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martes, 20 de agosto de 2013

Exiliado de sí mismo




 Severo Sarduy


 Desde la calle, sobre todo cuando el tiempo es claro, el interior del Flora puede verse muy bien gracias a su veranda azulada, esa vitrina donde se exponen, como supuestos objetos de arte, los trajes que se llevarán mañana arborados por los cuerpos de ayer.

 El Deux Magots es mucho menos transparente. La puerta es giratoria, y eso lo cambia todo. Uno nunca sabe, una vez franqueado ese giro, adónde va a salir. Esa puerta es, en el sentido astronómico del término, la revolución del exilio. Y a veces hasta el exilio de la revolución. Desembocamos abruptamente en algún café de Buenos Aires, el rumor de fondo es el de las voces amigas de ayer, la de Cortázar, tantas veces allí encontrado, una imagen efímera y fulgurante de Dalí, siempre algún rodaje de cine: estamos a la vez en el Rex y en el Deux Magots; Virgilio Piñera, ondulando entre las mesas de billar, con un traje azul algo pasado, traduce el Ferdydurke de Gombrowicz; nos asalta una risa, la tos particular de alguien, una frase escuchada en los dos cafés a la vez, el ruido de la lluvia.

 Entrar, pues, a ese exilio -los escritores no se han exilado, desde principios de siglo, ni a Francia ni a París, sino a un barrio de París, el Barrio Latino, y a dos o tres de sus cafés- es, de cierto modo, anularlo.

 Exilarse en ese barrio es como pertenecer a un clan, integrarse a un blasón, quedar marcado por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio. Las generaciones de escritores y poetas suramericanos se han ido sucediendo, esa estancia inaugurada quizá, para no caer en referencias decimonónicas o arcaicas, por el ajenjo de Rubén Darío y su brillo verde irrigando, como una sangre venenosa, sus versos metálicos, bruñidos por el Olimpo de Montparnasse, aunque las musas y el lugar configuren una tautología.

 Darío abría también otro linaje: el de los embajadores, el de las delegaciones culturales. Nuestro exilio, hay que confesarlo, ha sido raramente quejumbroso o paupérrimo; con frecuencia, protocolar o encorbatado. La lista de agregados culturales o de embajadores coincide casi con la de las candidaturas -a veces logradas- al Nobel: es cierto que el último laureado pagó por todos los otros. García Márquez no había llegado a París en ninguna misión oficial ni ostentando las credenciales de ninguna diplomacia; su estancia, como es hoy de sobra conocido, no fue la de un aventurero de la gastronomía ni la de un caprichoso de la alta costura masculina.

 Llegar, pues -me sucedió hace 30 años y sin que ninguna institución ni país me expulsara o me rechazara-, a este exilio, voluntario o no, es al mismo tiempo abrazar una orden, integrarse: aceptar también, y eso es lo más duro, como la delegación de una continuidad, no puedes ser indigno de los de antes, tienes que escribir como ellos o mejor, tienes que darle a esta lejanía -la de tu tierra natal- consistencia, textura; tienes que hacer un sentido con esta falta. Ahora, parece decirte el exilio llegada la cincuentena, te toca a ti.

 Entre los artistas, las categorías del exilio son tan específicas como sus propios estilos. Ninguna se parece a otra. Hay exilados propiamente dichos, exiliados –está la i de rigurosa estirpe académica, añade al exilio una connotación de aristocracia o de rigor-, emigrados, refugiados, apátridas, cosmopolitas encarnizados, etcétera. En cuanto a mí, sólo me considero un quedado, o si se quiere -procedo de una isla-, un aislado. Me quede así de un día para otro. Quizá vuelva mañana...

 El verdadero salto, la privación de la tierra natal, no son físicos, aunque nos falte el rumor del Caribe, el olor dulzón de la guayaba, la sombra morada de la jacarandá, el manchón rojizo, sombreando la siesta, de un flamboyán, y sobre todo la voz de Celia Cruz, las voces familiares de la infancia y de la fiesta. Aunque nos falte la luz. El verdadero salto es lingüístico: dejar el idioma -a veces él nos va dejando- y adoptar el francés.

 Muchos de los grandes escritores actuales, y de mis amigos, han dado ese salto, que es para mí el ejemplo mismo de la voluntad y del coraje: Semprún, Bianciotti, Arrabal, Manet; otros, al contrario, se han ido hundiendo cada vez más en el pasado del idioma, en lo arábigo-andaluz del español, en la fuente misma del habla, como si quisieran con ese hundimiento, con ese regreso al origen, compensar la lejanía física. La obra de Goytisolo es el emblema mismo de esa exploración del pasado fundador, del origen, que es al mismo tiempo una germinación del presente, un enriquecimiento del castellano con el aporte, precisamente, de su punto ciego, de eso que, de su origen, nunca ha querido ver.

 Y, después de todo, el exilio geográfico, físico, ¿no será un espejismo? El verdadero exilio ¿no será algo que está en nosotros desde siempre, desde la infancia, como una parte de nuestro ser que permanece oscura y de la que nos alejamos progresivamente, algo que en nosotros mismos es esa tierra que hay que dejar? Todo el mundo cita el caso de un exilio in situ: José Lezama Lima, por así decirlo, mientras barajaba en su obra las referencias más universales y vastas y en sus párrafos se desplazaba con la mayor comodidad desde el Extremo Oriente hasta París y desde Notre Dame hasta la isla de Pascua, no sólo no abandonaba la isla de Cuba, sino que ni siquiera salía de La Habana, de su barrio, de su casa; viajador fijo, viajero inmóvil cosido a su sillón de cuero, a los estrujados folios de Paradiso, que iba cubriendo una escritura nómada, huyendo de Oriente a Occidente y a lo largo de los siglos, en diagonal.

 Como el universo, el exilio está en expansión. La realidad política, por una parte, y la “desertificación” anímica, por otra, hacen que cada día haya más exilados. Somos tantos que ya ni siquiera nos reconocemos: no hay ya consignas ni palabras de pase; ninguna mirada precisa delata al que ha abandonado su país natal. Sólo las antologías, redactadas por celosos guardianes del patrimonio literario nacional, dan cuenta insoslayable de esta partida. O no dan ninguna. Recientemente me llamó un amigo para comunicarme la infausta noticia de que yo "no existía", al menos en los anales recientes de la literatura nacional. Ese olvido prepóstumo no me asombró. El exilio es también eso: borrar la marca del origen, pasar a lo oscuro donde se vio la luz.

 ¿Cómo termina, y cuándo, el exilio? Quizá el último de los espejismos consista en creer que termina con un regreso a la tierra natal. Y es que nada recupera al hombre de algunas palabras escuchadas, y nada redime a quien las dijo. Exilado de mí mismo, ausente de una parte de mi propia escucha, de algunos sonidos, de una frase. Sólo el silencio puede responder a esa mano levantada, agitándose, alejándose en el puerto, ya perdida, diciendo “Adiós”.


 El País, 4 de abril de 1992.  


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