Ramón Ferreira
Ella estaba otra vez
frente al espejo porque eran ya las cinco de la tarde, pero todavía no se
asomaría al balcón hasta el anochecer, cuando el sol rodara por detrás de las
azoteas de enfrente.
Sintió la gata
alrededor de los tobillos y la empujó con el pie, haciendo un sonido amable con
los labios para suavizar el rechazo, y luego volvió a ver el peine y el pelo,
como ayer o el año pasado, o como siempre, porque desde hacía tanto tiempo que
ya no se acordaba, podía peinarse sin verse la cara ni sentir que era ella; y
así era más fácil salir luego al balcón e imaginarse que era otra. Entonces la
espera se llenaba de promesas y cada hombre que mirara hacia arriba podía
desearla.
El pensamiento la hizo
sonreír, pero cuando se buscó en el espejo para ver la sonrisa, ya se había
ido; y ahora volvió a verse como las pocas veces que lo hacía por casualidad o
por un deseo secreto de encontrar a otra en el reflejo; pero por más que quiso
hacerlo sin fijar los ojos en ningún rasgo, esta vez se vio en los ojos de la
imagen y la imagen en los ojos de ella; y, de pronto, la idea de asomarse al
balcón perdió alegría; sólo que todavía estaba a tiempo de olvidarse de todo si
pensaba en Daniel, como lo podía hacer siempre que volvía al miedo; y lo vio
otra vez, no como había tenido que hacerlo desde que él se había casado con su
hermana y se habían ido, sino como antes, antes de todo, cuando se paraban
juntas en el balcón a esperar la noche y lo descubrieron por primera vez allá
abajo, trabajando en el café de enfrente, detrás de la cantina, buscando con
los ojos sus miradas.
Hubiera querido parar
ahí, detener el recuerdo y volver a vivir los días de aquellas semanas en que
se había asomado aferrada a la esperanza de que cuando Daniel le hablara sería
para decirle que la quería, porque la había visto en el balcón todos los
atardeceres esperando sus miradas, aunque ella pretendía no fijarse y hablaba
con su hermana o se reía o miraba a otro lado; pero la ilusión no volvía aunque
la tenía guardada en el recuerdo, porque volvió a ver a Daniel dando vueltas al
parque y cómo ella y su hermana habían pasado pretendiendo no haberlo visto,
porque eso era parte del juego hasta que él la cogiera por la mano para decirle
que había esperado tanto; y cómo había sido su hermana la que le cogió la mano
para decirle que la esperara en el banco, y ella se había sentado sin pensar y
se quedó mirándolos dando vueltas al parque y riéndose por encima de lo que le
dolía a ella; y cómo al pasar otra vez a su lado sin siquiera verle, se levantó
y echó a andar hacia la casa, y cómo luego en la cama, con la cabeza debajo de
la almohada escuchó la voz de su hermana hablando con la tía:
—Me quiere, tía, me
quiere y va a pedir entrada.
Volvió a escuchar las
palabras, como si hubieran estado escondidas detrás del espejo esperando a que
las recordara, y aunque la gata volvió en busca de la pierna, no pudo hacer un gesto
para rechazarla, porque se sentía atada al recuerdo, quieta y erguida, espiando
los ruidos de la calle, o cualquier cosa que se llevara las risas, que la
acosaban igual que el día que se echó a llorar frente a las dos que la miraban
como si por primera vez hubieran descubierto que estaba viva. La tía arrugó los
ojos en las esquinas para afilarlos antes de herirla:
—Tú te has visto bien,
muchacha, quién te va a querer con esa cara...
Ni la tía ni su
hermana vieron lo que le pasó en la cara; pero fue ese día, en ese mismo
instante, que ella sintió por primera vez la fealdad surgir dentro de ella y
crecer hacia afuera hasta bañarla, como una nube delante del sol va creciendo
las sombras en el monte; y la sombra le subió de los pies hasta taparle la cara,
dejándola inmóvil en medio de las olas, sintiendo la cara como se siente el
cuerpo cuando se tiene calentura: un pedazo de algo que estaba vivo sólo porque
latía, como la estrella de mar que había encontrado en la playa, y la había
pisado porque sabía que no gritaría ni haría un gesto de dolor, ni echaría
sangre.
