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viernes, 24 de agosto de 2012

Manifiesto del profesor Robertson sobre los peligros de las mongolfieras o globos de fuego




 Yendo de París a Petersburgo, habrá cosa de 20 años, me detuve en Varsovia con ánimo de ejecutar mi 38vo viaje aerostático; pero los vanos esfuerzos que había hecho un italiano en la expresada ciudad me hicieron desistir del intento. Con efecto me enseñaron varios descalabros de un globo de papel con que repetidas veces hizo por elevarse. La viciosa construcción de máquina tan floja y poco subsistente, los riesgos a que se expuso aquel hombre temerario, y el temor que había inspirado, me decidieron desde entonces a escribir sobre el peligro de los globos de fuego; pero los inconvenientes de mis viajes y mis ocupaciones no me permitieron poner en planta aquel útil pensamiento sino dos años después con motivo de la muerte del italiano Olivari, cuya desgracia fue lo que más me determinó a publicar mis ideas. Sentí mucho en aquella ocasión no haber hecho imprimir antes la citada instrucción, que ilustrando en esta parte al magistrado que dio sin reflexión licencia para que arriesgase su vida un infeliz, también le hubiera prevenido a este de los riesgos a que le exponía su ignorancia; y acaso hubiera salvado una víctima que podría haber seguido una carrera más proporcionada a sus conocimientos, y ms útil a su familia.
Un francés, que se llamaba Mr. Mongolfier, inventó el primer globo de papel, y por eso se les dio el nombre de mongolfieras. Es fácil de inferir la imperfección de un primer pensamiento; y así el tiempo y la instrucción, que todo lo adelantan, hicieron abandonar esta clase de globos frágiles y peligrosos, sustituyendo la física el invento de los globos de seda barnizados con goma elástica, ayudada de la química que ha descubierto un gas ocho veces más ligero que el aire atmosférico; cuyas dos circunstancias constituyen la grande diferencia que hay entre una mongolfiera y el aerosta. La mongolfiera sube por la dilatación del aire interior con el fuego, y solo se consigue sostenerla algún tiempo en el aire, dándole siempre fuego, pues baja al instante que se enfría, y por lo regular se quema al tiempo de descender. El aerosta por el contrarío, está lleno de gas hidrógeno por medio del hierro, el agua y ácido-sulfúrico. Cuando contiene ya este gas tan ligero, propende a elevarse majestuosamente; pero cautivo en una redecilla de seda con que se sostiene el carro de su conductor, no puede desviarse sin su orden. El físico dirige la marcha del aerosta, sosteniéndole en la elevación que juzga conveniente: y semejante al piloto puede prolongar su viaje por 10, 20 o más días sin tocar tierra. Cuando quiere terminar su viaje, si descubre a sus pies un soto, árboles o un río, para evitar el peligro el aeronauta instruido, disminuye el contrapeso, arrojando parte de la materia que lo forma (que por lo regular es arena); y elevándose de nuevo, dilata su viaje hasta donde quiere abordar.  
 Toda la experiencia en general de un globo con el gas hidrógeno presenta interés desde el principio hasta el fin. La descomposición del agua y los demás aparatos son tanto más atractivos cuanto el desprendimiento y la marcha tienen de majestuoso y extraordinario. La descensión de un aeronauta ofrece un espectáculo en algún tanto augusto y religioso! la imaginación se complace en asimilar a un espíritu celeste y sobrenatural el hombre privilegiado que viaja de este modo en alas del mismo viento. ¡Cuán diferente sería la disposición de una mongolfiera preparada para elevar a un ser animado!
 Durante mi permanencia en Berlín por el año de 1819, un alemán llamado Bitorf, anunció una ascensión en la ciudad de Dresde con un globo de papel. Yo sin poderme persuadir de que expusiese un hombre su vida con tantos y tan conocidos peligros, fui sin embargo a dicha ciudad para el día señalado; y la experiencia no pudo tener efecto hasta ocho días después, porque el globo no tenía más que 31 pies, cuya dimensión no era proporcionada para elevar a un hombre. Se aumentó mucho la máquina, y se dispuso entre dos maderones. El empresario hizo también disponer una especie de bóveda para comunicar con el globo por debajo de tierra, acaso con el objeto de ocultar los triviales procedimientos que empleaba. Con todo se llenó perfectamente el globo con el auxilio de una fogata de paja; pero el Sr. Bitorf, que pesaba 148 libras, aun no pudo elevarse, y arrimando segunda vez la mongolfiera al fogón, aumentaron en tanto grado el fuego, que resecándose el papel estuvo a pique de desgraciarse enteramente. Sin embargo el fuego prendió en una parte; pero un hombre pudo apagarlo en su principio con el auxilio de una esponja humedecida. Entre tanto la infeliz joven, esposa del miserable aeronauta, toda deshecha en llanto, ajustaba y pegaba pedazos de papel sobre los agujeros que el fuego había hecho. Llegó por fin el instante de romper la marcha: figúrese cualquiera al Señor Bitorf, lleno de hollín y sudoriento, más negro que un carbonero, metiéndose en un saco prendido en la boca del globo con una hornilla sostenida encima de su cabeza, derritiéndose sobre su cuerpo. Esta es la verdadera y rara imagen de la ascensión de un hombre en globo de papel. Sin embargo de todo, el globo se elevó, pero el papel resecado, siendo demasiado endeble para llevar unas 190 libras de peso, se rasgó en la parte superior. El aeronauta lo advirtió con tiempo, y se precipitó a tierra sin matarse por una feliz casualidad. La mongolfiera abandonada a sí misma continuó elevándose algún tanto; pero se incendió muy luego, y vino a caer a pocas varas de la ciudad hacia el lado de las casas de los arrabales.
