Samuel Feijóo
Desde muy temprana la tarde ya estaba todo el circo en orden para la función. Los vecinos habían aportado sillas de mimbre, comadritas antañosas, largos bancos de pino; taburetes, todo género de asientos. Estos se colocaron alrededor de la redonda pista de yerba y, detrás de ellos, quedó el gallinero bien dispuesto, dura tabla para los traseros juveniles. Allí se sentaba la bullanguera morralla, la que más se divertía, la que haría rodar de valle en valle el eco de su chotería vocinglera, sus puyas y cuchufletas constantes.
Desde muy temprana la tarde ya estaba todo el circo en orden para la función. Los vecinos habían aportado sillas de mimbre, comadritas antañosas, largos bancos de pino; taburetes, todo género de asientos. Estos se colocaron alrededor de la redonda pista de yerba y, detrás de ellos, quedó el gallinero bien dispuesto, dura tabla para los traseros juveniles. Allí se sentaba la bullanguera morralla, la que más se divertía, la que haría rodar de valle en valle el eco de su chotería vocinglera, sus puyas y cuchufletas constantes.
No quedó un vecino que no sintiese deseos de
asistir. De los cafetales cercanos bajaron, furtivos, algunos atezados
recogedores de café.
Nadie quería perder la fiesta. Y fue a causa
de este empeño tenaz por lo cual se hizo preciso levantar los telones y rodear
con sogas, tensas entre estacas, los bordes riel circo donde el gallinero no
estorbaba.
Al comenzar la función todos los asientos estaban
ocupados, menos el extraño palco del Alcalde. Era este un palco con tres
sillones y un sofá de fondo de pajilla de jata. Dos sillas de tijera y un
banquito bajo, amarillo, completaban el moblaje donde El Alcalde se
aposentaría.
La función demoraba. El circo, iluminado por
lámparas de carburo, muy sonoras. Se llenaba de gritos impacientes. Al fin, se
envió un pro pío al Alcalde, y este dijo que comenzaran la función sin su
presencia que. Ya él iría cuando le placiera, porque se hallaba a pleno hartazgo
de lechón y vino tinto.
Vestido con botas altas, negras, deslustradas,
pantalones de montar, camisa de leñador —escocés, a cuadros, una fusta en la
mano y una gorra de pelotera bien sujeta en su cabeza de severo rostro, El
Dueño se apareció en la redonda pista. De inmediato un coro de chiflidos le
saludó. Sin inmutarse, tras estallar el foete varias veces y con gruesas voces,
anunció al público que el gran espectáculo daba comienzo con la actuación del
Mago Maravillas.
Maravillas salió de raído chaqueta y sombrero
de copa despeluzado, calzando zapatos tennis. Los chiflidos y motes absurdos
ahogaron su voz.
Entre el escándalo y las palabrotas realizó
mal que bien su acto. Terminó sacando de una caja de dulce de guayaba, forrada
de tela prieta, un gran número de banderas internacionales. La última fue la
cubana, y grandes aplausos acogieron su salida.
Se retiró muy digno, y, al instante, surgieron
los trapecistas, al toque de un silbato del Dueño y unos cuantos timbalazos
premonitorio s del cuerpo de músicos.
Entretanto, Juan Quinquín y El Jachero
preparaban sus números. Juan pensaba. Todo el día Teresa había estado en su
mente. No la había visto. Por los agujeros de los telones ponía su ojo ansioso
y la buscaba, sin que la viera en parte alguna.
Pero Teresa se hallaba en un palquito, sentada
en una silla de mimbre, vestida de blusa blanca con saya azul marino. Nerviosa,
no sabía qué hacer con su pañuelo. Buscaba a Juan. ¿Cómo hablarían? ¿Y si Juan
era reconocido y golpeado por los combatientes del desastroso guateque
en casa de Cheche Hernández? Estas ideas la atormentaban.
Al fin, llegó el turno de Quinquín. Con el
rostro tiznado apareció en la pista. Vestía un pantalón corto, a la altura de
las rodillas. En la cabeza, a modo de sombrero, una corona de plumas. Fue
anunciado por El Dueño, a grandes gritos, pues el escándalo provocado por su
vestuario duró largo rato, como “El Indio Kaoma, comecandela”.
