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miércoles, 12 de septiembre de 2012

La cruzada de Tarrida




  Benedict Anderson 


 La mayoría de los más de 300 encarcelados en Montjuic tras el atentado de Corpus Christi, el 7 de junio de 1896, seguían allí cuando Rizal se les unió una noche de comienzos de octubre. La excepción clave fue la de un notable criollo cubano llamado Fernando Tarrida del Mármol, de la misma edad que Rizal, a quien ya habíamos visto acompañando a Errico Malatesta en su malograda gira política por España en el momento del émeute de Jerez de 1892. Detenido tarde -el 21 de julio- en los escalones de la Academia Politécnica de Barcelona, donde era ingeniero, director y distinguido profesor de matemáticas, Tarrida fue liberado el 27 de agosto. Tuvo suerte de que un joven teniente de guardia, reconociendo a su antiguo profesor, se atreviera a bajar subrepticiamente a Barcelona con el pretexto de encontrarse enfermo y cablegrafiar a la prensa nacional y a toda figura influyente que se le ocurrió que Tarrida estaba preso. El cubano fue igualmente afortunado de que su primo, el marqués de Mont-Roig, senador conservador, usara después su influencia y sus contactos para liberarlo. (A Tarrida no le avergonzaba lo más mínimo esta ayuda de la derecha, pero podemos estar seguros de que le impelía a ser mucho más activo en nombre de sus compañeros presos menos conocidos.) Cuando lo liberaron, cruzó con mucha discreción los Pirineos para dirigirse a París, llevándose cartas y otros documentos que sus compañeros de cárcel que él u otros habían conseguido sacar clandestinamente.
 El artículo de Tarrida titulado “Un mois dans les prisons d’Espagne” se publicó en La Revue Blanche, principal quincenario intelectual de Francia, exactamente en el momento en que a Rizal lo devolvían de Barcelona a Manila fuertemente custodiado. Fue el primero de los catorce artículos que Tarrida escribió para esta revista en los quince meses siguientes. No sólo cubrieron con detalle las atrocidades practicadas en Montjuic, sino también la Guerra de Independencia cubana, los movimientos nacionalistas de Filipinas y Puerto Rico, los malos tratos infligidos a los prisioneros caribeños en Ceuta, los ruidosos planes imperialistas de Estados Unidos, y, quizá sorprendentemente, un texto profesional lleno de ecuaciones, anterior a los hermanos Wright, sobre “navegación aérea”. El segundo de la serie, publicado el 15 de diciembre, dos semanas antes de la ejecución de Rizal, estaba dedicado a “Le problème philippin” (el propio novelista estaba brevemente descrito como un deportado político). Se podría aventurar que este período Tarrida fue el colaborador más frecuente de la revista. El extraordinario espacio que le concedieron se debió ciertamente al principio a su testimonio personal sobre Montjuic. Fue el comienzo de lo que acabaría convirtiéndose en un movimiento atlántico de protesta contra el régimen de Cánovas, denominado por el escritor, con su habitual talento mediático, “los inquisidores de España”. Tarrida fue un verdadero descubrimiento para La Revue Blanche, porque no sólo era una rara ave de mente abierta, un intelectual anarquista catalán que hablaba francés, sino que también, como patriota cubano, estaba perfectamente situado para relacionar sistemáticamente Montjüic con las luchas independentistas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
 ¿Cómo se produjo esta coyuntura? La trayectoria profesional anterior de Tarrida tuvo una importancia decisiva. Nació, como ya hemos señalado, en La Habana en 1861 y vivió allí hasta la espectacular caída de Isabel II en 1868. No está claro por qué su padre, rico fabricante catalán de botas y zapatos al fin y al cabo, decidió irse a vivir a Cuba. Pero la fecha de regreso de la familia sugiere que tal vez fuera uno de los blancos posibles del régimen en sus últimos años represores. El joven Fernando fue entonces enviado al liceo de Pau, donde muchas décadas después sufriría Bordieu. En ese colegio un compañero, el futuro primer ministro francés Jean-Louis Barthou, convirtió a Tarrida al republicanismo. A su regreso a España, Fernando viró más a la izquierda, frecuentando reuniones y clubes obreros. En 1886 (un año antes de que se publicase Noli me tangere), se había convertido en anarquista confirmado, conferenciante magnético y articulista habitual en las principales publicaciones anarquistas, Acracia y El productor. En julio de 1889, los obreros barceloneses lo eligieron para que los representase en el Congreso Internacional Socialista de París. En una conferencia pública pronunciada en noviembre de ese año acuñó el inimitable lema de “anarquismo sin adjetivos”, como parte de una campaña sostenida para superar los enfrentamientos sectarios de la izquierda. “De todas las teorías revolucionarias que afirman garantizar una completa emancipación social, la que más de cerca se adapta a la Naturaleza, la Ciencia y la Justicia, y que rechaza todos los dogmas, políticos, sociales, económicos y religiosos, se llama anarquismo sin adjetivos”. La idea era poner fin a las amargas peleas entre marxistas y bakuninistas: como él decía, el verdadero anarquismo  nunca impondría a nadie un plan económico preconcebido, dado que esto trasgredía el principio de elección básico. Pero su campaña se dirigía en igual medida contra toda idea de “propaganda por el hecho” en solitario.
