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sábado, 1 de diciembre de 2012

Enanos




   Fray Candil


  En el Jardín de Aclimatación se exhibe diariamente una colección de enanos. Les hay alemanes, franceses, ingleses, flamencos, etcétera. Darían tristeza si no supiéramos que viven de la exhibición de sus propias deformidades. Ignoran que son unos degenerados, como lo son también los gigantes. El equilibrio reside en el término medio.
 Los enanos pueden dividirse en dos categorías. En la primera entran los enanos que pudiéramos llamar armónicos, a causa de lo proporcionado de sus miembros. Esta clase de enanos es muy rara. A la segunda clase pertenecen los enanos deformes. Son muy varios. Hay el enano raquítico de cráneo enorme; hay el enano de aspecto infantil con manos y pies hombrunos. El nanismo de estos desgraciados depende de una perturbación en el desarrollo del esqueleto.
 Hay otra clase de enanos: la «tiroidea». Su deformidad obedece a una enfermedad de las glándulas tiroides que están situadas en el cuello, junto á la nuez.
 Los enanos que parecen hombres en miniatura no abundan en la colección que se exhibe en estos momentos en París.
 No obstante, hay algunos que han llamado mi atención. Son hijos, sin duda, de alcohólicos, de tuberculosos, de cardiacos, de sifilíticos.
 Hablemos ahora de los enanos armónicos. Se citan algunos casos de estos liliputienses bien proporcionados. Geoffroy Saint-Hilaire, el célebre naturalista, habla de un enano que se exhibía el año 1836, famoso por lo simétrico de sus formas. En general, estos enanos pueden considerarse como una humanidad minúscula o como la humanidad corriente vista con unos gemelos al revés.
 Se ignora la causa de este nanismo armónico. Cuantas hipótesis se han emitido hasta hoy, carecen de sólida base científica. Parece ser que la precocidad en el desarrollo del embrión es un factor influyente en el nanismo. En las plantas precoces, «artificialmente» precoces, se han observado fenómenos análogos a los que se han observado en los animales precoces.
 El nanismo es una anomalía que no se hereda. Un matrimonio normal puede tener entre varios hijos normales un enano.
 De ordinario, el enano no es muy inteligente. Aquellos, sobre todo, cuyo nanismo obedece a una enfermedad de las glándulas del cuello, se distinguen por lo estólidos.
 La vida del enano es muy corta. Son infecundos. Rara vez viven más de treinta años.   
 El enano ha ocupado siempre lugar preferente en las leyendas. Los griegos tenían sus pigmeos que cortaban las espigas y a quienes las grullas perseguían con odio. Veinte siglos más tarde, Swift, el humorista británico, se aprovechó de esta leyenda para componer su Gulliver. Los romanos heredaron las fábulas de los griegos. Plinio el naturalista coloca en las orillas del Ganges a unos pigmeos que no excedían de tres palmos. En la Edad Media el enano estuvo en moda. Los reyes y los grandes señores compartían su fastidio entre el enano y el «loco» o bufón. Luis XIV hizo desaparecer de la corte al enano.
 ¿Quién no recuerda los enanos pintados por Moro y Velázquez?
 ¿Hay pueblos de enanos? Lanceraux opina que el nanismo es un accidente. Según los descubrimientos antropológicos de Vacher, Lepage, Manouvrier y otros, Europa estuvo poblada en otro tiempo por razas pequeñas; pero la pequeñez y el nanismo son cosas distintas.

                                       
 No he tenido ocasión de estudiar la psicología del enano. Supongo que debe de ser la misma que la de los demás hombres. He advertido en ellos la misma inconsciencia que se advierte en el hombre en general. No se creen dignos de burla ni de lástima. Lejos de eso, miran al espectador con cierta sorna. Esto me recuerda lo que me pasó en Colombia al llegar a un pueblo llamado Guaduas, compuesto todo él de leprosos.
 Lo característico de aquellos cretinos era lo enorme del cuello. Entré yo, caballero en mi mulo, como Cristo en Jerusalén. Un chiquillo berreaba sin consuelo. La madre, para hacerle callar, le dijo, refiriéndose a mí: «Como sigas llorando, se te va a poner el cuello como el de ese señor que viene en el mulo». El chiquillo me miró, y sin duda asustado por la amenaza de la madre, se calló. Mi pescuezo era el único normal y de ser humano que allí había, dicho sea con orgullo.
 Las enanitas del Jardín de Aclimatación «flirteaban» con los que las miraban. ¡Cómo recordaba yo a Jean Lorrain! Pocos han sorprendido la vida de estos seres contrahechos con tanta penetración y tan artísticamente a la vez como el autor de Monsieur de Phocas. Las miradas lúbricas de aquella «cosa» con faldas daban risa y tristeza. En aquel cuerpecito de muñeca ¿por qué no habían de latir, como en el cuerpo de una mujer normal, los deseos y las concupiscencias? Yo la observaba sin que ella lo notase. Eran miradas que parecían de odio. ¿Que decían? Hablaban de impotencia, de esa impotencia sorda de los que saben que no han de lograr nunca lo que desean. Era algo así como si un conejo se enamorase de una jirafa. ¡Y pensar que todo este conflicto se hubiera podido resolver con unas piernas un poco largas!

 Mayo, 1909.

 BULEVAR ARRIBA, BULEVAR ABAJO, pp. 73-75.

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