Manuel Costales
Obra meritoria es sin duda socorrer
las necesidades de otro, amparar la indigencia, tender una mano generosa al
hombre pobre que no puede por sí mismo proporcionarse subsistencia. Nadie hasta
ahora ha rechazado esas acciones benéficas, verdadero símbolo de fraternidad, a
cuyo calor humanitario se han salvado mil víctimas de los horrores del hambre,
de las amargas privaciones de la miseria. Al lado de esos hechos palpitantes
que no por privados y ocultos son menos frecuentes, numerosos y ciertos, hay
otros que en abierto contraste solo sirven para sostener el vicio y fomentar la
vagancia.
Quisiéramos que al leerse estos renglones,
ninguna interpretación siniestra sacara a nuestras reflexiones del objeto
laudable que las impulsa, que se consideren atentamente los hechos a que habremos
de referirnos, la trascendencia que en sí tienen, y que rectificadas ciertas ideas,
conocido el fin a que nuestra piedad nos incline, no sean solo los impulsos del
corazón, ni los de una compasión mal entendida, los que decidan nuestras
acciones, ni marquen tampoco la línea de nuestro proceder.
La limosna, pues,
porque de ella queremos hablar, no siempre sirve para socorrer verdaderas
necesidades: muchas veces, según hemos apuntado, es el mayor aliento para la
vagancia. Los pordioseros que con mano trémula se acercan a la puerta de una
casa, que todos los días, a la misma hora, con las mismas palabras, con igual
entonación, con afectadas dolencias, hieren nuestros oídos implorando una
caridad que no siempre se les niega, estudian y calculan y por hábito ejercitan
ese medio fácil, cómodo y casi seguro de obtener lo que debiera ser solo
resultado del trabajo; del trabajo a que todos en distinto círculo, de distinto
modo, tienen que consagrarse para el bien común de la sociedad en que viven.
Mucho se ha proyectado, mil planes se han
concebido, no pocas instituciones se han creado para extirpar esa llaga que
devora el cuerpo social, que altera el equilibrio de la gran masa que la forma,
que aumenta cada día la turba vergonzosa que recorre las calles de la ciudad, y
que hace que a expensa de la clase productora, a la sombra de la ocupación, y
usurpando el bien a los verdaderos indigentes, viva consumiendo y nada más, lo
que nunca ha salido de sus manos, pronta sola a arrebatar el sustento que no
merece.
Tristes y lamentables son las consecuencias
que de esto se derivan; más tristes y lamentables aun cuando se considera que
hombres jóvenes, sanos, robustos, aptos para el trabajo, no solo devoran en el
silencio del hogar esas dádivas, sino que teniendo una mujer a quien asociarse,
unos hijos que de esa unión nacieron, contaminan con el ejemplo el desgraciado
renuevo de su vida, y pierden para ellos y para la sociedad esos miembros útiles
que de otro modo contribuirían al bien de la comunidad.
Nosotros recordamos que en la Real Casa de
Beneficencia se estableció un Departamento para los mendigos (*): que se
mandaron recoger los que vagaban por las calles; que allí se les dio abrigo y
ocupación compatible con su estado, y que sin embargo de este pensamiento
previsor, nunca pasaron de cuarenta los menesterosos allí reunidos, sin que por
esto desapareciera la plaga que nos abrumaba. Esa institución aunque sin
reglamento especial existe aún: son muy pocas las personas que tienen
conocimiento de ella, y muchas, muchísimas las que miran con extrañeza que se
conserve y aumente escandalosamente el número de pordioseros que por todas
partes nos rodean.
Los hechos que indicamos son de suma
importancia para que no nos detengamos en su explicación. Natural es la
tendencia del hombre a adoptar los medios que le hagan más fácil su comodidad y
conveniencia; y cuando la falta de instrucción y de- buenos ejemplos le desvían
de la hermosa senda de la laboriosidad y del trabajo, cuando no cultiva su razón,
ni ejercita sus fuerzas; en una palabra, cuando ni intelectual, ni
corporalmente rinde a la sociedad el tributo que esta tiene derecho a exigirle,
y devorado por el tedio, abrumado por la pereza, se lanza a demandar a otros un
socorro que no necesita, y lo encuentra, y vuelve a pedirlo, y lo halla, la
repetición de este acto constituye un hábito, y de este hábito se engendra un
vicio que es la vagancia, lepra destructora que reproduce las mil cabezas de la
Hidra que todos deben interesarse en extirpar.