Sacudió el recuerdo y
el peine saltó sobre las losas, sin que el gesto se llevara al miedo; ni aun
los ruidos de la calle, que entraban sin rozarla, o la presión de la gata
contra la pierna, que al inclinarse para tocarla también se escurrió lejos sin
mirarla. Era temprano para refugiarse en el balcón, porque todavía el sol
estaba pintado en la baranda y le iluminaba la cara; pero cuando la tía se
fuera al parque por la noche, apagaría la luz y pondría el radio bajito, y
después se pararía en el balcón y se enamoraría de todos los hombres que le
gustaran, igual que todas las noches; y luego, antes de dormirse, volvería a
escoger con el que se casaría, y recordaría todas las caras y las iría descartando
hasta quedarse dormida con una sola. “¿Qué haces ahí como una idiota?... el
espejo no te va a arreglar la cara...”
No bastaba dejar de
pensar en ella para borrarla de su vida, ni olvidarse de su propia cara para
ser bonita otra vez; porque su tía sabía que era fea, y bastaba mirarla, o
sentirla a través de cualquiera de los objetos que llenaban el cuarto, para
recordar que ella no era más que eso: una cara; y otra vez volvió a pensar en
una cosa viva que puede pisarse sin sentir pena, y se sorprendió de lo que
duele cuando no se habla ni se grita ni se llora. Al apoyarse en la coqueta
tocó las tijeras con la mano, y el contacto duro le despertó el odio, como si
sólo pudiera llegar a ella a través de un objeto de defensa; y se quedó quieta
en espera de la fuerza que podía llevarse para siempre el terror de ser fea; si
sólo pudiera alzar la mano y apagar en los ojos de la tía el secreto que ardía
en ellos. Fue como si las palabras no salieran de ella ni su voz la que las
decía, y las escuchó sorprendida de que hubieran estado ahí todo el tiempo, sin
saberlo, y que pudieran salir así, sin pensarlo:
—Tú tienes la culpa...
tú. Tú me has hecho fea...
No sintió la mano en
la cara, porque el dolor de la cabeza al chocar contra las losas del piso llegó
primero; y el balcón dio un vuelco desapareciendo delante de los ojos.
Se quedó quieta en
espera del llanto, y abrió los ojos para dejar resbalar las lágrimas; pero la
cara de la tía se adelantó con una solicitud nueva en la mirada, y eso las
detuvo, porque había algo en sus ojos que la hizo sentir horror de que fuera a
acariciarla; y debió ser la revulsión que le sacudió el cuerpo lo que contuvo
la mano de la tía y borró de sus ojos la caricia, alargándolos otra vez en las
esquinas antes de desaparecer por encima del cuerpo erguido. Fue en ese
instante que vio por primera vez a la tía como realmente era; en ese instante
en que había sentido la necesidad de defenderse del gesto de intimidad que
bajaba hacia ella; y ya no tendría que esperar a que estuviera muerta para acercarse
a la caja y mirarla sin miedo; como el día que murió su madre ella había
descubierto, al verla así, que nunca la había visto de verdad, y que se puede
vivir una vida entera viendo una cara sin ver la persona, cuando tampoco quiere
una que la vean. El odio le sacudió el pecho llevándose el deseo de llorar;
como el día que su hermana le había roto la muñeca, el llanto no había dejado
volver el deseo de tener otra.
Desde el fregadero
escuchó el radio y por entre el ruido de los platos buscó el de la puerta al
cerrarse o de la voz que dijera hasta luego, sin que acabara de llegar; los
pasos alejándose en el pasillo. Entró en el cuarto y volvió a sentirse libre de
vergüenza, como si nunca antes la hubiera sentido, y respiró ávidamente y luego
fue hasta el radio y puso un programa de música que empezó a llenar su soledad
de una intimidad angustiosa, como si todo ello flotara en ese mundo de sonidos
o fuera un sonido mismo, sin cuerpo, sin manos, sin cara; y al pasar frente al
espejo volvió a mirarse, porque otra vez podía verse como si tuviera el sol a
las espaldas y fuera una silueta fosforescente. Era por eso que ya podía
asomarse al balcón y conquistar todos los hombres que quisiera.
