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viernes, 30 de agosto de 2013

El hombre incombustible





 El Indicador del Orinoco da noticia de existir Manuel Caraballo, oriundo del departamento de Orinoco con la cualidad extraordinaria de incombustible, debida a un secreto que le comunicó un africano.

  Caraballo anda a pie desnudo en una hoguera, se sienta en medio de ella, se acuesta y revuelca detenidamente, se baña con puñados de brasas y las presenta en sus manos a los concurrentes.

 Todo esto lo hace vestido con camisa y pantalón de listado sin que se quemen. Estas operaciones las han presenciado, entre otros, el comandante General B. J. Bermúdez y los redactores del periódico, y ordinariamente las ejecuta en la parroquia de Tunapuy, pues solo una vez las hizo en otra parte.

 Reúne el tal incombustible la particularidad de comunicar a otros esta cualidad, pues tomando a algún espectador lo revuelca en la hoguera, y no recibe lesión alguna ni en su cuerpo, ni en el vestido. 


 Gaceta de Colombia, vol. 2, 1824, p. 26.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Diario de la peste







  Severo Sarduy



  V

  28.I.91

 Reinaldo Arenas: tres rebeliones, En Cuba, muy joven, contra la familia, contra la pobreza y la insoportable mediocridad del campo -recuerdo la melancolía, la tristeza de los atardeceres, como si una muerte se avecinara-; luego, rebelión habanera, contra lo arbitrario de la revolución, la persecución de los homosexuales, la confiscación de los derechos de autor, el caos organizado. Finalmente, en el exilio, concluye su vida revelándose contra la voluntad de Dios, y contra el sida.
 Fue su última libertad. Escoger su muerte. No dejarla en manos de nada. Ni de ese Nadie que la decidió.


  VIII

  1X.11.91

 Pleuresía, en francés, contiene llanto -pleure-; así, de ese llanto imprevisible, que se prolongó por un mes, ahora me quedan sollozos. Me asaltan, mientras duermo, los sollozos de alguien que ha llorado mucho, sin que logre traducir a nadie esta sensación en francés: la palabra, o la noción, no tienen equivalente preciso en ese idioma.
 Pero quizás hay más en la pleuresía: el traumatismo de mi nacimiento, mi deseo, que voy descubriendo lentamente mientras la vida avanza, de no nacer, de no afrontar el aire.
 Nací ahogado. En el estado intrauterino las paredes de la pleura se tocan, están cerradas; el aire del nacimiento las abre. En las secuelas, que padezco, de la enfermedad, está escrita mi pulsión de regreso al estado prenatal, el único feliz, que no sé por qué identifico con el estado póstumo, como si yo tuviera que terminar como empecé: en el ahogo.
 Nacer ahogado. Morir ahogado. Toda muerte, como quiera que se presente ¿no será una forma disfrazada de ahogo?
 Equivalencia de lo prenatal y de lo póstumo. Obsesión de Cocuyo, personaje de mi última novela. La vida se presenta pues como un entreacto, una vigilia entre dos ausencias infinitas. Brusco chispazo del ser.
 La presencia, el estado despierto de la vida ¿implicará un telos, un propósito consciente o no?
 Para algo me salvé de la pleuresía. Sentí, una noche, que un orisha particular, Oyá, responsable de la entrada al cementerio -y que se identifica en el sincretismo católico con Santa Teresa de Ávila-, me rechazaba, o me señalaba con brusquedad que aún no había llegado el momento. Al otro día, inexplicablemente, me desperté sin fiebre.
 Para algo me salvé; es seguro. Pero no he llegado a saber para qué.


 IX

 18.II..91

 Ayer murió mi padre en La Habana. Terminaba de escribir el párrafo precedente cuando llamó mi hermana para dar la noticia. Ya sabía que algo pasaba. Por la mañana había visto una sombra, algo incorpóreo que pasaba, como siempre me ocurre cuando alguien a mi alrededor va a fallecer. Estaba preparado.
 “No sufrió” -me dice mi madre cuando me atrevo a llamar por teléfono para asumir el nombre, el papel de hombre de la familia que la genética ahora me asigna. Murió con la cara entre mis manos. Mi hermana piensa que se dio cuenta de que todos estaban a su alrededor, ocupándose de él, queriéndolo.
 Me reconforta la fidelidad de algunos hombres: todos los escritores cubanos, mis amigos de siempre, fueron al entierro.