El Departamento
de mendigos (hoy se llama de Desamparados) de la Real Casa de
Beneficencia, ni satisfizo entonces, ni menos satisface ahora las necesidades
que nos rodean. Por fortuna no nos devora, ni nos amenaza siquiera el
pauperismo, ese cáncer atroz que absorbe por millares una parte de las rentas
públicas en otras naciones, y que por millares también sacrifica víctimas, allí
donde las fábricas y talleres se levantan en colosal magnitud para abastecer al
mundo con los prodigios de la industria: por fortuna las sociedades nacientes
tienen en su "mismo modo de ser, elementos de vida que brotan espontáneos
de su seno sin que los esfuerzos del hombre hagan todavía necesarias esas otras
fuerzas ficticias que coadyuvan a su conocida eficacia: por fortuna también los
medios de subsistencia no explotados aún en la inmensa latitud que al trabajo
presentan, dejan espacio bastante a que no se paralicen los brazos, a que la
demanda del trabajo no se desoiga, a que no nos aturdan los vehementes clamores
que se levantan pidiendo pan, en retribución siquiera de los afanes que cubren
de sudor la frente del jornalero, y que postran sus miembros, no fatigados de
cansancio, sino desfallecidos por la inacción, aniquilados por el hambre. Esos
mismos elementos deben hacernos cautos y previsores, y darnos prudentes y
fecundos avisos para que en nuestro seno mismo no nazca y se abrigue y con el
tiempo se fomente y crezca la plaga pordioseros voluntarios, padrón que
eleva a un guarismo considerable el que arrojan de sí las tablas de la
vagancia.
Decíamos, pues, que el Departamento de la Casa
de Beneficencia no satisface hoy, como no satisfizo en su creación las
necesidades que nos rodeaban. Esta es la verdad. El pobre vergonzante, ya lo
sea por necesidad, ya por hábito, ya porque odia el trabajo, no vive aislado;
tiene una familia mas o menos numerosa, tiene en ella afecciones que consagrarle,
y en las limosnas que recoge, alimentos que compartir con ella y en los cuales
se goza por la facilidad con que los consigue. La clausura de la institución le
priva de todos estos placeres que lo son para él: le aparta de esas personas a
quienes ve y trata diariamente, le sujeta a los reglamentos, disposiciones o
costumbre que le hacen trabajar; le sacan de esa atmósfera de ocio y de brutal
pereza donde siempre respira y goza, y procura por lo mismo eludir la vigilancia
que se ejerce, sustraerse a la medida que se adopte, y no entrar jamás en un
asilo que no le brinda, en su depravada costumbre, lo que busca y tiene,
azotando calles, tocando puertas, invadiendo las naves del templo, importunando
siempre y en todas partes al transeúnte para demandarle socorros que luego
distribuye en el silencio de su hogar. Por esto pues, la institución es y fue
ineficaz y deficiente.
En el próximo
pasado mes de Abril por disposición del Gobierno político de esta Capital, se
procedió a recoger los mendigos de ambos sexos para conducirlos a la Casa de
Beneficencia, y estamos informados, que la plaga que nos asaltaba por todas
partes, y a todas horas, quedó reducida a 16 hombres y 5 mujeres; los demás
tenían todos medios de vivir, no necesitaban de la limosna, no
eran mendigos, y por consiguiente no se les llevó al lugar
correspondiente. Este hecho reciente comprueba la solidez de nuestras reflexiones.
Laudable y útil fue la medida; repítase con más frecuencia, y ella producirá en
parte el resultado que apetecemos.
Pasaron también los primeros días de la
creación del Departamento y con ellos el calor, el entusiasmo que en los felices
momentos de su iniciación tienen todas las cosas. El silencio y la apatía
fueron compañeros de la institución, y allí donde mismo nació tuvo su sepulcro.
