Dolores Labarcena
Los
monóculos, usados mayormente por dandis, militares, detectives y algún que otro
dadaísta, fueron un atuendo elegante y de buen gusto. Sin embargo, los
impertinentes, miembros de la misma ralea, pero destinados al sexo opuesto, no
tanto. Estos últimos, debían sostenerse con una mano. Sin embargo, no era la
incomodidad práctica, sino óptica, como bien indica su nombre, la que los
denigraba; con ellos se podía ver desde la platea, no solo la calva del
barítono, hasta las patas de gallo de la soprano. Y por supuesto, en el teatro
o cualquier otro sitio, quienes se sentían espiados por el citado adminículo
(aun cuando fuese en su mente), quedaban simple y llanamente encueros.
En
una fotografía en blanco y negro, Wislawa Szymborska posa ante la cámara con
unos impertinentes. No creo exista imagen que mejor la identifique: una
sinécdoque de su escritura. En vida, fue lectora empedernida, una polilla que
lo mismo engullía libros de horticultura, ensayos sobre la conservación de las
momias, instrucciones para la debida alimentación de los gatos, avances de la
ciencia y la técnica, que clásicos de la literatura universal. En fin, un ojo
entrometido y crítico.
Deteniéndonos
un poco, qué no habrá experimentado o perdido en el camino. Polonia no era
precisamente el Edén y las bombas, ya sabemos, llovían a racimos. En el
poema “El álbum”, perteneciente a su libro ¡Qué
Monada! (1967) nos dice: “Nadie en mi familia murió de amor” y más
adelante especifica, entre paréntesis: “(Morían a balazos, mas por otros
motivos, en el frente, en un catre bien tosco)”. También está el problema de
los contemporáneos, a los que a menudo hay que mirar a la cara, como en estos
versos: “Los poetas de mi país, cantan la vida sencilla de los pastores de
foca… Quien quiere morir ahogado, debe hacerse con un pico para agrietar el
hielo”.
Su
mirada nunca distorsiona, ni siquiera cuando amplifica. Si son peras no
encontrarás coliflores; tal vez peras rusas, o demasiado maduras. No hay en
ella presunción ni apología. Directa, aunque sin el escepticismo y el sarcasmo
de Herbert, habla de la muerte “sin exagerar”. No da soluciones, pues solo
tiene preguntas: “¿Y si todo esto sucede en un laboratorio?” Desde luego, la
ironía es su guirnalda, así que está bien que se permita esas mantillas bajo
tanto frío glacial.
Su
poética, como toda poética de lentes de aumento, o impertinentes, no
construye una representación arbitraria; en su caso se trata de lentes
rigurosamente graduados. También Edoardo Sanguineti, poeta italiano, ejerce esa
estrategia. La expresa burlonamente en uno de sus poemas, en el que
cuenta una visita al oftalmólogo donde, de golpe y, gracias a la debida
graduación de sus cristales le ocurre algo así como un milagro: “…ho potuto
sperare, per un attimo, di potermi rifare, a poco prezzo, una vita e una
vista”.
En
ese retrato de Wislawa Szymborska hablan indefinidamente esos impertinentes.
Sabe Dios de dónde los sacó, puesto que, por la época de dicha imagen, no
estaban en boga. Quizás los heredara de una tía o adquiriera en un bazar de
antigüedades. No dudo que los hiciera servir. La cuestión es que parece
sonreírse, sutil, a lo Gioconda, y responder a nuestra curiosidad con otra
pregunta: ¿Creen que necesite tales adminículos?
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