Severo Sarduy
La garrapata, decía Roland Barthes –que
extraía el dato de dios sabe qué libertino manual de entomología- espera a
veces años y años, trepada a la rama de un árbol y en estado de somnolencia, o
de coma ligero, hasta que pase por debajo un codiciado animal de sangre
caliente.
Se tira entonces, inmediata y
ciega, con la puntería infalible de lo instintivo, y se incrusta en la piel de
su presa, hasta morir, harta de esa jalea negruzca y tibia, saciada al fin la
espera.
Después de veinte años de leales
servicios –como se dice en esa despreciable jerga- a la empresa, y de una
fidelidad vecina a la adulación o la penitencia, cometo, en el burdo manejo de
unos papeles, un error mínimo.
-Al fin, me llama el jefecillo, harto y orondo
-¡te cogieron con las manos en la masa!
Como si yo fuera un consuetudinario
de la falta, un aprovechado, o un granuja.
¿Desde cuando esperaría, trepado,
el olor de la sangre?
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