 Diario de la peste (fragmentos); tomado de Vuelta, enero de 1994, no. 206, pp. 33-35. 



jueves, 22 de agosto de 2013

A Tótem





Severo Sarduy



No las redes vacías
sino el soporte de las formas todas:
quisiste el amor -la disolución-,
el cuerpo del Diamante.

No supiste lo que pedías,
en qué ceremonia te adentrabas:
invocaste, exigiste
-los maestros quisieron disuadirte-,
dejaste de beber y de comer
hasta que, claro, algo se apoderó de ti.
Tuviste convulsiones,
rodaste al suelo, como derribado por un veneno;
haz de gestos desacordes tu cuerpo se te
    escapaba
dabas volteretas,
tocabas un sitar que nadie veía.

¿Qué bailabas?
¿A quién te dirigías,
mímica desunida, ademanes dispersos?
¿Qué demonios encarnabas de una ópera afásica?

Fuiste insensible al dolor, a la presencia humana.
Te arrastraste sobre hojas de acero al rojo vivo.
Te cercenaste la piel con ellas,
y luego,
para que nunca pudieras repetir lo que habías
    visto,
tú mismo te cortaste en cierzo la lengua
que arrojaste, en un chorro de sangre, entre las
    brasas.
Las cenizas fueron recogidas.
Con ceniza de pétalos y miel las bebimos.

Ahora, lelo y mudo,
en tu limbo
-el amor intolerable-,
en un santuario te mantienen, monstruo de
     interés público,
entre platillos de incienso,  molinos de plegaria,
bull-dogs de porcelana roja y grandes gongs de
     oro
que los servidores golpean a tu paso.

A diario alimentadas con torcazas
-a diario alimentadas con mariposas-
a diario bañadas
y secadas en escaleras según su rango
duermen en las volutas de los altares
en las molduras de los muebles
en las gavetas y copas rituales
y anidan en tus mangas y sombreros
las mil serpientes prescritas
que resguardan tu estancia
-de noche las oyes anudándose,
buscando la humedad de los árboles-,

Allí estarás hasta la muerte
entre estatuas y estupas
-Dios es intolerable-.
Hasta la muerte a cuenta del Estado
-quizás el amor sea eso-.
Para algo tienen que servir los impuestos.







Tomado de COBRA, pp. 169-171. (Editorial EDHASA, 1981) 




miércoles, 21 de agosto de 2013

Los jardines y los poetas






Horacio Costa

        
                  A Katyna Henríquez


Wang Wei pintaba jardines y cultivaba plantas
En la China Imperial pintar plantar jardines
Era más noble que echar discursos ante un senado inexistente narcortizado
-Cicerón sermonea Quintiliano gimotea-
Los senadores no prestan atención
Porque observan las musculosas pantorrillas 
   de los guardias
Dacios & Mesios & Beocios principalmente Beocios
El jardín romano era un patio de recepción
Con 8 rosales geométricos
64 vasos de cerámica 128 plantas de geranios perfectamente retóricas
Horacio quería un jardín regular
El número de hojas de sus rosales
  sería contado
El número de pétalos de rosas 
  sería minuciosamente contado
Como sílabas de poemas estrictamente sintácticos
Las rosas amarillas serían asonancias
El jardín horaciano es un Mondrian 
  avant-la-lettre
Pero Horacio no tuvo dinero para comprar esclavos 
  que contasen pétalos y hojas
Silábicas
Las piedrecitas del paseo como pausas poéticas
Por eso el jardín de Horacio nunca existió
Cuando pensamos en él nos acordamos de un jardín     inexistente
De un jardín civil como Demóstenes
Un ágora iluminado
Por plantas ciudadanos atentos a la perorata
Plantas como oídos vegetales
Nardos como micrófonos
Y el ciprés que se vislumbra         un agente de prensa
Wang Wei cultivó su jardín
Y mientras plantaba pintaba
Sus micrófonos caligráficos con piedras traídas de lejos
Que el lago y la corriente duplicaban en las sutiles tardes otoñales
Etc.
Wang Wei cultivaba jardines
Wang Wei pintaba paisajes
Mas ella, ah,
Ella
Ella cataba boleros


      New Haven, 1985-86. 