 Es un hecho incontestable que todas las ascensiones que se han verificado con globos de seda barnizados y llenos de gas hidrógeno, hasta ahora no han ocasionado la menor desgracia. La sola acaecida á madama Blanchard, quien habia ejecutado en Paris felizmente 67 ascensiones, es constante que se la buscó ella misma, puesto que llevó fuego, y era desobedecer la ley terminante de la indispensable precaución; y con efecto ¡cuán extravagante debia ser la muger que á las 11 de la noche quiso subir en un globo rodeado de un fuego artificial!
En mis dilatados y numerosos viajes por Alemania, Suecia, Rusia, en medio de las largas noches y nieves inaccesibles, y en los que igualmente hice por los mares Báltico y el Océano en medio de horribles tempestades, muchas veces me he hallado en un inminente peligro de perder la vida; mas jamás he corrido este riesgo viajando por los aires. Mis cabellos, que la edad y el color deben dentro de poco hacer respetables, pueden testificar que no he perdido uno solo de los que tenía, en todos mis viajes aerostáticos. Sentado tranquilamente en mi barquilla, mi nave aérea caminaba en una bonanza y sosiego, que ofrecía la imagen de la inmovilidad. La más fuerte tempestad no puede perjudicarla, porque el aerosta es un cuerpo que nada. Si el viento es fuerte, el globo camina con la misma celeridad; por manera que el más impetuoso no apagaría en la barquilla la llama de una bugía, porque aquel en su marcha es tan veloz como éste.
En comprobación de que jamás ha acaecido desgracia alguna con los globos por gas hidrógeno, quiero recordar hechos que certifican, que si en el arte aerostático puede citarse algún accidente, son la causa de él las mongolfieras. Las primeras víctimas fueron Pilatre de Rossier y Romain, que quisieron pasar desde Francia a Inglaterra en una mongolfiera de lienzo; y habiéndose incendiado, perecieron. En Italia subió el conde de Zambecari en otra de seda; y el espíritu de vino de que se servía, incendió sus vestidos, y perecieron él y su invención. En el año de 1802 Olivari en Orleans, y en 1810 Bitorf en Nuremberg, hicieron una ascensión en globos de papel, y también fueron víctimas.
Debo igualmente hablar de los acaecimientos de menos entidad que todo el mundo conoce; de la caída de Mr. Bouche, de nación francés, que se rompió una pierna, cayendo de una mongolfiera de lienzo, la primera que quiso hacer subir en Madrid. En el año de 1806 se elevó en Vilna un tal Koparenko, y el globo cayó incendiado a muy corta distancia de un almacén de pólvora. En el de 1788 el Sr. de la casa de Seitendorf, cerca de Neutitschein (en la Moravia) en un regocijo público que ofreció a sus vasallos, quiso hacer subir una mongolfiera de papel: luego que esta se elevó algunas toesas, el viento la volteó, e hizo cayese toda incendiada sobre una casa; y extendiéndose el fuego casi por toda la aldea, redujo a cenizas la mitad del palacio. Este desgraciado acontecimiento ha sido anunciado en los diarios de varias capitales, y Mr. Times, que al presente se halla en Madrid, fue testigo de este suceso.
 Todavía, sin embargo, no eran bastante notorios estos incidentes, puesto que en una capital que habitan tantas personas de ilustración y conocimientos, un hombre sin instrucción, sin nociones algunas de física ni de química, y sin saber las reglas geométricas que aseguran la forma y solidez de un globo, se atreve a formar el loco proyecto de ascender por medio de fuego. Sin duda para inspirar confianza el citado individuo, proclama su ignorante nulidad, rechazando todo lo odioso con que quiere disfamar a un físico instruido, cuyos conocimientos han merecido algún honor, y que adquirió ya cierta nombradla en los 55 viajes aerostáticos que tiene hechos. Además, si en arte alguno se requiere instrucción, ciertamente será en aquel en que se pone la vida, pues nada es más precioso para el hombre. Llega ya al colmo de lo extravagante la necedad de hacer alarde de la ignorancia en esta carrera, y a los magistrados distinguidos toca la providencia que deben tomar con los insensatos.
 Diré, para acabar esta carta, que en la Francia, que es, por decirlo así, la cuna del arte aerostático, ha prohibido el Gobierno los globos por el fuego desde que la física y la química han descubierto los procedimientos mucho más seguros de los aerostas de seda barnizada, que se hinchan con el gas hidrógeno. Tampoco se tardó en tomar esta medida en Rusia, Prusia y Alemania; y a la verdad, una prohibición dictada por la prudencia, la sabiduría y la humanidad, debe por consiguiente adoptarse en todos los Gobiernos ilustrados, que siempre consideran la vida de un hombre como un bien perteneciente a la sociedad y al Estado.


 Eugene Robertson, ex-profesor de física, miembro de la sociedad galvánica de París.

 Diario de la Habana (reproducido en Gaceta de Madrid, no 88 y 89, 22 y 24 de julio de 1828).  

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