Y comenzó su trabajo. Grandes chorros de
gasolina se encendían en el aire cuando Juan acercaba la antorcha a la buchada
lanzada ruidosamente boca afuera. Se rojeaban los rostros de los admirados
campesinos. Entre los fogonazos de la gasolina ardiendo Juan la buscaba. No
podía mirarla directamente. Sabía que todos los ojos estaban fijos en él. No
podía comprometer a Teresa. Y trabajó, con gran éxito, como siempre. Un toque
suave De timbal le acompañó todo el tiempo.
A su retirada entró El Jachero. Venía
enarbolando un hacha a la vez que exhalaba grandes gritos. A poco llegó a su
lado un tarugo con un saco lleno de botellas vacías, que esparció por la yerba.
Rápido, El Jachero descargó su hacha sobre
ellas. Las partió en miles de pedazos. Hizo un colchón de vidrios y se quitó la
camisa, mostrando su torso sudoroso, ante un público que apenas sospechaba de
sus intenciones.
De pie, de espaldas al colchón de botellas
rotas, quedó un minuto. Después se dejó caer sobre los vidrios. Algunas
mujeres gritaron. El Dueño voceó recio por dos personas del público.
Aparecieron. Las hizo subir sobre el pecho del Jachero de modo que sus espaldas
se introdujeron de nena en la filosa masa. Se sostuvieron de pie un minuto.
Cuando bajaron, El Jachero se levantó, mostrando sus lomos al público, donde se
veían numerosos vidrios encajados: algunos goteaban sangre.
Hizo El Jachero un ostentoso y gran saludo a
la concurrencia, que permanecía en silencio y espantada, y se retiró. Al
caminar hacia la tiendecita de campaña donde se hallaban los artistas, algunos
vidrios rojizos se desprendieron de su espalda.
(….) Se hizo el intermedio. El público sabía que
se aproximaba lo sensacional: el enterramiento de Juan Quinquín.
Hasta la abstraída gente que vendía refrescos
de limón y naranja, se aprestó al lance grave. El Dueño lo había anunciado a
gritos:
—Durante más de media hora
será enterrado en vida Juan Quinquín, el valiente de las tumbas, ¡el hombre de
las mil vidas! ¡Nadie se pierda este milagro...!
Y cuando llegó el lance cumbre, dijo con gran
voz:
—¡Atención, querido público, que ahora se procede al enterramiento...!
Juan se introdujo en la caja de muerto. Era un
féretro sin forros, a pura tabla. Clavaron la tapa.
Lo enterraron, en la abierta tumba, a vara y
media de profundidad, Los tarugos palearon largo rato tierra sobre él. El
público intrigado observaba. Un tarugo se sentó sobre la tumba, y la función
continuó. Teresa mordía su pañuelo.
Irrumpieron los perros amaestrados. Todos de cuerpos flacos y ligeros. Contaban, saltaban entre aros; corrían en dos patas, brincaban de taburete en taburete, prorrumpían, en ladridos rarísimos a una voz de mandó...
Un campesino comentaba en alta voz:
—Las
estibas de palos que le habrán arreado a la perra esa pa’ hacerla aprender. ¡Canallaaaaas!
Los alegres presentes corearon con voces y
risas su salida.
Nuevo timbaleo. Un clarinete, sopló triste, y
salieron los malabaristas, con sus ceñidas mallas, sin lustre. Dieron mil
vueltas de carnero y altos brincos y se empelotaron, encaramándose uno sobre
otro. De pronto se soltaron, y cada uno cayó en su, puesto anterior tras una
violenta voltereta.
Uno de ellos, un joven fornido, colocó en sus
hombros a un delgado compañero sobre ambos trepó una niña que se irguió
delicadamente, de pie sobre la cabeza del flaco malabarista. A una voz, cayeron
los dos. En el aire la atrapó el forzudo.
El excitante número arrancó aplausos.
Teresa no veía nada. Salió de su palco hasta
sentarse en la tumba de Juan. El público la miraba. Pronto comenzaron las voces
de crítica…
Vino su Padre, y la requirió. Los chiflaron.
Como Teresa le hiciera resistencia, la tomó de un brazo y, turbado, casi la
arrastró a su asiento.