Traducción: Pedro Marqués de Armas


martes, 20 de agosto de 2013

Exiliado de sí mismo




 Severo Sarduy


 Desde la calle, sobre todo cuando el tiempo es claro, el interior del Flora puede verse muy bien gracias a su veranda azulada, esa vitrina donde se exponen, como supuestos objetos de arte, los trajes que se llevarán mañana arborados por los cuerpos de ayer.

 El Deux Magots es mucho menos transparente. La puerta es giratoria, y eso lo cambia todo. Uno nunca sabe, una vez franqueado ese giro, adónde va a salir. Esa puerta es, en el sentido astronómico del término, la revolución del exilio. Y a veces hasta el exilio de la revolución. Desembocamos abruptamente en algún café de Buenos Aires, el rumor de fondo es el de las voces amigas de ayer, la de Cortázar, tantas veces allí encontrado, una imagen efímera y fulgurante de Dalí, siempre algún rodaje de cine: estamos a la vez en el Rex y en el Deux Magots; Virgilio Piñera, ondulando entre las mesas de billar, con un traje azul algo pasado, traduce el Ferdydurke de Gombrowicz; nos asalta una risa, la tos particular de alguien, una frase escuchada en los dos cafés a la vez, el ruido de la lluvia.

 Entrar, pues, a ese exilio -los escritores no se han exilado, desde principios de siglo, ni a Francia ni a París, sino a un barrio de París, el Barrio Latino, y a dos o tres de sus cafés- es, de cierto modo, anularlo.

 Exilarse en ese barrio es como pertenecer a un clan, integrarse a un blasón, quedar marcado por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio. Las generaciones de escritores y poetas suramericanos se han ido sucediendo, esa estancia inaugurada quizá, para no caer en referencias decimonónicas o arcaicas, por el ajenjo de Rubén Darío y su brillo verde irrigando, como una sangre venenosa, sus versos metálicos, bruñidos por el Olimpo de Montparnasse, aunque las musas y el lugar configuren una tautología.

 Darío abría también otro linaje: el de los embajadores, el de las delegaciones culturales. Nuestro exilio, hay que confesarlo, ha sido raramente quejumbroso o paupérrimo; con frecuencia, protocolar o encorbatado. La lista de agregados culturales o de embajadores coincide casi con la de las candidaturas -a veces logradas- al Nobel: es cierto que el último laureado pagó por todos los otros. García Márquez no había llegado a París en ninguna misión oficial ni ostentando las credenciales de ninguna diplomacia; su estancia, como es hoy de sobra conocido, no fue la de un aventurero de la gastronomía ni la de un caprichoso de la alta costura masculina.

 Llegar, pues -me sucedió hace 30 años y sin que ninguna institución ni país me expulsara o me rechazara-, a este exilio, voluntario o no, es al mismo tiempo abrazar una orden, integrarse: aceptar también, y eso es lo más duro, como la delegación de una continuidad, no puedes ser indigno de los de antes, tienes que escribir como ellos o mejor, tienes que darle a esta lejanía -la de tu tierra natal- consistencia, textura; tienes que hacer un sentido con esta falta. Ahora, parece decirte el exilio llegada la cincuentena, te toca a ti.

 Entre los artistas, las categorías del exilio son tan específicas como sus propios estilos. Ninguna se parece a otra. Hay exilados propiamente dichos, exiliados –está la i de rigurosa estirpe académica, añade al exilio una connotación de aristocracia o de rigor-, emigrados, refugiados, apátridas, cosmopolitas encarnizados, etcétera. En cuanto a mí, sólo me considero un quedado, o si se quiere -procedo de una isla-, un aislado. Me quede así de un día para otro. Quizá vuelva mañana...

