Benedict Anderson
La mayoría de los más de 300 encarcelados en
Montjuic tras el atentado de Corpus Christi, el 7 de junio de 1896, seguían
allí cuando Rizal se les unió una noche de comienzos de octubre. La excepción
clave fue la de un notable criollo cubano llamado Fernando Tarrida del Mármol,
de la misma edad que Rizal, a quien ya habíamos visto acompañando a Errico
Malatesta en su malograda gira política por España en el momento del émeute de Jerez de 1892. Detenido tarde
-el 21 de julio- en los escalones de la Academia Politécnica de Barcelona,
donde era ingeniero, director y distinguido profesor de matemáticas, Tarrida
fue liberado el 27 de agosto. Tuvo suerte de que un joven teniente de guardia,
reconociendo a su antiguo profesor, se atreviera a bajar subrepticiamente a
Barcelona con el pretexto de encontrarse enfermo y cablegrafiar a la prensa
nacional y a toda figura influyente que se le ocurrió que Tarrida estaba preso.
El cubano fue igualmente afortunado de que su primo, el marqués de Mont-Roig,
senador conservador, usara después su influencia y sus contactos para
liberarlo. (A Tarrida no le avergonzaba lo más mínimo esta ayuda de la derecha,
pero podemos estar seguros de que le impelía a ser mucho más activo en nombre
de sus compañeros presos menos conocidos.) Cuando lo liberaron, cruzó con mucha
discreción los Pirineos para dirigirse a París, llevándose cartas y otros
documentos que sus compañeros de cárcel que él u otros habían conseguido sacar
clandestinamente.
El artículo de Tarrida titulado “Un mois dans
les prisons d’Espagne” se publicó en La
Revue Blanche, principal quincenario intelectual de Francia, exactamente en
el momento en que a Rizal lo devolvían de Barcelona a Manila fuertemente
custodiado. Fue el primero de los catorce artículos que Tarrida escribió para
esta revista en los quince meses siguientes. No sólo cubrieron con detalle las
atrocidades practicadas en Montjuic, sino también la Guerra de Independencia
cubana, los movimientos nacionalistas de Filipinas y Puerto Rico, los malos
tratos infligidos a los prisioneros caribeños en Ceuta, los ruidosos planes
imperialistas de Estados Unidos, y, quizá sorprendentemente, un texto
profesional lleno de ecuaciones, anterior a los hermanos Wright, sobre
“navegación aérea”. El segundo de la serie, publicado el 15 de diciembre, dos
semanas antes de la ejecución de Rizal, estaba dedicado a “Le problème
philippin” (el propio novelista estaba brevemente descrito como un deportado
político). Se podría aventurar que este período Tarrida fue el colaborador más
frecuente de la revista. El extraordinario espacio que le concedieron se debió
ciertamente al principio a su testimonio personal sobre Montjuic. Fue el
comienzo de lo que acabaría convirtiéndose en un movimiento atlántico de
protesta contra el régimen de Cánovas, denominado por el escritor, con su
habitual talento mediático, “los inquisidores de España”. Tarrida fue un
verdadero descubrimiento para La Revue
Blanche, porque no sólo era una rara ave de mente abierta, un intelectual
anarquista catalán que hablaba francés, sino que también, como patriota cubano,
estaba perfectamente situado para relacionar sistemáticamente Montjüic con las
luchas independentistas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
¿Cómo se produjo esta coyuntura? La trayectoria
profesional anterior de Tarrida tuvo una importancia decisiva. Nació, como ya
hemos señalado, en La Habana en 1861 y vivió allí hasta la espectacular caída
de Isabel II en 1868. No está claro por qué su padre, rico fabricante catalán
de botas y zapatos al fin y al cabo, decidió irse a vivir a Cuba. Pero la fecha
de regreso de la familia sugiere que tal vez fuera uno de los blancos posibles
del régimen en sus últimos años represores. El joven Fernando fue entonces
enviado al liceo de Pau, donde muchas décadas después sufriría Bordieu. En ese
colegio un compañero, el futuro primer ministro francés Jean-Louis Barthou,
convirtió a Tarrida al republicanismo. A su regreso a España, Fernando viró más
a la izquierda, frecuentando reuniones y clubes obreros. En 1886 (un año antes
de que se publicase Noli me tangere),
se había convertido en anarquista confirmado, conferenciante magnético y
articulista habitual en las principales publicaciones anarquistas, Acracia y El productor. En julio de
1889, los obreros barceloneses lo eligieron para que los representase en el
Congreso Internacional Socialista de París. En una conferencia pública
pronunciada en noviembre de ese año acuñó el inimitable lema de “anarquismo sin
adjetivos”, como parte de una campaña sostenida para superar los enfrentamientos
sectarios de la izquierda. “De todas las teorías revolucionarias que afirman
garantizar una completa emancipación social, la que más de cerca se adapta a la
Naturaleza, la Ciencia y la Justicia, y que rechaza todos los dogmas,
políticos, sociales, económicos y religiosos, se llama anarquismo sin adjetivos”.