Son muy pocos, hablamos de la generalidad, los que saben que entre nosotros
existe ese Departamento de Desamparados, y cuando penetramos en la Casa, cuando
vemos tal cual hombre, anciano, y desvalido, y recordamos los que diariamente
nos asaltan con sus clamores y plegarias, vemos allí una repugnante
contradicción con los hechos, y mudamente parodiado un pensamiento tan feliz
como fecundo, si a él se consagrara la previsora atención que en sí demanda.
La mendicidad
cuando no es efecto de enfermedades y desgracias, tiene mil medios de engaño y
usurpación. Vienen muy pronto la malignidad y la astucia a prestarle eficaz
apoyo, y se fingen dolencias, se suponen quebrantos, se lloran infortunios, se
cubre el cuerpo de úlceras que no se curan para perpetuar el socorro e
interesar la piedad, y se conserva el aspecto andrajoso y sucio para que nunca
se retire la mano que prodiga la limosna. En esos jirones que casi dejan en
desnudez al mendigo tiene este un censo, que le asegura por lo menos la
subsistencia, cuando no le deje también lugar para ir acumulando. Nuestros
lectores saben, como nosotros, de algunos pordioseros que recorrían nuestras
calles, que han dejado algún capital adquirido a tan fácil costa, y de otros
que sin dejarlo, dan a premio lo mismo que diariamente recogen de las
limosnas que reúnen. No citaremos ejemplos, que algunos y muy recientes
pudiéramos citar, porque evitamos siempre las individualidades, y al bien común
consagramos estos renglones.
Entre esos medios que la sagacidad inspira alentada
por el favor perenne que se alcanza, nuestros lectores recordarán la multitud
de niños que no hace mucho entraban en billares y cafés, se introducían en
nuestras casas, y con un papel mugriento que no sabían ellos leer, con una
relación de infortunios que en la memoria retenían para repetirla en todas
partes, se pasaban todas las horas del día implorando la caridad del
vecindario. Nuestros lectores saben que estas tiernas criaturas, verdaderos
ángeles en la tierra, eran instrumento de la codicia de sus padres, que
impíamente los arrojaban a las calles para pedir limosna, imponiéndoles en algún
caso, hasta la cantidad que debían traerle bajo castigos y golpes que con
cinismo y crueldad les infringían si no llenaban la medida que su vergonzosa
ambición les señalaba.
Hoy no es tan crecido ese número, pero tampoco
ha desaparecido del todo: hoy es otro también el medio, y vemos niños pequeños,
andrajosos, mugrientos, con billetes de la Real lotería en la mano, proponiéndolos
en plazas, teatros y cafés; apostados a ciertas distancias las personas que los
mandan; recibir de sus manos el precio obtenido, darles otro y otro billete
para revenderlo, y ocuparse de esto todo el día sin ningún género de trabajo.
¿Qué porvenir pueden tener estos niños desgraciados, qué moralidad, qué ejemplos
que imitar? Viene un día, y otro y educados en esa vagancia, enseñados a
importunar a cuantos miran o encuentran, se apagaran en su alma los bellos
instintos del bien, y presa segura de la vagancia verán con odio el trabajo, y
con amargo desdén a los que en otra posición no les auxilian, como si solo por
tenerla, han de alargar su mano, y abrirles su bolsa sin una urgencia que
reparar, ni una desgracia que socorrer.
Todavía no quedan limitados a ese medio los
arbitrios que la sagacidad y la maldad apuran. Doloroso es expresarlo, pero
hablamos solo la verdad y la verdad debe resplandecer en las observaciones del
escritor. Sabido es que hay personas que inquieren y buscan madres pobres y
desvalidas, aunque esta pobreza no sea la indigencia, y a esas madres les piden
y alquilan uno de sus hijos, si está enfermo o impedido con más ahínco,
por la más fundada esperanza de buen éxito; salen con ellos a pedir limosna,
y de lo mismo que recogen dan luego una pequeña retribución a la que así se
prestó a tan vergonzosa y reprensible especulación. Comprendemos a cuanto puede
compeler la pobreza aunque no sea suma, pero tampoco se nos oculta a cuánto
precipita la ignorancia de esas madres, a cuánto pueden arrastrarlas la
inmoralidad y la corrupción, y de cuántos engaños también no serán víctimas de
los mismos que van a ocuparlas para un tráfico tan repugnante y escandaloso.
