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domingo, 15 de septiembre de 2013

La Plaza del Vapor





  Andrés Stanislas Romay

 Si hay algún lugar en la Habana digno de llamar la atención del hombre pensador es la Plaza del Vapor, esa pequeña población encerrada dentro de otra, como ciertas bolas de marfil chinescas; ese mundo en pequeño con sus esplendores y sus miserias, con su vida activa y su vida silenciosa, con todas las faces, en fin, con que el mundo real se presenta a los ojos del filósofo. Una hora de observación bajo los dilatados portales de la Plaza del Vapor equivale a un año de estudio en los libros que os presentan la anatomía del corazón humano: en estos aprendéis la teoría, allí aprendéis la práctica. Quizás creerán muchos que hay algo de exageración en el modo que tengo de considerar la Plaza del Vapor, comparándola a un mundo en pequeño: esto nace de que no todo el que mira observa, y de que no todos observan las cosas bajo un mismo aspecto. Voy a presentar pues la historia de un día en la Plaza del Vapor, en ese edificio de que puede enorgullecerse la Habana, si no por su aspecto arquitectónico, al menos por su extensión o importancia; pero que no nos llama la atención porque no existe allende los mares: esa historia no será más que el resultado de algunas observaciones.
 ¿Queréis tener una leve idea del infierno, una viva representación de esas escenas fantásticas, nocturnas, en que los héroes son sombras o asesinos, en que sus rugidos acallan los débiles gemidos de sus víctimas, en que oís ruidos extraños cuyo origen ignoráis pero que os hacen estremecer el corazón? Id pues a la Plaza del Vapor a las doce de la noche, y el cuadro que su interior presenta os sobrecogerá. A favor de algunas teas que lanzan sus rojos resplandores sobre un corto espacio de la plaza divisaréis bultos informes, aceros que brillan, hombres dormidos sobre el producto del sudor de su frente, y hombres despiertos que piensan en la ganancia que han de obtener de los suyos. Palabras rudas, monosílabos, cortos monólogos, ecos que ruedan por bajo las arcadas como las últimas vibraciones de una campana, imprecaciones, nada falta para completar el cuadro nocturno que no hubieran desdeñado el pincel de Hogarth ni las plumas de Cervantes al escribir el Quijote, y de Quevedo al idear sus sueños. Y sin embargo esos fantasmas no son más que los placeros que al resplandor de sus hachas preparan el diario festín de la población, que a esas horas está sumergida en brazos del sueño, si ya no es que una parte de ella riega el miserable lecho con lágrimas de desesperación, pensando en el difícil medio de tomar parte en ese festín.
  La llegada del día transforma el cuadro completamente. A medida que la luz penetra en el sombrío recinto vuestros oíos se van fijando sobre los preciosos dones de la tierra que esmaltan el suelo de la plaza: los fantasmas desaparecen para dar lugar a los seres de nuestra especie que cual centinelas vigilan esos dones; las casillas se abren, las plantas que adornan los balcones interiores de la plaza saludan al sol naciente, y el recinto del mercado se ve invadido por una inmensa concurrencia de personas de todas clases. Entonces tienen lugar infinidad de escenas que el ojo más atento no puede abarcarlas a la vez. Entonces se descubren ciertos tipos sociales que aparecen como nuevos, bien que existan desde tiempo inmemorial. ¿Veis aquella persona que se pasea entre la multitud, silenciosa, y en cuyo impasible rostro no encontráis la menor expresión de sus pensamientos? Al notar que nada hace le tomaréis por un amateur de los productos de la naturaleza que viene a contemplarlos, o por un observador de la sociedad: pero si atisbaseis hasta sus menores movimientos, si lo vieseis alguna vez acercarse a tal o cual persona, percibir de ella alguna cosa con rapidez, sonreír entonces y volver inmediatamente a su acostumbrada gravedad, ¿dejaríais de decir que ese era una de las sanguijuelas, uno de los vampiros de la sociedad, un usurero, en fin? El es, sí: sus meditaciones tienen por objeto la gabela que diariamente recoge, no los dones de la naturaleza. Ese hombre es el fantasma de aquellos que acosados de la suerte, o solo para buscar su vida honradamente, han acudido a sus puertas como el cristiano a las de la salvación. Los primeros rayos del sol al penetrar en el interior de la plaza hieren a ese hombre, eterna pesadilla de otros muchos; a ese hombre cuya presencia hace nacer en ellos la triste idea de una prisión cuando no puedan satisfacer su compromiso. ¡A cuántos de esos infelices, al retornar a sus lejanos y míseros hogares, la fija idea de ese eterno e implacable acreedor, desaloja de su mente los pensamientos del esposo, del padre! Pero apartad la vista de esa plaga de la humanidad, plaga indispensable que solo dejaría de aparecer en las sociedades utópicas, y contemplad estos otros dos tipos que la casualidad ha reunido en un mismo punto.
 El uno, mal vestido, es un artesano: el otro, un poco más pulcro en sus adornos, es un millonario: y sin embargo notad la diferencia de las compras de ambos. El primero compra sin regatear lo mejor que sus ojos aconsejados por su gusto divisan. El fruto de su trabajo de una semana, adquirido según la maldición de Dios, lo dedica ese día a regalo suyo y de sus hijos, que ajenos aun del destino a que su mísera suerte les condena, satisfacen con infantil alegría tan frecuente necesidad. El otro, avaro hasta de su misma sombra, regatea, discute y hasta sufre las invectivas y rudas contestaciones del vendedor para ahorrar hasta una moneda imaginaria e insignificante, con perjuicio de su familia, llegando su miseria hasta el extremo de comprar lo más malo por ser lo más barato. El primero confiado en su robustez cree que jamás le faltará lo necesario para sí y su familia y desprecia el oro: el segundo, a pesar de sus amontonados tesoros teme que un día se vea obligado a mendigar y se roba a sí mismo los menores gustos. ¡Ay, quizás la muerte los sorprenda en medio de una carrera y entonces el uno en su lecho de tablas, rodeado de sus infelices hijos, pesará en el fondo de su conciencia la suerte que les espera, mientras el otro, estremeciendo en su agonía las colgaduras de su cama, verá a sus hijos que se arrojan sobre su tesoro como tigres hambrientos sobre una víctima, y lamentará aunque tarde el error en que ha vivido.
 No muy lejos de esos dos tipos se ven otros dos diametralmente opuestos: la riqueza y la mendicidad. Aquella abundancia por abundancia, al paso que la segunda se consuela con la idea de que acaso las sombras de aquella abundancia, al caer de la tarde, vendrán a satisfacer su necesidad.