La cantina allá abajo
estaba llena de gente, y aun antes de que pudiera saber que lo había presentido
ya sabía que el cantinero era nuevo; y cuando lo vio con las manos metidas en
el fregadero y la cara por encima del mostrador, pensó que iba a levantar los
ojos y descubrirla, Sintió otra vez la nube de vergüenza llegar a subirle por
el cuerpo y se aferró con las manos a la baranda para resistir el impulso de
taparse la cara; pero ya era tarde para defenderse, porque los ojos de él le
subieron por el cuerpo y se quedaron pegados a los suyos.
La cara del cantinero
sonrió sin enseñar los dientes, sólo con los ojos, sin dejar de mover las manos
en el fregadero ni quitar los ojos del balcón; y ella también sonrió por
dentro, empujando la nube lejos de la cara, por la línea del cuello hacia
abajo, alrededor de los senos, rodeándole la cintura y luego los muslos hacia
los tobillos, hasta sentirse desnuda ante él, que seguía acariciándola con los
ojos.
Hizo un gesto que ella
no comprendió todavía, y luego lo volvió a hacer y ella no quiso comprender, y
cuando lo hizo otra vez, ella pensó que serían las ocho y que no lo vería hasta
las nueve, y que el banco del parque que daba por la línea del tranvía estaría
vacío y sería un buen sitio para esperar; mientras decía que sí con la cabeza y
volvía a pensar en la hora entera que tendría que esperar, después de haber
esperado tanto tiempo sin saberlo; y sonrió otra vez, porque sabía que eso lo
haría sonreír a él; y era como si de pronto estuviera a su lado y necesitara tocarlo,
porque sólo así comprendería por qué estaba viva. Cuando hizo el gesto con la
mano para acariciarlo desde lejos, la voz de la tía llegó como un tajo cortando
el sentimiento, y al volverse la buscó desafiante, para enseñarle que ya no le
tenía miedo; pero sólo vio su forma debajo del bombillo sin pantalla, deforme y
con huecos de sombra debajo de los párpados. Eso le hizo recordar la pantalla
de porcelana azul que vendían en el Ten Cent y que no había podido comprar
porque le faltó un “medio”; y se quedó mirando el bombillo hasta que se inflamó
dentro de los ojos cegándola del todo. La tía siguió hacia el balcón, y la dejó
pasar sin echarse a un lado, adivinándola ya en la baranda con el cuerpo
inclinado hacia afuera; y quiso hablar para que no descubriera su secreto; y
pensó en Daniel y en su hermana, y en cómo hacía meses que no escribían; y
pensó también en todas las cosas que se pueden decir de los vecinos o del radio
o del tiempo o de la noche o del calor; pero toda ella se hizo espera,
concentrada en lo que iba a escuchar, porque sabía que lo diría otra vez para
desarmarla, y que ella lo oiría siempre, mientras pudiera verle los ojos,
olería, como la olía ahora, por encima de los polvos de olor, como si fuera
parte de ella, esa parte de la que no podía separarse, a no ser que... La mano
se crispó sobre la muñeca, tratando de detener el gesto que crecía y que sólo
aguardaba el pensamiento; pero fue otra vez la voz de la tía la que la contuvo,
siguiéndola dentro del cuarto, y en seguida el cuerpo casi a su lado, y de
pronto la mano en el hombro y hasta el aliento en el cuello magullando las
palabras.
—No seas boba, ningún
hombre te hará caso. No importa lo que sientas... eso no importa cuando somos
feas... feas como tú y yo...
Las palabras no la
tocaban, porque no importaba lo que dijeran, ya hacía tiempo que habían perdido
el significado; el significado estaba en la tía, en su presencia viva detrás de
ella, como si el recuerdo tuviera dedos y la estuviera tocando siempre, en
silencio.
—Ningún hombre... ninguno.
No para nosotras.