Si los hombres
todos estuvieran animados de los principios luminosos del Evangelio, nada más
consolador, más santo ni humanitario que la máxima haz bien, y no mires a
quien; empero como en medio de las tristes necesidades que nos rodean, de
los dolores que agobian a la humanidad, del infortunio que la aqueja, la maldad
no duerme, el crimen acecha, la astucia y la sagacidad apuran sus recursos, y
la usurpación se entroniza contra el verdaderamente afligido y menesteroso;
esmero y muy prolijo es indispensable tener para que la limosna no sea un
aliciente del vicio, y lejos de socorrer congojas y aflicciones, fomente y crea
otras más trascendentales que las mismas que de aliviar se tratan.
Algunos hombres ilustrados llevados de ideas
deslumbradoras, se dejaron sojuzgar por las vagas declamaciones de ciegos
utopistas, que por todas partes miran perfecciones y armonías, y levantaron
también el grito, acaso de buena fe, contra los institutos de beneficencia sin
advertir que las bases de su organización, o los defectos y errores de sus
reglamentos no eran razón paja abolirlos y condenarlos, y cuando parecían
agotados los argumentos con que los atacaban, dijeron con amargo énfasis,
"todo se reglamenta, todo se sujeta a tarifa, hasta las inspiraciones de
la Caridad están sujetas á esas trabas ominosas." Esto que no pasa tampoco
de una declamación peligrosa, por cuanto a primera vista seduce, no resiste el
análisis, y la razón severa y justa marca el error, la visible falta de
fundamento con que se pronuncia.
La Caridad como
uno de los más bellos sentimientos del corazón, como una de las virtudes que
mas enaltecen al hombre, jamás puede extinguirse ni alterarse. Todas las
instituciones sociales, cuantos reglamentos se imaginen y adopten, no serán
bastantes para amortiguarlo; porque allí donde haya una desgracia que socorrer,
una lágrima que enjugar, una angustia que aliviar, allí por más recóndito y
oculto que esté, por oscuras y densas que sean las tinieblas que la cubra, allí
resplandecerá viva y pura la llama santa de la Caridad. Hija del cielo,
el cielo la inspira y la lleva hasta derramar en el necesitado los dones de que
carece.
Cuando el esclarecido pensador de Ginebra pedía
que no se extinguieran los mendigos, porque su vista contribuiría a mantener
viva la Caridad, no advertía sin duda que la constancia de los objetos embota
la sensibilidad; que llega a tal grado la fuerza del hábito, que ni impresiones
hace a nuestros sentidos; que el eterno clamor de los pordioseros apostados en
las puertas de la ciudad y de las iglesias, no conmueve a las personas que por
allí transitan, y que raro, muy raro es el que en el tumulto de la sociedad, en
las ideas que en esos momentos le ocupan, se detiene para extender la mano y
dejar caer una limosna. No se le ocurrió tampoco que el pensamiento, así como
ciertos frutos, tiene también su época, y que más tarde habían de nacer esos
asilos de piedad y de refugio, en que recogiéndose a los necesitados se
purgarán las ciudades populosas de la multitud de mendigos que las infestaban.
La ciencia de
la administración moderna, por más que en contrario se diga, reveló al
hombre de estado los medios de plantificar esas instituciones: de
reglamentarlas, de hacer que la Beneficencia fuera un ramo de peculiar
atención de los Gobiernos; que estos reconocieran el deber indeclinable de
socorrer al pobre sin detrimento del que no lo es; de alejarla usurpación y el
fraude, y de no dar pan, sino a aquellos que por sí mismos no pueden
proporcionárselo, que es lo que realmente constituye la pobreza. Por
esto figuran en los presupuestos públicos sumas considerables de pesos
destinados a ese objeto, y quedó sanada la sociedad si no en todo, en su mayor
parte de esa llaga que la devoraba.