 Mientras tanto la animación reina en el recinto interior de la plaza, que como por encanto veis transformada en una especie de feria. Si no queréis ser filósofo, la diversidad de las fisonomías, de los trajes, de las conversaciones, os servirá de distracción, o bien contemplaréis con satisfacción la dorada pina, los purpúreos mangos, el aterciopelado caimito y otros mil ricos reductos de los feraces campos tropicales. Pero he aquí que esa agitación va amortiguándose gradualmente, la concurrencia desaparece y con ella los frutos y la plaza queda casi desierta. ¿Creéis que entonces se halle aquel edificio destituido totalmente de interés? No, por cierto: entonces se transforma en templo del amor, de ese sutil espíritu que penetra do quiera que el hombre estampa su huella y que no se desdeña de visitar el más oscuro albergue al mismo tiempo que el más majestuoso palacio.
 Cuando el interior de la plaza queda como reposando de la lucha mercantil que ha sufrido, veréis deslizarse bajo las arcadas diversas personas del sexo fuerte y apostarse en ciertos sitios como si fueran los genios encargados del silencio. Una infinidad de tenues silbidos agitan el aire en todas direcciones y poco después volvéis a oír esos silbidos que salen del piso superior de la plaza, como si allí hubiera ecos que repitieran los primeros. Esos silbidos son una de las mil invenciones de los súbditos del dios vendado, especies de telégrafos eléctricos de corazón a corazón. Apenas se han cambiado por este medio los correspondientes avisos veréis aparecerse en los balcones interiores del edificio algunos rostros femeninos, juveniles, risueños, y entablar entre señas dedites y palabras a sotto voce un amoroso coloquio.
 Entre tanto, en tal cual rincón de la plaza otros individuos, cuya condición se revela a primera vista, nuevos Diógenes que vivirían dentro de un barril si no hubiera bancos en los mas cafés, y que pertenecen a una clase que por más abyecta que lo sea tiene la honra de haber contado en sus filas a Noé y a Alejandro Magno; otros individuos, repito, buscan silenciosamente el dulce sueño a que los conduce su estado y que allí disfrutan con una felicidad envidiable para muchos. Pero esos hombres se han dormido, los amantes de ambos sexos se han retirado: son las doce y excepto el monótono ruido del agua de las fuentes, nada os interesa ya en el interior de la plaza. Salgamos fuera.
 Los puestos de fruta, los baratillos, las tiendas de ropa, las peleterías y mil otros establecimientos adornan el exterior del edificio, de un modo vistoso, dando a cada uno de sus lados un carácter particular. El lado más animado entonces es aquel en que se hallan los puestos de fruta, los cuales se ven invadidos por una turba homogénea que, a virtud de su dinero, compra el derecho de causar la caída de un prójimo con las cáscaras que arroja en el tránsito. Mientras tanto y con algunas excepciones los dependientes de las tiendas de ropas y de los baratillos descansan o inventan nuevos modos de atraer parroquianos, nuevas flores con que regalar los oídos de sus favorecedoras antes de decirles el precio de un género, cuando aquellas invaden los establecimientos al caer de la noche. Por lo demás nada notable ofrece la plaza durante las horas que median hasta el fin del día artificial. Pero tan pronto como la noche despliega su manto volved a ese sitio, donde hallaréis entonces la animación y la luz en el exterior, el silencio y la lobreguez en lo interior.