Seguía hablando en la
oscuridad del cuarto, porque había apagado el bombillo y se estaba desnudando;
y el cuarto se llenó de luna que entró por el balcón abierto, sin que pudiera
darse cuenta cuándo había dejado de ver a la tía para adivinarla, lentamente,
como si los ojos la fueran sacando de una pesadilla olvidada, de la que sólo
quedaba el recuerdo del miedo, y no fuera más que eso: un recuerdo sin filo:
sentada ahora en el borde de la cama, en silencio, tanteando el suelo en busca
de las chancletas, y los ojos húmedos de luna fijos en ella, esperando en la
otra esquina del cuarto a que todo eso que sentía tomara forma y pudiera hacer
algo: gritar o salir al balcón y tirarse, o bajar a la cantina y pedirle a él
que la defendiera; un gesto de rebeldía que la arrancara de la tía, que la
sentía pegada a ella como una telaraña envolviéndole el cuerpo desnudo. Sintió
miedo de que volviera a hablar y la amenaza cobrara vida, porque mientras
permaneciera callada y diera una vuelta y se echara a dormir, ella no podía
moverse de la banqueta ni cruzar el cuarto hacia la puerta y abrirla a la luz
del pasillo, porque tampoco ese bombillo tenía pantalla y le escupiría la luz
en la cara; y ella no podría bajar la escalera mientras no pudiera hacerlo
lentamente, sin huir, dejando que la luz de todos los bombillos la rodeara, sin
sentir deseos de llevarse las manos a la cara.
La respiración de la
tía empezó a llenar el cuarto, hasta que ella dejó de escuchar el tráfico y ni
siquiera entendió lo que gritó el vendedor de periódicos debajo del balcón;
porque la respiración se aceleró hasta dominarlo todo; y cuando el silbido
llegó de la calle como un mensaje sin destino, ella no lo oyó, aferrada como
estaba a la amenaza que crecía entre las sábanas.
Sintió un escalofrío
dulce, como si hubiera caído en el espacio y supiera que nunca llegaría al
suelo, y cuando se llevó las manos a los senos para detenerlo allí, volvió a
escuchar el silbido por encima de la respiración, porque había comprendido; y
las manos apretaron duramente hasta el dolor, sin poder atrapar el escalofrío.
Se levantó tratando de no mover un ruido, sin quitarse las manos de los senos;
y cuando se acercó al balcón sin adentrarse en la noche inclinó la cabeza hacia
afuera tanteando con los ojos la pared de enfrente hasta ver la acera, y luego
la fue ladeando en busca de la esquina, donde el hombre debajo del farol
esperaba recostado contra un letrero de cocacola. Él levantó los ojos como si
la hubiera presentido, y ella se sintió pegada a ellos, sin poder retroceder
hacia la oscuridad del cuarto, porque ya él se había enderezado y hecho otra
vez el gesto con la cabeza, sin que ella pudiera decir que no, ni meterse
dentro. Él echó a andar en dirección al parque, y cuando llegó a la acera de enfrente
volvió la cabeza para verla, y ella dijo que sí otra vez porque sabía que ya
nada podría detenerla si podía cruzar el cuarto y salir al pasillo. Estuvo un
rato quieta en espera de que la luna rebotara en la profundidad del cuarto y le
enseñara el camino hacia la puerta, y ya de espaldas a la calle volvió a
escuchar la respiración prendida al animal agazapado entre las sábanas,
acechando su paso. La raya de luz debajo de la puerta le cruzaba el camino como
un filo de navaja esperando la cara, y la respiración empezó a arrastrarse
hacia ella, algo vivo llegando de todas partes, hundiéndole dedos de sombra en
la cara y torciéndole las líneas de los ojos primero y luego la boca, mientras
toda ella cedía blandamente al contacto, y se desfiguraba sin un grito de dolor
ni echar sangre.
Caminó hacia el
espejo, y la imagen tembló en la profundidad del azogue, moviéndose hacia ella,
hasta llegar a ser ella de los dos lados, los ojos en los ojos, la boca en la
boca, y el llanto en un solo lado. El contacto del espejo le quemó la cara, y
la mano apoyada en la mesa se cerró sobre la tijera, porque la respiración a
sus espaldas rastreaba las sombras y le buscaba otra vez la cara con los dedos.
El reloj dio la media.
Enderezó el cuerpo y alzó la mano poniendo la tijera entre ella y el tiempo,
porque acababa de recordar las noches que se despertaba sobresaltada al
escuchar la media, y luego se quedaba adivinando si serían las doce y media, o
la una, o la una y media; sólo que ahora era tarde aunque fuera la media de las
ocho, porque allá en el parque él podía levantarse de un momento a otro y
marcharse, mirando hacia atrás antes de doblar la esquina, y luego no regresar
más, aunque ella se sentara en el banco a esperar la media de las doce, la una,
o la una y media.