Un artículo del
Bando de Gobernación y Policía (el 86) "prohíbe pedir limosna por
las calles y puertas de las casas, y autoriza a los vecinos para detener y presentar
al comisario del barrio o a la autoridad más inmediata, al pobre que lo
verifique a fin de que sea conducido a la Real Casa de Beneficencia. La inobservancia
de esta disposición es notoria, y no puede menos de serlo, porque incumbe a la acción
pública y no a la privada, o de los vecinos, un particular
sujeto a tantos inconvenientes como de suyo tendría, esa medida.
Fundado en estos antecedentes, y con la luz
preciosa de la experiencia, dice un escritor contemporáneo, "la Caridad
es una virtud privada, individual, a veces secreta; la Beneficencia forma
parte de la administración pública: aquella distribuye la limosna en nombre de
Dios: esta socorre por cuenta del Estado: aquella da esta paga. La
Caridad ampara al mendigo, la Beneficencia previene la
mendicidad."
La mendicidad
pues, no se evita con disposiciones represivas mientras no haya un asilo en que
recoger a los indigentes, y que estos alcancen en él el auxilio que pordiosean
vagando por las calles; porque sabido es que en el hecho mismo de prohibirse la
demanda de limosna, está también el deber de socorrer a los verdaderos
necesitados; y pues existe un Departamento de pobres desamparados en la Casa de
Beneficencia, fácil es adoptar medios de sacarlo de su esterilidad y de hacerlo
útil para que corresponda a los fines con que se estableció.
Formados como frecuentemente se forman los
padrones de los diversos barrios de la capital y extramuros, constantes en los
asientos de la Policía, el nombre y apellido, número de la casa, ocupación y
demás circunstancias de las personas que habitan en aquellos, el conocimiento
de los menesterosos o mendigos se tiene en la mano, en el instante mismo que se
consulten esos asientos, esos registros que constan en los libros respectivos.
Y para que ese trabajo se simplifique y abrevie, inquiérase el número de
pordioseros que hay en cada distrito; véanse los que a las puertas de
los templos concurren, los que van a las plazas de mercado, a los alrededores
de teatros, fondas, cafés y billares; los que se apostan en las puertas de la
ciudad: fórmese una estadística especial, averígüese el domicilio de cada uno.
El que verdaderamente sea indigente, condúzcase al Departamento de pobres; el
que no lo fuere, oblíguesele a tomar una ocupación, destínesele al trabajo,
fíjesele un término prudente y razonable para que se lo proporcione, y vencido,
escritúresele en la Sección de Artes con un maestro, o en un taller, o júzguesele
como vago, si no fuese dócil al mandato.
De este modo,
desaparecerán de nuestras calles, se verán libres de esa plaga vergonzosa que a
todas horas las atraviesan, no importunarán con fingidos clamores, ni afectadas
dolencias al transeúnte, tampoco arrebatarán al necesitado esas dádivas que le
usurpan; ni a la sombra de una piedad mal entendida y que procuran conmover con
el aspecto de la miseria que desmoralizados afectan y profanan, se fomentará el
cáncer devorador de la vagancia, ganarán en su rectitud las costumbres, no
estarán expuesta ni la niñez, ni la pobreza de sus padres al peligro de un
tráfico torpe como el que hemos referido, y el hombre benéfico no tenderá una
mano vacilante, en la duda de socorrer o no la desgracia, sino que conociéndola
podrá enjugar en los impulsos de su corazón sin temor de equivocarse, las
tristes lágrimas del infortunio.
(*) Este
Departamento no ha tenido nunca un local propio. Los hombres indigentes que en
él ingresan se destinan a la limpieza y entretenimiento ligero de la casa: las
mujeres al servicio de las dementes. Aquellos han solido llegar alguna vez a
80, estas a 6. Es voluntaria la entrada y cesa la permanencia cuando el mismo
mendigo lo cree conveniente. Por falta de local no se admiten más mujeres, sin
embargo de aquel corto número. Tampoco existe reglamento de ninguna clase.
Revista de La Habana, vol.1, 1856, pp. 291-300.
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