre al nacer; porque regularmente estos fenómenos matan
a su madre a tiempo de nacer. ¡Pobres mujeres!
——¿Y si cuando se case vd., le
dije yo, va su linda Isabelita a tener un par de criaturas de ese tenor?
—Hombre, no me atormenta vd., por
piedad, y déjeme ir. Le dispenso la narración de los gemelos.
Pero mire
vd., continué, peor sería que su hijo de vd. naciera con dos cabezas.
—Peor sería, me contestó, que mi
hijo saliera con cuerpo de gente y cabeza de asno.
—Eso es muy
común, le repliqué; asnos nacen todos los días en figura de hombres, y no hay
quien se escandalice por eso; mas sigamos.
—Los dos gemelos
nacieron, pues, con un ligamento que los unía por el estómago, y este fenómeno
no llamó de ninguna manera la atención de los habitantes de Siam. Los padres de
las criaturas, que eran chinos, tampoco se alarmaron mucho, y se limitaron a
ponerles los nombres de Eng y de Chang.
Tranquila y
pacíficamente crecieron los mellizos, hasta que el año de 1829, en que llegó a
aquellas costas el capitán americano Coflin. Vio a los gemelos, y lejos de aterrorizarse
como vd., y soñar lo que vd. soñó, calculó como buen yanqui que era un excelente
ramo de especulación el cargar con los gemelos. Pidió el capitán licencia a sus
padres, y cargó con los niños para enseñarlos por la culta Europa. Después
arribó a Boston, y allí fueron recibidos con grande aceptación. El Dr. Warren,
médico de aquella ciudad, hizo de ellos la siguiente descripción.
“Eng y Chang
son dos perfectos jóvenes: su talla, 5 pies 6 pulgadas castellanas, derechos y
bien formados, activos, fuertes, ligeros. Andan con una igualdad graciosa,
pueden correr con bastante celeridad, nadar muy bien, y con fuerzas para llevar
en sus hombros hasta tres quintales de peso.
“Están
unidas estas dos personas por un corto ligamento en las bocas de los dos
estómagos, de modo que cuando andan, van tan pegado uno a otro, que no se ve
espacio alguno entre más de dos o tres pulgadas de largo; pero el ancho de arriba
abajo, es de cuatro a cinco pulgadas &c.” Otro médico, el Dr. Bolton, hizo
después da un examen prolijo, muchas observaciones fisiológicas interesantes.
Tocado el ligamento en el centro, ambos reciben la sensación al mismo tiempo;
pero si se toca como media pulgada del centro, la sensación es percibida solo
por el muchacho a quien le corresponde. No pueden recibir daño ni sentir dolor,
haciendo fuerza para separarse, porque el ligamento está tan fuertemente
afianzado a los dos cuerpos, que se pueden suspender los dos jóvenes por una
soga pasada por el ligamento, sin causarles dolor ni incomodidad.”
—Con que ya
ve vd. que no sucedía a los mellizos siameses lo que a vd., le dije yo dejando
el libro donde había leído estos apuntes. Dios, proseguí, que quiso permitir a
la naturaleza enlazara eternamente a estas criaturas, les dio cierta igualdad de
movimientos, y cierto bienestar, en medio del modo extraño a que estaban
condenados a vivir, y esto es tan cierto, que cuando algunos médicos
establecieron delante de ellos la posibilidad de dividir el ligamento sin
riesgo alguno, se pusieron muy tristes, y concluyeron por llorar amargamente.
—¡Cosa rara!
contestó mi amigo. Ciertamente es una providencia de Dios, pues de otra manera,
estas pobres criaturas se hubieran desesperado.
—Lo que sí
les sucedía era, que se ponían en todas las ciudades a la expectación pública,
y el capitan Coflin, es menester decirlo en obsequio de la verdad, les consignó
toda, o la mayor parte del producto, lo cual les proporcionó una regular
fortuna, que de otra suerte no podrían haber adquirido, pues como sus padres
eran pescadores, no les habían enseñado otra cosa más que a remar en un bote.
—Vaya, algo me he reconciliado
con los mellizos, dijo mi amigo; ¿pero en qué pararon?
—Mucho
tiempo vivieron en diversas ciudades de los Estados Unidos, hasta que habiendo
llegado a los treinta años, y contando con sus economías, pensaron seriamente
en casarse.
—¡Hombre!
—Fue este un
acontecimiento que por algún tiempo los hizo desgraciados. La naturaleza que
había puesto uniformidad en sus movimientos, también los dotó de absoluta
uniformidad en los sentimientos morales y en las necesidades físicas. Si el uno
tenía hambre, el otro experimentaba igual necesidad, los dos se dormían y
despertaban a un tiempo. Los dos bebían la misma cantidad de líquido. Algunas
veces que uno sorbía un buen vaso de poter,
el otro sentía su cabeza trastornada, y ambos se acostaban a dormir; en una
palabra, si el uno estaba triste, el otro también; si el uno reía, el otro aun
sin saber el motivo soltaba la carcajada; si Eng lloraba, Chang lo secundaba,
exhalando tristes sollozos. Cansados, pues, de ser vistos, y las gentes de los
Estados Unidos de verlos, los mellizos compraron una pequeña hacienda de campo
en la Carolina del Norte, y allí se retiraron a pasar una vida quieta; pero su
conciencia no estaba del todo sosegada, hasta que se verificase el consabido
matrimonio.