Los malabaristas habían permanecido quietos;
los espectadores vieron el suceso en curiosos silencio. Se había interrumpido
la función ante Teresa en lucha con su Padre.
Un malabarista subió sobre un barril de cerveza,
y lo hizo rodar a fuerza de sus hábiles y rápidos pies por la yerbosa pista. El
barril rodaba hacia atrás, de costado, adelante, bien timoneado por los sabios
pies. Un tarugo alcanzó cuatro naranjas al artista. Sobre el barril en
constante movimiento las tiraba al aire, al unísono, las recogía y las lanzaba
de nuevo. Los globos amarillos fulgían bajo las lámparas de carburo. El público
olvidado ya de Juan Quinquín en su tumba.
Se retiraron los malabaristas bajo los
aplausos. Salió al instante El Dueño. Tiró dos latigazos, y dijo, tras el
silencio:
—Señores, mientras el muerto
sigue enterra’o, apreciemos el gran espectáculo del ¡Matasiete!
Tronaron los timbales, el clarinete subió a su
punto más alto, el saxofón gimoteó violentó, y apareció Matasiete, con un casco
negro en su cabeza, con una trusa negra cubriéndole todo el cuerpo, con
zapatillas negras. Era un hombre muy fornido, de unos cincuenta años. La figura
atlética impresionó a la multitud. Su torso brilló poderoso, con bíceps
imponentes. Aquello si interesaba: la bestia humana que de un piñazo podía
desnucar un caballo. Grandes murmullos de llameante admiración siguieron a su
presencia. Matasiete esperó el silencio. Entonces exclamó:
—¡Que venga, el hombre más
fuerte que haiga por aquí a pulsear conmigo!
El circo se llenó de bulla. Se citaban
nombres. Al fin, El Alcalde ordenó a Guareao, musculoso recogedor de café, que
fuera a la pista a pulsear. En el ínterin, Teresa, que no apartaba los ojos de
la tumba, lloraba. Su padre le dijo:
—Si empiezas con esa
lloradera ya te estás yendo pa’ la casa. ¡Mira que llorar con ese animal
enfrente que va a pulsear con el Guareao! Hay que ser mujer pa’ perderse este
inmenso pulseo...
Teresa secó sus lágrimas.
Mientras Guareao salía a la pista y se quitaba
la: camisa para pulsear más cómodamente con Matasiete, algunas mujeres y niños
miraban con pena a la tumba.
Cuando se aprestaban los rivales ante una mesa
de cedro, se oyeron voces de mujer:
—¡Saquen a ese
hombre ya de abajo e la tierra que se va a ahogal!
—Sáquenlo ya...
El espectáculo del pulseamiento siguió
adelante. Matasiete se tornó rojo, pujó, y tiró sobre la mesa, a su izquierda,
el brazo de Guareao.
Tensa gritería acogió su victoria. Sobre el
Guareao llovían las pullas:
—¡Guareao, te reventaste y te cagaste!
—¡Guareao, estás choteao!
El Guareao explicaba a sus amigos:
—Se me fue alante. Arrempujó la muñeca sin
darme tiempo pa’ na’...
Sobre las voces, Matasiete impuso la suya:
—Ahora, que venga el Herrero del pueblo.
El Herrero se levantó de su silla de tijera,
medio azorado. Las pullas cayeron sobre él:
—Se cagó el buey. Ahora...
—Herrero, mira que esto no es clavar casco e
caballo. Lo que te va pa’rriba no es de amigo...
El Herrero avanzó a la pista, entre la sonora
expectación, a encontrarse con Matasiete.
Fue entonces cuando Teresa corrió de nuevo a
la tumba y empezó a lanzar con sus manos la tierra amontonada.
El público se puso ahora de su parte:
—¡Que se ahoga, que lo saquen! —gritaban las
mujeres.
—¡Que lo saquen! —gritaban los niños.
—Está bueno ya —decían los viejos.
Matasiete y El Herrero esperaban el fin del
escándalo para comenzar su desafío. Teresa seguía surcando tierra con sus
manos. Dos mujeres se le unieron. Un tarugo intentó detenerles la labor,
tomando con fuerza por las manos a una mulata. Recibió unos arañazos. Un negro
flaco y bravo le golpeó con su puño.