 El bello sexo se posesiona entonces del tránsito y llena los establecimientos, y, como es natural, arrastra tras sí al sexo fuerte en no escaso número. Entonces podréis ver mil cosas curiosas: entonces, ¡ay! podréis hacer también mil tristes observaciones. Seguid por ejemplo a esa joven, cuyo vestido, no revela miseria pero sí necesidad, que marcha con paso fugitivo como una gacela que huye del cazador: ¿no adivináis porqué así anda y cuáles son sus pensamientos? Es virtuosa pero pobre: tiene a su madre enferma y la salud de su madre y la subsistencia de ambas dependen del trabajo de sus manos, escasamente recompensado. Camina con fugitivo paso porque es virtuosa y teme las seducciones. Sus pensamientos son tristes, sí, porque el fruto de su trabajo, adquirido de sol a sol, va a depositarlo en un minuto en uno de esos establecimientos, recibiendo en cambio un objeto que le es indispensable para presentarse en los talleres, pero del cual se privaría voluntariamente para atender a otras necesidades. Sin embargo, apenas entra en una tienda, apenas sus miradas se pasean por sobre todos esos artículos que su pobreza no le permite usar como a tantas otras, su corazón sufre horriblemente y no pocas veces una fría lágrima se congela sobre sus mejillas. ¡Pobre! esos artículos que fascinan la vista son para ella ilusiones irrealizables, pero que no obstante destruyen la tranquilidad de su alma. Esa joven es el emblema de la virtud.
 Volved ahora la vista hacia ese grupo, si os llama la atención todo lo que brilla, y notaréis un contraste que no podrá menos de chocaros. Una señoraza, elegantemente vestida, profusamente cubierta de alhajas, y dos jóvenes, sus hijas, no menos ataviadas, forman lo que podremos llamar primer término: hermoso cuadro, exclamaréis; la belleza y el lujo confunden las edades de la madre y de las hijas: son las tres gracias. Pero mirad el último término del cuadro. Compónenlo cuatro o cinco chiquillos, miembros también de esa familia, y cuyos vestidos son el reverso de los de aquellas: ¿por qué esa diferencia? No es inexplicable por cierto: esa señora ama las exterioridades y desconoce ciertos deberes de madre: acaso cuando esos chiquillos le piden pan ella y sus hijas vacían el reducido bolsillo en cambio de un superfluo adorno, y lejos de pensar en el mañana solo piensan en los focos del baile a que han de concurrir hoy, donde mientras los hombres adulan su vanidad con seductoras palabras, sus hijos, encerrados, no tienen ni aun un juguete que romper. Si queréis conocer el resto de este cuadro seguid esa familia hasta su mansión. Pero no, mil veces mejor es echar un velo sobre algunas de las faces de la sociedad.
 La música y el canto tienen también su asiento á estas horas en uno de los lados de la plaza: los cantos populares al son de la guitarra y hasta los grotescos bailes provinciales son las diversiones de una parte de los habitantes del edificio. He aquí una prueba de la inexplicable influencia de la música sobre los seres animados: esos hombres se ocupan en rudos trabajos todo el día y cuando parece que sus abatidas fuerzas debieran conducirlo al reposo, ellos las recobran animados por la música.
 Frecuentemente nos consideramos en el mundo como individuos de una gran familia pero esto es una mera teoría. ¿Vertéis una lágrima de sentimiento por la muerte de un desconocido, que acaso habita bajo un mismo techo? ¿La agonía de un hombre ignorado acaso hace callar las armonías de las orquestas que saludan el nacimiento del hijo del poderoso? No. Ahora bien, considerando la Plaza del Vapor como un pequeño mundo, inútil es decir que en ella tienen lugar iguales escenas. Muchas más pudiera trazar mi pluma si no temiera salir de los limites que me he impuesto e infinitas las que otro ojo mas observador puede contemplar: mas como solo he querido presentar aquí algunas reflexiones de un día, acaso no el más a propósito para formarse una idea exacta de aquel pequeño mundo, doy fin a este artículo, bien que dudando si a mis imágenes habré podido darles el colorido de la verdad.


 Revista de la Habana, 1854, Volúmenes 2-3, pp. 28-31.


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