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domingo, 7 de abril de 2013

No autorizado por la censura





  Walter Adolphe Roberts


  A un jefe de policía en tiempos de Menocal, crítico arrogante de su predecesor bajo José Miguel Gómez, se le ha acreditado el haber suprimido la exhibición pública de películas pornográficas con el criterio de que los hombres que pagaban  dinero para excitarse sexualmente debían gastar ese dinero en las cubanas vivas. Otro oficial prohibió las prostitutas extranjeras, subrayando que las nativas tenían derecho a ser protegidas de la competición. Sea o no verdad que se dijeran esas palabras, el espíritu de ellas prevalece. Mucho risqué entretenimiento se ofrece en La Habana, de origen local y en la carne. A la impropiedad importada se le frunce el ceño.
 Permítasenos ignorar las escandalosas exhibiciones que se escenifican en los burdeles. Carecen de imaginación, y en muchos países se ven lugares como estos. Cualquiera que pague el dineral que en ellos se exige no es más que un imbécil. Pero aquí y allí, por toda la ciudad, te tropiezas con una variedad de shows que tienen cierto mérito. Todos tienen su fundación en la revista de variedades que se popularizó en Nueva York antes de la Primera Guerra Mundial, con toques latinos, y con el strip tease llevado a sus últimas conclusiones. No hay dudas de que van más allá de la palabra de la ley, pero  la policía se hace de la vista gorda en la medida en que las audiencias estén compuestas casi enteramente de hombres hispano-hablantes. Las mujeres cubanas, por supuesto, no soñarían con asistir a esos lugares. Un puñado de turistas, incluso una turista femenina ocasional, es ignorado. Pero si los extranjeros empiezan a venir en gran número, el lugar es cerrado con la excusa de que le daría una mala reputación a La Habana en el extranjero. Es casi seguro de que abra en cualquier otro lugar.
  Un teatro de este tipo ha existido por mucho tiempo en la orilla del Barrio Chino. No diré su nombre, pero el visitante no tendrá dificultad en identificarlo, puesto que se anuncia discretamente y cada cantinero y cada taxista lo conocen. Un programa típico comienza con un sketch moderadamente largo que una persona de afuera probablemente encontrará aburrido, apoyándose como se apoya en dialecto y alusiones locales. A continuación vienen las piezas breves: algunas de  ellas chistes dramatizados, algunas de canción y baile, y otras una especie de pantomima subida de tono. Los vendedores perfeccionan la ocasión con la venta de folletos indecentes en los pasillos.
 Escuchas una atractiva canción alguna que otra vez, o ves un buen número de baile. Por lo general, estas fases del entretenimiento son crudas, con énfasis en el ruido y en la gimnástica. La muchacha que hace señas desde el retablo puede ser desvergonzada, pero a menudo tienen originalidad y, por lo menos, no hablan; constituyen la atracción más popular. He aquí una que se ganó mi sonrisa burlona:
  La escena tuvo lugar por la noche, en una desierta plaza de la ciudad, señalada por telones de fondo pintados con lámparas de calle y las siluetas de las casas. Por el escenario paseaba despreocupadamente una mujer completamente desnuda, excepto por su sombrero y sus zapatos, que balanceaba una bolsa. La insinuación de su llamada era inconfundible. Extrajo un espejo de su bolsa y empezó a maquillarse bajo una lámpara. En ese momento se le unió una media docena de hermanas del pavimento, todas en un estado de desnudez similar. Hablaron por medio de muecas y encogidas de hombros, lo que demostraba que el negocio no marchaba bien. Apareció entonces una hembra robusta, también desnuda, excepto por  la gorra de policía, los zapatos de cuero y el bastón que llevaba. La recién llegada le frunció el ceño a las rameras, las amenazó con la porra, las puso en fila y empezó a registrarlas para ver si tenían armas escondidas. La comedia de esta última operación se extendió. No tengo que decir más. Disgustada por no haber descubierto nada, el “policía” ahuyentó a sus víctimas hacia las alas [del escenario], y ella misma se retiró a grandes zancadas, mientras la orquesta tocaba un pasodoble.
   El Teatro X, sin embargo, no es el lugar para ver arte desvestido – y tal arte existe. Si no sabes dónde mirar, puedes encontrar en alguna calle pobre un pequeño show que gira alrededor de una muchacha que anhela  vehementemente el éxito y baila desnuda como la única manera de hacerse notar por los gerentes. Ocasionalmente, solo ocasionalmente, una muchacha de este tipo pone el dinero en segundo lugar. Está tocada de un genio que debe encontrar su salida, y a través de ella emerge entonces la fascinante verdad de que la danza se inventó primero, y después el traje. Ciertas líneas fluidas pertenecen al cuerpo y a nada más. Consecuentemente, hay ciertas danzas que deberían bailarse con el cuerpo desnudo. 
     Una habitación en la planta baja con un escenario toscamente construido pudiera servir como teatro, o pudiera ser incluso un patio con asientos al aire libre y una plataforma baldoquinada subdividida por cortinas. La entrada costaría apenas más de veinticinco centavos. Recuerdo un show en un escenario de esta naturaleza. Una muchacha morena, ágil e intensa, permaneció delante de la audiencia casi toda la hora que duró la actuación; el comediante que la acompañaba era solo un complemento, aunque él era quien guiaba el acto. Los espectadores aplaudieron más fuertemente cuando ella se desnudó, y no por razones estéticas. Pero a ella no parecía importarle una cosa  o la otra. Sus ojos negros estaban concentrados en la luna.
     Como la mayor parte de los Barrios Chinos del Nuevo Mundo, el de La Habana tiene su lado mórbidamente secreto, sus antros donde se fuma el opio y se practican otros vicios. El visitante haría bien en mantenerse alejado de ellos. De todos modos, pocos guías se arriesgarían en mostrarle el camino, y él nunca lo encontraría por sí mismo. Si no puede satisfacerse a menos que haya entrevisto la degradación, no tiene que ir más lejos de algunos de los bares abiertos en Zanja cerca de San Nicolás, y bajar por los callejones de los lados. Verá a los adictos a la marihuana y a los borrachos. Generalmente hablando, los cubanos no se inclinan al alcoholismo, pero los miserables que tragan licor crudo a cinco centavos el vaso en el Barrio Chino, simplemente están usando los medios más fáciles y baratos de aturdirse los nervios.

 The Portrait of a City –cap. 49 (New York, 1953) Tomado de La Habana Elegante, no. 46 otoño-inverno 2009.

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