 El verdadero salto, la privación de la tierra natal, no son físicos, aunque nos falte el rumor del Caribe, el olor dulzón de la guayaba, la sombra morada de la jacarandá, el manchón rojizo, sombreando la siesta, de un flamboyán, y sobre todo la voz de Celia Cruz, las voces familiares de la infancia y de la fiesta. Aunque nos falte la luz. El verdadero salto es lingüístico: dejar el idioma -a veces él nos va dejando- y adoptar el francés.

 Muchos de los grandes escritores actuales, y de mis amigos, han dado ese salto, que es para mí el ejemplo mismo de la voluntad y del coraje: Semprún, Bianciotti, Arrabal, Manet; otros, al contrario, se han ido hundiendo cada vez más en el pasado del idioma, en lo arábigo-andaluz del español, en la fuente misma del habla, como si quisieran con ese hundimiento, con ese regreso al origen, compensar la lejanía física. La obra de Goytisolo es el emblema mismo de esa exploración del pasado fundador, del origen, que es al mismo tiempo una germinación del presente, un enriquecimiento del castellano con el aporte, precisamente, de su punto ciego, de eso que, de su origen, nunca ha querido ver.

 Y, después de todo, el exilio geográfico, físico, ¿no será un espejismo? El verdadero exilio ¿no será algo que está en nosotros desde siempre, desde la infancia, como una parte de nuestro ser que permanece oscura y de la que nos alejamos progresivamente, algo que en nosotros mismos es esa tierra que hay que dejar? Todo el mundo cita el caso de un exilio in situ: José Lezama Lima, por así decirlo, mientras barajaba en su obra las referencias más universales y vastas y en sus párrafos se desplazaba con la mayor comodidad desde el Extremo Oriente hasta París y desde Notre Dame hasta la isla de Pascua, no sólo no abandonaba la isla de Cuba, sino que ni siquiera salía de La Habana, de su barrio, de su casa; viajador fijo, viajero inmóvil cosido a su sillón de cuero, a los estrujados folios de Paradiso, que iba cubriendo una escritura nómada, huyendo de Oriente a Occidente y a lo largo de los siglos, en diagonal.

 Como el universo, el exilio está en expansión. La realidad política, por una parte, y la “desertificación” anímica, por otra, hacen que cada día haya más exilados. Somos tantos que ya ni siquiera nos reconocemos: no hay ya consignas ni palabras de pase; ninguna mirada precisa delata al que ha abandonado su país natal. Sólo las antologías, redactadas por celosos guardianes del patrimonio literario nacional, dan cuenta insoslayable de esta partida. O no dan ninguna. Recientemente me llamó un amigo para comunicarme la infausta noticia de que yo "no existía", al menos en los anales recientes de la literatura nacional. Ese olvido prepóstumo no me asombró. El exilio es también eso: borrar la marca del origen, pasar a lo oscuro donde se vio la luz.

 ¿Cómo termina, y cuándo, el exilio? Quizá el último de los espejismos consista en creer que termina con un regreso a la tierra natal. Y es que nada recupera al hombre de algunas palabras escuchadas, y nada redime a quien las dijo. Exilado de mí mismo, ausente de una parte de mi propia escucha, de algunos sonidos, de una frase. Sólo el silencio puede responder a esa mano levantada, agitándose, alejándose en el puerto, ya perdida, diciendo “Adiós”.


 El País, 4 de abril de 1992.  


lunes, 19 de agosto de 2013

Sarduy: ¿final de obra?





 Pedro Marqués de Armas


 El pasado 8 de junio Severo Sarduy cumplió veinte años de muerto. Aprovechándose de un olvido que no es más que el olvido que siempre hicieron de la literatura, si es que alguna vez pasaron por la experiencia literaria, y que no es sino consecuencia de un academicismo cansando de sus construcciones y ahora de vuelta en calidad de enterrador, ciertos críticos han anunciado por ahí el final de su obra.