 Tarrida fue enseguida acusado por Jean Grave -a menudo llamado en broma el papa del anarquismo- en La Révolte de representante de la obstinada tradición anarquista española del “colectivismo”, es decir, el apego a una base obrera organizada. Dice mucho a favor del cuerdo rechazo de este papa a la infalibilidad el que publicase de inmediato la tajante respuesta de Tarrida. Éste, de veintiocho años y ya profesor de matemáticas, escribía convincentemente que grupos pequeños que utilizasen la propaganda por el hecho sin organización colectiva que los respaldase no tenían ninguna oportunidad contra el poder central de la burguesía. Los anarquistas españoles creían, basándose en la larga experiencia, que la coordinación era esencial, dado que la resistencia organizada de las clases obreras era el único instrumento productivo para enfrentarse a la represión estatal. Era completamente equivocado, por lo tanto, rechazar de plano los centros obreros, tachándolos de “jerarquías” autoritarias por naturaleza; por el contrario, se habían demostrado indispensables para el crecimiento del movimiento revolucionario de España. La exigencia planteada por Grave de que se abolieran las asociaciones obreras carecía de sentido. Al mismo tiempo, sin embargo, Tarrida estaba dispuesto a admitir que en la moribunda FTRE (Federación de Trabajadores de la Región Española, cenizas de la Primera Internacional) la burocratización había arraigado profundamente, y que había perdido su utilidad.
 Los argumentos de Tarrida eran importantes por sí mismo (y muy pronto convencieron a Malatesta, Élie Reclus y otros), pero en el contexto presente lo fundamental es que se publicaron en La Révolte, a la que como hemos visto, muchos de los principales novelista, poetas y pintores de Paría eran suscriptores leales. Cuando Tarrida llegó a París tras ser liberado de Monjuic, era por lo tanto una figura (impresa) conocida. El que fuese un cubano en el momento de la enormemente difundida represión de Weyler en su isla nativa aseguró aún más su entrada.
 En segundo lugar, Tarrida no apareció en París como una víctima solitaria. Por lo violento que el estado de excepción fuese en Barcelona, Cánovas era suficientemente astuto como para no ampliarlo al resto de España; pero en septiembre hizo aprobar en las Cortes la legislación más punitiva de ese momento en la Europa occidental contra el terrorismo y la subversión. Aun así, de acuerdo con las estadísticas reunidas por Ricardo Mella (cuidadoso camarada de armas de Tarrida) para L’humanité Nouvelle de parís en 1897, la distribución de activistas y simpatizantes anarquistas serios en España era la siguiente: Andalucía, 12.400 anarquistas (+ 23.100 simpatizantes); Cataluña, 6.100 (+ 15.000); Valencia, 1.500 (+ 10.000); y Castilla la Nueva y la Vieja, 1.500 (+ 2.000). En total: 25.800 y 54.300. Las isobaras sociales revelaban que las Guerras Carlistas no podían trazarse con más claridad: frío tiempo reaccionario y clerical en el norte y el noroeste, tórridas lluvias y tormentas en el sur y en el este, con la Andalucía del presidente, no Barcelona, de ojo. Además, a los enemigos de Cánovas -en su propio partido y entre los liberales, los federalistas, los republicanos y los marxistas- les pareció una buena ocasión, por razones de principios y oportunismo, para retomar el escándalo de Montjuic, expuesto en términos ardientes en la “capital de la civilización”. Ayudó que entre los encarcelados en Barcelona hubiera al menos un ex ministro y tres diputados parlamentarios.
 Por otra parte, los súbditos del imperio español estaban convirtiendo a París en espacio de acción política cada vez más importante. El líder republicano radical Ruiz Zorrilla llevaba mucho tiempo instalado en la ciudad, conspirando contra la Restauración. Su secretario personal, Francisco Ferrer Guardia, avezado izquierdista con el que volveremos a encontrarnos, daba clases de español en el famoso Lycée Condorcet parisino, donde Mallarmé trabajó hasta su temprana muerte, en 1898. Después de que Martí comenzase la guerra de independencia cubana en la primavera de 1895, España era demasiado complicada para los nacionalistas y los radicales caribeños, que se reunieron, bajo el enérgico liderazgo del revolucionario puertorriqueño Dr. Ramón Betances, en la capital francesa para hacer propaganda y conspirar contra Cánovas y Weyler. Por último, tras las persecuciones de Corpus Christi, muchos radicales metropolitanos cruzaron los Pirineos. Sólo los filipinos estaban mal representados en París. Rizal y Del Pilar habían muerto, y Mariano Ponce se había ido a Hong Kong. El pintor Juan Luna era la única personalidad nacionalista importante y conocida.


 Bajo tres banderas: anarquismo e imaginación anticolonial, Ediciones Akal S. A. 2008, pp. 175-79. (Traducción: Cristina Piña Aldao).


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