La idea era poner fin a las amargas peleas entre marxistas y bakuninistas: como
él decía, el verdadero anarquismo nunca
impondría a nadie un plan económico preconcebido, dado que esto trasgredía el
principio de elección básico. Pero su campaña se dirigía en igual medida contra
toda idea de “propaganda por el hecho” en solitario.
Tarrida fue enseguida acusado por Jean Grave -a
menudo llamado en broma el papa del anarquismo- en La Révolte de representante de la obstinada tradición anarquista
española del “colectivismo”, es decir, el apego a una base obrera organizada.
Dice mucho a favor del cuerdo rechazo de este papa a la infalibilidad el que
publicase de inmediato la tajante respuesta de Tarrida. Éste, de veintiocho
años y ya profesor de matemáticas, escribía convincentemente que grupos
pequeños que utilizasen la propaganda por el hecho sin organización colectiva
que los respaldase no tenían ninguna oportunidad contra el poder central de la
burguesía. Los anarquistas españoles creían, basándose en la larga experiencia,
que la coordinación era esencial, dado que la resistencia organizada de las
clases obreras era el único instrumento productivo para enfrentarse a la represión
estatal. Era completamente equivocado, por lo tanto, rechazar de plano los centros obreros, tachándolos de “jerarquías”
autoritarias por naturaleza; por el contrario, se habían demostrado
indispensables para el crecimiento del movimiento revolucionario de España. La
exigencia planteada por Grave de que se abolieran las asociaciones obreras
carecía de sentido. Al mismo tiempo, sin embargo, Tarrida estaba dispuesto a
admitir que en la moribunda FTRE (Federación de Trabajadores de la Región
Española, cenizas de la Primera Internacional) la burocratización había
arraigado profundamente, y que había perdido su utilidad.
Los argumentos de Tarrida eran importantes por
sí mismo (y muy pronto convencieron a Malatesta, Élie Reclus y otros), pero en
el contexto presente lo fundamental es que se publicaron en La Révolte, a la que como hemos visto,
muchos de los principales novelista, poetas y pintores de Paría eran
suscriptores leales. Cuando Tarrida llegó a París tras ser liberado de Monjuic,
era por lo tanto una figura (impresa) conocida. El que fuese un cubano en el
momento de la enormemente difundida represión de Weyler en su isla nativa
aseguró aún más su entrada.
En segundo lugar, Tarrida no apareció en París
como una víctima solitaria. Por lo violento que el estado de excepción fuese en
Barcelona, Cánovas era suficientemente astuto como para no ampliarlo al resto
de España; pero en septiembre hizo aprobar en las Cortes la legislación más
punitiva de ese momento en la Europa occidental contra el terrorismo y la
subversión. Aun así, de acuerdo con las estadísticas reunidas por Ricardo Mella
(cuidadoso camarada de armas de Tarrida) para L’humanité Nouvelle de parís en 1897, la distribución de activistas
y simpatizantes anarquistas serios en España era la siguiente: Andalucía,
12.400 anarquistas (+ 23.100 simpatizantes); Cataluña, 6.100 (+ 15.000);
Valencia, 1.500 (+ 10.000); y Castilla la Nueva y la Vieja, 1.500 (+ 2.000). En
total: 25.800 y 54.300. Las isobaras sociales revelaban que las Guerras
Carlistas no podían trazarse con más claridad: frío tiempo reaccionario y
clerical en el norte y el noroeste, tórridas lluvias y tormentas en el sur y en
el este, con la Andalucía del presidente, no Barcelona, de ojo. Además, a los
enemigos de Cánovas -en su propio partido y entre los liberales, los
federalistas, los republicanos y los marxistas- les pareció una buena ocasión,
por razones de principios y oportunismo, para retomar el escándalo de Montjuic,
expuesto en términos ardientes en la “capital de la civilización”. Ayudó que
entre los encarcelados en Barcelona hubiera al menos un ex ministro y tres
diputados parlamentarios.
Por otra parte, los súbditos del imperio
español estaban convirtiendo a París en espacio de acción política cada vez más
importante. El líder republicano radical Ruiz Zorrilla llevaba mucho tiempo
instalado en la ciudad, conspirando contra la Restauración. Su secretario
personal, Francisco Ferrer Guardia, avezado izquierdista con el que volveremos
a encontrarnos, daba clases de español en el famoso Lycée Condorcet parisino,
donde Mallarmé trabajó hasta su temprana muerte, en 1898. Después de que Martí
comenzase la guerra de independencia cubana en la primavera de 1895, España era
demasiado complicada para los nacionalistas y los radicales caribeños, que se
reunieron, bajo el enérgico liderazgo del revolucionario puertorriqueño Dr.
Ramón Betances, en la capital francesa para hacer propaganda y conspirar contra
Cánovas y Weyler. Por último, tras las persecuciones de Corpus Christi, muchos
radicales metropolitanos cruzaron los Pirineos. Sólo los filipinos estaban mal
representados en París. Rizal y Del Pilar habían muerto, y Mariano Ponce se
había ido a Hong Kong. El pintor Juan Luna era la única personalidad
nacionalista importante y conocida.
Bajo
tres banderas: anarquismo e imaginación anticolonial, Ediciones Akal S. A.
2008, pp. 175-79. (Traducción: Cristina Piña Aldao).
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