El filo de luz seguía
debajo de la puerta y la respiración había regresado a la cama, amenazando en
las sábanas, sin atacar, en espera de que ella volviera a acercarse a la puerta
para agarrarse a ella con los dedos, como cada vez que ella se acercaba a una luz
o a cualquier objeto en que se reflejara el recuerdo de su cara. Con la punta
del pie empujó una chancleta debajo de la cama, y ahora se dio cuenta de que
estaba al lado de la tía que dormía, la respiración palpitando el secreto por
la boca abierta, y la garganta hinchándose como una estrella de mar tirada al
sol en espera de la resaca, sin presentir el peligro del pie que se alzaba
calculando la violencia del golpe antes de herir, porque sabía que no haría un
gesto de dolor ni gritaría ni echaría sangre. La mano cayó rayando las sombras,
y los brazos en reposo saltaron hacia arriba corno las alas de un pájaro
herido. El cuerpo se sacudió enroscándose en busca del grito, que llegó ronco
hasta la garganta y se ahogó allí, regresando hacia las entrañas en busca de
nueva fuerza para pasar la punta de la tijera; y luego una vez más, y otra,
hasta gastarse y ceder lentamente, como un tambor que se apaga cuando las manos
que tiemblan sobre el cuero dejan de rozarlo con las puntas de los dedos y se
quedan quietos, matando el sonido.
Con el tacón del
zapato le dio un golpe a la otra chancleta que resbaló sobre las losas hacia el
balcón; y eso la hizo pensar que la tía no las encontraría por la mañana; y ya
de pie el cuerpo se le fue helando, menos las manos, que parecían escurrir
fuego; y en el cuarto sin respiración escuchó la suya pegada a las orejas, y
luego, lentamente, la calle llegando, como si los recuerdos salieran en su
busca para perderse en ella, hasta quedar vacía y sin odio, como antes de
Daniel, y fuera igual que tener otra vez quince años y estar de pie en el
balcón con una cinta en la cabeza y los ojos llenos de un hombre allá abajo.
Echó a andar hacia el filo de luz debajo de la puerta, libre de miedo a la
herida. La puerta se abrió y la luz alumbró el cuarto, pero ella alzó la cabeza
hacia el bombillo al fondo del pasillo, y por un instante se quedó así,
desafiante, sintiendo el contacto acariciarle la cara y, lentamente, borrarle
la fealdad de todos los contornos, sin que tuviera que cerrar los ojos ni
pensar en pantallas de porcelana azul con que cubrir todos los bombillos de la
tierra. Caminó sin apurarse hasta llegar debajo de la luz y pasar por encima de
su propia sombra hacia la otra luz al fondo de la escalera; y así en busca del
hombre que hacía años la esperaba en el parque, mientras del cuarto olvidado
llegó el ritmo de un reloj dando las nueve.
(1950)
Cubano. Nació en 1921 en la provincia de Lugo en España, pero
a los ocho años emigró a Cuba con su familia. Sus estudios fueron interrumpidos
en 1939 por razones económicas. Fue a los Estados Unidos a tomar cursos de
fotografía y se quedó en Boston por dos años. De vuelta a Cuba se dio a conocer
como cuentista ganando premios en varios concursos. En 1952 publicó su primer
libro, Tiburón y otros cuentos. Luego
se interesó en el teatro, estrenando Donde
está la luz, Un color para este miedo
y El hombre inmaculado. En octubre de
1960 renunció a su trabajo como jefe de propaganda de la General Electric de
Cuba y viajó a México por ocho meses. Después se trasladó a Puerto Rico, donde
volvió a ocupar su puesto con la General Electric. Su cuento “Sueño sin nombre”
ganó una mención honorífica en el concurso de Life en Español y fue publicado
en el volumen “Ceremonia secreta” y otros cuentos de la América Latina
premiados en el concurso literario de Life en Español (1960-1961). Ha publicado
un nuevo tomo de cuentos, Los malos
olores de este mundo (1970) escritos entre 1952 y 1960. “Cita a las nueve”
se publicó por primera vez en Tiburón y
otros cuentos.