—Pero hombre,
dígame vd., ¿qué mujer o qué mujeres habían de resignarse a pasar la vida con
estos gemelos, a no ser otras gemelas que estuvieran en el mismo caso?
—Pues lo cierto es, que los
mellizos encontraron novias.
—¿De veras?
—Sí señor, y nada menos que dos
hermanas; la una se llamaba Sara, y la otra Adelaida, hijas de David Yates,
honrado labrador del condado de Wickes.
—¡Qué
fortuna! y…
—Y eran no de
muy malos bigotes. Lo que sucede es, que excepto el maldito ligamento, los
mellizos eran perfectos, como queda dicho, y poseían además una dulzura, un
candor, y una buena fe que los hacían adorables. Sara, algún tanto retrechera y
vivaracha, dio algunos pesares a Chang, que era su novio. Era de ver cuando
Chang estaba celoso, cómo su compañero se volvía también una furia, y maldecía
a la ingrata y a la pérfida que destrozaba su corazón. Adelaida tenía un
carácter bondadoso y afable; jamás daba a su novio ningún motivo de disgusto, y
esta calma y bienestar se comunicaban al otro, y destruían los celos y la cólera
que causaba Sara. En una palabra, los amores de los mellizos presentaban un
singular objeto de observación: era una sola alma la que recibía las impresiones
que agitaban estos dos seres: era la personificación de un misterio, que ha
parecido hasta ahora incomprensible al entendimiento humano, es decir, la
reunión de un solo amor, de una sola voluntad en dos cuerpos organizados físicamente
de una manera perfecta. Ahora, ¿cómo explicar la manera como gozaban y sufrían
estos dos seres, con las diferentes impresiones de amor que recibían de sus dos
novias? Adelaida daba motivos de placer al uno, que eran comunes a los dos.
Sara daba motivos de celo al otro, y este sentimiento era también común a los
dos. ¿Qué resultaba de esto? El que a un mismo tiempo tuviesen placer y dolor.
Fenómeno imposible de explicar, y que ninguno de nuestros lectores experimentan,
puesto que no ha llegado hasta ahora a nuestra noticia que estén unidos, más
que al Museo, por medio del ligamento de una peseta.
Estos
pesares y alternativas habrían terminado muy pronto con la vida de los
mellizos, a no ser porque se casaron, y sus mujeres (al menos no lo sabemos
hasta ahora) no les dieron motivos más que para bendecir a Dios por haberlos
hecho felices, ya que la naturaleza les había asignado una posición excepcional
e incómoda.
—Pero vd.
está forjando una novela para salir de sus compromisos periodísticos; esa
historia es inverosímil, y acaso ni han existido tales mellizos.
—De ninguna suerte, le contesté. Vea vd. el
tomo cuarto del Instructor, y sobre todo, aquí tiene vd. este periódico que
hace pocos días recibí de N. York, en que se da noticia del matrimonio de los
mellizos de Siam.
—Mi amigo vio el periódico y dijo: cabal, no
me ha engañado vd.: pues según esta noticia, el año de 43 existían todavía;
pero cuando se muera el uno ¿qué hará el otro?
—Ese sí debe
ser un trance terrible, le contesté; pero no haya temor: la Providencia es muy
sabia, y dispondrá, que ya que entraron juntos al mundo, salgan lo mismo de él.
—¿Y va vd.
por fin a publicar la lámina en el Museo?
— Toma, ¿y por qué no? Por otra
parte no hemos de desairar a nuestro hábil grabador R. Rafael.
—¿Y con qué artículo va vd. a
acompañar esta lámina?
—Eso estoy
pensando. ¿Qué le parece a vd. que haga?
—Que escriba vd. de pe a pa esta
conversación, y de esa manera logrará que sea menos chocante e indigesto.
—Tiene vd.
razón. Manos a la obra. De hecho, como el cajista estaba aguardando el
material, que según los del Liceo, se fabrica por medio del vapor, me puse a
escribir ... concluí… y he aquí pimpam
y craxatee y bottee un artículo para el Museo, que en el índice que se publica
en el Siglo XIX, no dejará de anunciarse con recomendación, añadiéndose que va
acompañado de un hermosísimo grabado en madera.
—No olvide vd.,
me dijo mi amigo, el participarme si llega a su noticia, lo que acontezca
cuando se mueran los gemelos de Siam: esa debe ser una historietita más curiosa
que la presente.
Lo haré así, y prometeré también
a mis lectores, registrar los periódicos americanos para informarles de la
salud de sus buenos amigos los gemelos de Siam.— Yo.
El museo
mexicano o miscelánea de amenidades curiosas…, tomo IV, 1844, pp. 25-27.