El público gritaba:
—¡Criminal tarugo e mierda, respeta a las
mujeres!
—¡Tarugo, puta e tu madre...!
—¡Tarugo, castrón…!
El Alcalde se levantó de su palco. Seguido de
la pareja de rurales llegó donde el tumulto de mujeres, tarugos, El Dueño,
malabaristas, alrededor de la tumba, Y. dijo:
—No quiero relajo aquí. El tarugo va preso.
Las mujeres le preguntaron:
—¿Y el müerto, no lo van asacar…?
Y El Alcalde les respondió:
—El muerto está bien ahí abajo. Pa’ eso
pagamos, pa’ que siga abajo medio asfisiado haciendo lo que tiene que hace. Si
se muere pues se saló, y más na’…
Teresa volvió de la recia mano de su padre a
su asiento. Matasiete y El Herrero tras esperar unos minutos por un silencio
aceptable, comenzaron su número. —Señores —dijo el Matasiete—, este Herrero va
a dar mandarria sobre su yunque ahora…
Un pequeño yunque fue traído a la
pista por dos tarugos. Matasiete se tendió bocarriba en la yerba. Los tarugos
montaron el yunque sobre su pecho. Matasiete lo agarró con tacto y firmeza,
cada mano en cada tarro del yunque.
El Herrero cogió la mandarria que le tendió un
tarugo.
—Ahora —gritó Matasiete desde el suelo—
¡leña...!
El Herrero vacilaba, conciente del poder de
sus golpes. Ante él, Matasiete esperaba, bajo el yunque.
El público callaba. Todos los ojos fijos en la
mandarria que descansaba en un hombro del Herrero.
Al fin este se decidió, y la lanzó sobre el
yunque, que chispeó. Pero el golpe no fue potente.
Matasiete lo resistió. Dijo:
—¡Más duro!
El Herrero levantó la mandarria, y, temeroso,
la descargó con fuerza. El golpe resonó violentamente.
El público hechizado respiraba apenas.
Matasiete gritó:
—¡Más fuerte!
Levantó El Herrero su mandarria y la descargó
con cuanta fuerza pudo.
Matasiete resistió.
Del público salió un gran murmullo.
El Herrero dijo:
—Ni una más... este hombre es un jiquí…
Y se fue a su asiento.
Mientras los tarugos colocaban en la pista
varios tablones, se volvieron a oír los gritos:
—¡Abusadores, saquen al enterra’o...! —¡Ya
tiene que estar asfisiao!
—¡Esto es una cabroná, saquen al hombre pa’
fuera…! El rebumbio colmó al circo. Temblaban los telones de la carpa donde ya
no cabían los gritos. Una de las señoras que estaba en el palco del Alcalde le
rogó que dejara salir al muerto:
—Por favor, Alcalde, que ese pobrecito se
afisia... El Alcalde le respondió:
—El muerto sale pa’ fuera cuando yo quiera. ..
¡Aquí no pue’ habel engaño!
Las esposas de la pareja de rurales
insistieron:
—Pobrecito, es tan joven y se va a ahogal…
El Alcalde les dijo:
—Por tratarse de ustedes lo voy a soltal.
Y levantó el corpachón de su asiento y se fue
a la pista y mandó desenterrar.
Teresa corrió a la tumba. Los tarugos paleaban
lentamente. Un anciano arrebató una pala, jadeante y paleó rápido.
A los pocos minutos se tocó la caja de muerto.
Entre una real expectación la desclavaron, y recogieron a Juan Quinquín, quien
tenía los ojos cerrados y jadeaba flojo, inconciente. Lo cargaron. Lo llevaron
a la carpita de vestir. Lo echaron sobre un catre. Le dieron masaje. Las
mujeres preparaban un cocimiento de albahaca morada.
Teresa tenía, en todo tiempo, la mano derecha
de Juan entre las suyas. En la pista, ya Matasiete, acostado en la yerba,
tendía dos largos tablones de cedro sobre su pecho e invitaba al público:
—Vengan los ocho hombres más gordos del pueblo
que me los voy a echar arriba. ¡Vengan. ..!
Juan Quinquín en
Pueblo Mocho. Editorial Arte y Literatura, 1976.
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