 La colocan en una cartografía cubensis que todavía apuntalan con citas de Ortiz y encubren aún de una “Era lezamiana” que suponen, por supuesto, el pecado original de este escritor… Como si no fuera una perfecta disyunción Piñera/Lezama, Caribe/Mar del Plata, etc., y no estuviese invitado a esa ficción futura que los escritores cubanos de hoy no logran producir pero que ronda inevitablemente.

 En este mercado donde los textos cuentan cada vez menos, una opinión de García Vega podría cotizarse mejor que tres páginas de su buena prosa, mientras olvidan sus sólidos vínculos con los poetas neobarrocos y se permiten leer al revés “Un heredero”, sin duda polémico ensayo, pero que leído a la cañona conduce a una idea de la literatura como Casa Pairal. Olvidan además su extraordinaria transversalité y se cargan su estupenda novela Pájaros de la playa.

 Desde luego, toda la obra de Sarduy se defiende sola. Pero Pájaros… –que no avistan– fue su motor de cambio, tanto, que le acercó sin la consabida cosmética (o sólo con la necesaria) a los místicos y al núcleo duro de la lengua española, renovándolo allí, al punto que sale de todo eso una suerte de no-literatura que es también una experiencia misteriosa e indudablemente moderna, de esas que escasean en casi todas las tradiciones.

 ¿Hay una marca Sarduy? Sin duda… Y es tan propia que no se la puede usurpar, al menos no así como así. Como mismo no se puede quedar uno con el relato de unos pájaros que oyeron otros pero ninguno vio. El significante Camaguey (que traen a colación, por lo general, para hundirlo en la ignominia, recordándole, por afrancesado, su punto de partida) cobra ley para diluirse sin peaje en lo sublime del don literario. Porque al final lo que su literatura construye es el vacío; y en este sentido, Cuba es un significante vaciado y puesto a girar. 

 Claro que, como todo escritor, Sarduy pifia. Pero a discreción… La pregunta sería: ¿a qué vienen a cuenta unos siboneyes, un antepasado chino que supuestamente se inventó y hasta el formidable Gadda, sino como sospechas territorialistas o identitarias? Lo primero es puro familiarismo, es decir: miopía. Y en cuanto a Gadda, de qué vale señalar un supuesto error clasificatorio, si pocos lo habrán leído y la comparación con Lezama no afecta a ninguno de los términos.

 Como si existiera un auténtico adentro le reclaman (todavía) lo que todo el mundo sabe: el estructuralismo, el psicoanálisis; que sin embargo no limitaron su escritura o imaginario sino que le permitieron, al contrario, ir más allá de la congelada textualidad. Sarduy arrastra por el moño y con gracia a mucho más que a Auxilio y Socorro: un goce, una risa tremenda, una de las pulsiones figurales más resueltas que pueda concretarse en cualquier estilo.

 Pero lo más cómico es que le culpan de no tener descendencia cubensis, como si la hubiera tenido Piñera; o como si fuera problema suyo que los escritores cubanos de hoy sean más flojos y aturdidos que los tres magníficos del exilio, esos a quienes les preocupó sobre todo escribir, escribir, y escribir.

 En cierta ocasión Sarduy recibió de un amigo la noticia de que ya “no existía”, al haber sido borrado de los anales de la literatura nacional. Expresó que ese olvido prepóstumo no le asombraba en lo más mínimo, pues el exilio era precisamente eso: borrar la marca del origen, pasar a lo oscuro donde se vio la luz. Quienes vaticinan su desaparición dentro de los diversos cánones, llegan invariablemente tarde.

 De un cuaderno de apuntes que llevaba a comienzos de los años 90 tomo lo que escribí al enterarme, por la vieja radio de mi padre siempre pegado al dial, de su muerte:  

 “Foco más resistente de una elipsis entre La Habana y el mundo, acabo de escuchar por Radio Francia Internacional que ha muerto a los 55 años, en París, Severo Sarduy. Tal vez no haya muerto y se trate de una gacela que, para salvarse, se entrega a la nada higiénica artimaña de la hipertelia; algo que simula la muerte pero no es tal… Entonces el cazador se acerca y la gacela, de un salto, se convierte en Buda”.

 Apunte ingenuo, sin duda: no pretende tampoco resucitarle. Hay cosas que están más allá de su fin.